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El monojojoy en Cartagena de Indias

Jaime Gonzales Humpire

Jamás me hubiera imaginado que aquella alarma suscitada en la Policía del Aeropuerto de Bogotá al confundir a mi amigo Luciano con el “Monojojoy” – el guerrillero más buscado de Colombia – era apenas el preámbulo de un viaje repleto de truculentas emociones que me tocó vivir en Cartagena de Indias. Fue, sin duda, la experiencia más delirante de mis épocas de viajero.

Yo era parte de una delegación que se aprestaba a participar en un evento internacional. Carlos era el delegado gubernamental, Alberto iba por las empresas, Luciano por las comunidades y yo su asesor. Todo comenzó cuando nos encontrábamos en la fila para el trámite de migración aeroportuaria.  

Mientras la rutina transcurría con normalidad pude notar el nerviosismo de algunos policías que se comunicaban entre sí y miraban con recelo hacia nosotros. En un par de minutos, llego un contingente policial fuertemente armado, nos rodearon, lo separaron de la fila y se llevaron al infortunado casi a trote por un largo pasillo.

No lo dudé un instante, corrí tras ellos y al alcanzarlos fui bruscamente detenido al momento de manifestar que era su acompañante. No escucharon los motivos. Después de casi una hora de muchas preguntas y chequeos para confirmar nuestra documentación, un oficial de mayor rango se acercó para disculparse por tan lamentable confusión – Creímos que era el Monojojoy, pero no, el verdadero ya se hubiera escabullido entre las rendijas de esta misma puerta – dijo y nos devolvió los pasaportes. Nunca había visto a Luciano tan anémico de susto.        

Él era un líder rural que se distinguía por tener un semblante bonachón, de nariz aguileña, bigotes largos, de imborrable sonrisa y un morral de tejido que siempre colgaba de sus hombros. Había transitado una meteórica carrera dirigencial. En menos de un año había sido el corregidor comunal, luego elegido dirigente regional y hace un par de semanas estaba convertido en el líder nacional. 

Pasado el sobresalto por tan extraña confusión, a este amigo le sobrevino una inesperada fama de ser Monojojoy el turista. Al momento de registrarnos en el hotel o cuando salíamos a los centros comerciales o en la misma playa, su sola presencia ponía nerviosos a cuanto lo “reconocían” en su inesperada visita. En muchas ocasiones, el personal que lo atendía le brindaba un trato deferencial que iniciaba con el proverbial “Don Monojojoy, hoy la casa le invita…” y los demás nos quejábamos por tanta discriminación en contra nuestra.

Dándome cuenta de la inusitada situación, como su asesor, le sugerí que no se apartase de mí – para evitar situaciones como el aeropuerto – justifiqué. Me hizo caso. A partir de ese momento me aseguré de que me llegara parte de las donaciones que recibía diariamente: “…como le gusta al Comandante” y le dejaban la botella de Whisky en la mesa, “permítame esta cancioncita, Métase el Cuento, como le gusta a su merced” y sonaba el acordeón del músico ambulante, los playeros se acercaban presurosos y le ofrecían banquillos gratis. Ni que decir de las deidades con siluetas de mujer que se le arrimaban. Yo siempre reclamaba ser el amigo de confianza de tan querido Comandante.

Después de la primera semana, mientras nos solazábamos en un boliche nocturno, apaciguados con la brisa del mar y acompañados de una botella de aguardiente, obviamente invitada por sus ocasionales admiradores, Luciano se acercó y me dijo seriamente: “Javier, yo no quiero volver al país”. Lo miré, al principio desconcertado por la profundidad de su mirada, luego miré a mi alrededor y no dudé en responderle: “Yo tampoco” y vaciamos solemnemente nuestras copas. En eso, el solista del grupo musical anunció por el micrófono: “y este ballenato, Métase el Cuento, va dedicado a nuestro comandante que esta noche nos honra con su visita” Él estaba viviendo el sueño de su vida y yo había decidido no apartarme de mi famoso amigo. 

¿Quién no ha escuchado de la noche Cartaginense? Cartagena de Indias tiene un boulevard ubicado en el epicentro de la ciudad antigua. Se dice que, en sus locales con música incluida, no se duerme los 365 días del año, desde hace ya varias décadas y un par de siglos. Los boliches reciben a miles de turistas que llegan de todo el mundo con el curioso síndrome del sonambulismo colectivo y comparten la terapia con lugareñas que se arremolinan en busca de lances de media noche.

Los grupos musicales están conformados por reconocidos artistas locales que heredan sus instrumentos de generación en generación y se dedican a complacer los exquisitos pedidos del público de cuanto merengue, ballenato y bachata es de su parecer. Llegamos y nos ubicamos cerca de una tarima. Estábamos expectantes de todo lo que sucedía a nuestro alrededor. Luciano se quitó la gorra y las botellas de aguardiente comenzaron a llover en nuestra mesa.

Ella se acercó y se sentó al lado mío y las otras al lado de mis urgidos amigos. Nos dimos cuenta de que la noche cartaginense recién estaba empezando. La dama sonrió y pidió dos copitas de aguardiente. Tomando coraje la contradije y pedí la botella entera. Después de la primera copa, me animé a bailar ballenato siguiendo las instrucciones de mi ocasional maestra, con la segunda copa me olvidé del Comandante y empezando la botella siguiente me pareció haber ingresado a una cuarta dimensión de difícil e inconveniente descripción.   

Ya en las postrimerías del evento, Luciano se encontraba aburrido de los discursos de las petroleras, se levantó y me hizo señas que lo siguiese. Nos dirigimos al restaurante y en eso, un mozo le pidió amablemente si podía saludar al Chef de la cocina. – Yo voy con él – dije después que éste asintió con la cabeza. Apenas ingresamos y dos berracos grandes con apariencia nada amistosa nos advirtieron que no llamásemos la atención y nos hicieron subir “cortésmente” a una furgoneta estacionada fuera del Hotel.

Nos sentamos y el que nos estaba esperando se soltó en carcajadas: – ¡Pero si es el mismísimo Monojojoy, carajter! – y alzó ambas manos sorprendido. 

Luciano quedó paralizado, desconcertado por toparse con alguien tan parecido y diferente a sí mismo. Yo sentí un nudo en la garganta. Teníamos al Monojojoy verdadero al frente nuestro. El guerrillero más buscado de una Colombia aterrorizada por la violencia. – Tranquilo, suéltese, lo veo más amarrao que tamal frío – lo espetó sin soltar su sonrisa amigable. Mientras el vehículo se desplazaba, el escurridizo personaje tertuliaba sobre la dulce mezcla de mujeres y aguardiente en Cartagena – tranquilos parceros – nos apaciguó. – esta es una ciudad neutral por el turismo y el Gabo. No colocamos bombas y ellos nos dejan tranquilos. ¡Ese es el trato! – El Monojojoy gesticulaba, dibujaba con las manos y expresaba una mirada soñadora cuando refería la emancipación de los pueblos frente a las élites de poder. Su arenga era cautivante y a la vez intimidaba. Nos dejó en el Hotel y se despidió de Luciano recordándole que solo el fusil era la garantía de la paz. Volvimos al evento. Nos miramos y no pronunciamos una sola palabra el resto del día. Juramos no contar esto a nadie. Bueno, hasta el día de hoy.  

Como todo se acaba, en este caso con un final sabor a todo, nuestra comitiva se encontraba nuevamente en el aeropuerto de Bogotá haciendo escala para el trasbordo y el vuelo final a casa. Mientras reíamos de tantos sucesos y ocurrencias vividas, se aproximó el oficial de policía que hacía un par de semanas nos había interrogado. El uniformado se acercó directamente a Luciano y muy quedamente le dijo – Sabía de su retorno y quiero disculparme con su merced – le alcanzó un bolso típico de Cundinamarca y se despidió con un fuerte apretón de manos.

Cuando abordamos el avión pude notar que Luciano exhaló un suspiro hondo y sostenido. Estoy seguro de que había cargado dentro de su morral, los inolvidables recuerdos de esta subyugante ciudad y sin dudarlo los reviviría entre los mejores sueños de su vida.

Yo también suspiré porque me había convertido, aunque por corto tiempo, en el mejor amigo del Monojojoy en la mismísima Cartagena de Indias.

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