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El mono de Kafka

El chimpancé que imaginara el escritor descubrió que tal vez podría salir de la jaula si lograba imitar la estupidez de los humanos.

Kafka narró la historia de un chimpancé que poco a poco se transforma en humano. Peter el Rojo pasó sus primeros días de cautiverio en un cajón con tres barrotes. Le temblaban las rodillas y el sufrimiento le hizo buscar la pared ciega del fondo, que le ocultaba la presencia del mundo. Es un gesto parecido al de los niños que se tapan la cara con la almohada cuando quieren huir de algo que les atemoriza.

En ese encierro, solo había tedio, sollozos, ira y desesperación, hasta que descubrió que tal vez podría salir de la jaula si lograba imitar la estupidez de los humanos. Escupir, fumar, beber alcohol. Conseguirlo implicó un duro aprendizaje. El marinero que le enseñó a abrir una botella le quemaba el pelo para castigarle por su torpeza. Peter el Rojo ya conocía el sufrimiento infligido por el hombre y no se rebeló.

Sabía que un gesto de violencia solo agravaría su incierto porvenir. Prosperó rápidamente y al fin logró deslizar un sacacorchos por el cuello de la botella, con la destreza de un maestro de ceremonias. Incluso logró imitar la voz humana y comenzó una brillante carrera como actor de music-hall, que le salvó de acabar en el zoológico con otros monos. No se conformó con eso. Adquirió la cultura de un europeo medio.

Transformado en espectáculo de masas, adoptó la indumentaria del hombre y consiguió una compañera, una mona que en la oscuridad de una alcoba le hacía gozar, pero que a la luz del día no podía ocultar «la locura del animal alterado por el adiestramiento». «Eso –reconocía Peter el Rojo- tan solo lo percibo yo y no puedo soportarlo».

La fábula de Kafka termina ahí, pero la historia continúa. Peter el Rojo no finalizó sus días en un escenario. Su compañera se arrojó desde un balcón al vacío. El suicidio es un comportamiento demasiado complejo para la inteligencia de un chimpancé, incluso si ha sido amaestrado. Se habló de un accidente y se insinuó que Peter el Rojo tal vez había cometido un crimen. Quizás no aguantó enfrentarse a diario con esa mirada de locura del que vive en un mundo incomprensible.

Tal vez Peter ya no se conformaba con un placer asociado a su vida anterior y codiciaba avanzar un paso más en su peripecia humana. Tal vez pensaba que solo sería humano, ferozmente humano, cuando copulara con una hembra humana. Si albergaba esas fantasías, nunca las expresó. En el teatro se cansaron de él.

La humanidad de un simio escarnecía la humanidad del hombre. Se podía aceptar la imitación, la copia del ingenio humano, pero no la aparición del genio humano en el reino animal. Sería como aceptar que los reyes apenas se diferencian de los mendigos o que lo sobrenatural padece las mismas limitaciones que la Naturaleza.

El suicidio es un comportamiento demasiado complejo para la inteligencia de un chimpancé, incluso si ha sido amaestrado

Peter el Rojo desapareció sin avisar. No sabía si le acusarían de matar a su compañera y le procesarían como a un humano o si le enviarían a un laboratorio para experimentar con él. No parecía probable que un juez aceptara su presencia en una sala. Un chimpancé no merece la horca. Su ejecución restaría dignidad a la pena capital.

Probablemente, le devolverían a una jaula y le cortarían las cuerdas vocales para no escuchar sus gritos, mientras abrían su pecho para observar cómo palpita el corazón de un simio. La policía intentó capturarlo de nuevo, pero se perdió su rastro. Se dijo que le habían visto en Hamburgo, mendigando por las calles, pero ya no parecía un chimpancé. Su fisonomía se transformaba poco a poco y sus rasgos cada vez se confundían más con los de los humanos.

Se rumoreó que había llegado hasta Arlés y que había comenzado a pintar con un ritmo frenético, inhumano. Apenas dormía, apenas descansaba. Su pelo cambió de color. Se volvió rojo, a medio camino entre el vino y la arcilla. Se cubría con un sombrero de paja e incendiaba los campos, hasta convertir los árboles en lenguas de fuego y el cielo en un lienzo lleno de texturas que sobresalían como crestas.

El aire no parecía aire, sino espuma de mar, que se deshacía entre atónitas claridades. Peter el Rojo solo llamaba la atención por su furia creadora. Su aspecto era el de un orate con el pelo rojo que se colocaba velas en el ala de su sombrero para pintar de noche, captando los matices del negro, el azul y el violeta.

Peter el Rojo por fin había descubierto la esencia de lo humano: la desesperación trágica, el deseo de morir, la incapacidad de vivir un día más

Peter el Rojo era objeto de befa y escarnio. Los campesinos decían que no pintaba, sino que daba mazazos, como si pretendiera reventar una nuez. Un psiquiatra le observó de lejos y aventuró un diagnóstico: «espíritu convulso». Y realmente el espíritu de Peter el Rojo estaba convulso, agitado, casi exasperado.

Una mañana aparecieron unos cuervos negros y le golpearon la cabeza con sus alas. Peter el Rojo siguió trabajando, moviendo el pincel a la velocidad del relámpago. El sol giraba como un disco ebrio y los cuervos chillaban, sin dejar de atacarlo. Peter el Rojo soltó el pincel, se alejó unos pasos y se apoyó en un árbol.

Recordó cuando trepaba por sus ramas, encendido por la posibilidad de tocar el cielo, pero entonces era un chimpancé y no especulaba sobre lo real y lo posible. Hundió la mano en un bolsillo interior y extrajo una pistola de pequeño calibre. Pensó que por fin había descubierto la esencia de lo humano: la desesperación trágica, el deseo de morir, la incapacidad de vivir un día más. Apuntó al vientre y disparó.

Encogido por el dolor, su mano izquierda intentó taponar la herida. Fue un gesto involuntario. No pretendía salvarse. Notó que un líquido caliente se enredaba entre sus dedos. Levantó la mano y descubrió que sus manos humanas, de pintor enajenado, se habían teñido de rojo. Realmente era Peter el Rojo. Realmente era humano. Cuando lo encontró un viejo maestro de escuela, aseguró que era Baco, dormido en un campo de trigo.

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