Olga Amaris Duarte
Ludwig Wittgenstein es un filósofo misterioso en el sentido etimológico de la palabra. El término griego mystikos está relacionado con las ceremonias de los órficos, pitagóricos, así como con los ritos de Eleusis o báquicos en los que el iniciado, mystes, adquiere un conocimiento vedado por el cual muere y resurge en el síncope de la experiencia mistérica.
El mystes cierra los ojos para contemplar con mayor profundidad la realidad que le rodea y permanece con la boca cerrada porque hay verdades inefables en las que solo el «artefacto del silencio», como lo denomina Michel de Certeau, es capaz de superar la afasia de esa palabra enmudecida de quien ha vislumbrado la presencia-ausencia de lo trascendental.
El Tractatus logico-philosophicus es fruto de este misterio reconocido por un joven de 29 años que ha sobrevivido al temblor de la Primera Guerra Mundial, el desgarro de la muerte del amado amigo, David Pinset, la soledad sin ecos de los fiordos de Noruega y la decadencia del pensamiento de Occidente que ya augurara Hugo von Hofmannsthal en esa Carta de Lord Chandos en donde las palabras se deshacen en la boca como setas mohosas.
También pendiente, pendiendo de un hilo finísimo, se encuentra el «sufrimiento del espíritu» inflamado por la lectura diaria del Nuevo Testamento, el análisis minucioso de los trabajos de san Agustín, Blaise Pascal, Baruch Spinoza, Søren Kierkegaard y el encuentro fortuito con dos obras que serán esenciales para su comprensión religiosa del mundo: Breve explicación del evangelio, de León Tolstoi, y Las variedades de la experiencia religiosa, de William James.
La mayor herida del pensador vienés se abre, sin embargo, en la consciencia de ser extraordinariamente diferente en una sociedad burguesa en la que no encuentra su lugar, aunque lo busque y lo construya una y otra vez en el desenfreno de un amor al mundo no reconocido por sus conciudadanos. Una trinchera, la cabaña en el confín del mundo de Skjolden a la que solo se puede llegar a remo, el jardín de un convento, el colegio de la mínima aldea austriaca de Trattenbach, la portería de un hospital en Londres o la casa construida en la Parkgasse 18 de Viena para su querida hermana Margarethe a modo de un monumento a la «filosofía petrificada», todos ellos son ensayos de ser en la realidad y de vivir nuevas vidas, probando nuevos lenguajes. Faltó, a su pesar, la música y aquella melodía que nunca llegó a componer porque, como anota el 28 de abril de 1930 en su diario, careció de lo esencial, das Unaussprechliches, lo impronunciable. El silbido de Wittgenstein, tan apreciado por los que lo conocieron, tal vez sea la muestra más cercana de una música inalcanzable. Ser per-sona significa «sonar» a través de una concavidad con orificios que permiten el fluir sibilante de una cierta carencia. El silbo de Wittgenstein, como el de la sibila, resuena como un oráculo.
Misterioso y profético resulta aquel mensaje a modo de testimonio dejado por un filósofo cuya mayor tragedia consistió en ser más respetado que amado tanto en vida como después de su muerte: «Dígales que mi vida ha sido maravillosa». En Wittgenstein, sin embargo, la palabra nunca es unívoca ni muestra una sola dirección. La palabra juega, despista, crea laberintos lingüísticos de los que no se puede salir sin caer en la aporía. En Sobre la certeza, obra póstuma, se afirma que quien está privado de la consciencia es incapaz de entender ni sus palabras ni sus pensamientos. ¿Qué significa, pues, ese mensaje misterioso, balbuceado en el tránsito de la muerte?: «Dígales que mi vida ha sido maravillosa». Sin duda, nada de lo que las palabras revelan en un contexto ordinario.
En Wittgenstein, la palabra nunca es unívoca ni muestra una sola dirección. La palabra juega, despista, crea laberintos lingüísticos de los que no se puede salir sin caer en la aporía
En uno de esos juegos lingüísticos, la alegría de vivir en Wittgenstein debe entenderse en armonía con el movimiento libre de un pensamiento incesante, fértil y renovado, como indica en su diario el 21 de octubre de 1931: «La alegría de mis pensamientos filosóficos es la alegría de la extrañeza de mi propia vida». Más tarde confesará, con esa arrogancia que tanto detesta, estar «algo» enamorado de la dinámica de su actividad filosófica, sumamente compleja y sofisticada y, por ello, frágil hasta el extremo. El temor mayor consiste en perder la lucidez intelectiva porque algo o alguien se la arrebate, tan fácilmente, de un zarpazo. En los momentos de flaqueza espiritual, la idolatría tan particular de Wittgenstein se transluce en su plegaria: «¡Mente, no me abandones!».
En un apunte inserto en uno de los muchos diarios escritos entre 1930 y 1937, en ocasiones de forma paralela, utilizando códigos secretos y reescribiendo la misma vivencia por separado en un ejercicio constante de autoanálisis crítico, Wittgenstein confiesa las similitudes que guarda su labor filosófica con la del profeta: «Cuando consigo solucionar un problema filosófico tengo la sensación de haber hecho algo esencial para la humanidad». La misión salvífica de la filosofía de Wittgenstein se hace aún más evidente en la analogía del ser humano con una mosca atrapada en una botella, aleteando de forma inútil para salir de su trampa.
Prueba irrefutable de que no solo Wittgenstein se consideró predestinado a un fin superior, sino de que así fue reconocido por sus coetáneos, es aquel clamor que corrió de boca en boca por los pasillos del Trinity College de Cambridge al regreso del pensador vienés en 1929, tras 15 años de ausencia, para trabajar en sus Investigaciones filosóficas: «God has arrived». No era dios, era su profeta quien, sin ser un hombre religioso desde el punto de vista ortodoxo, no podía evitar ver cualquier problema desde un punto de vista trascendental.
De ahí el carácter mesiánico del Tractatus y sus siete proposiciones apodícticas numeradas a modo de versículos bíblicos. Como todo libro esotérico, lo importante no es lo que se dice en él, sino lo que no se dice, lo que se muestra en su silencio elocuente, como queda enunciado en el prólogo de 1918, en donde se alerta al lector de que lo que tiene entre sus manos no es un manual académico al uso, kein Lehrbuch, y en esa aclaración 6.522 en donde se expresa la existencia de algo que se muestra, lo místico, y sobre lo que no puede hablarse.
En este sentido, la última proposición que impone de forma taxativa el silencio, «de lo que no se puede hablar, hay que callar», no debe considerarse de forma simplificada como una mera crítica del lenguaje influida por el neopositivismo lógico del Círculo de Viena ni por la revuelta antimetafísica preconizada por Bertrand Russel, Alfred Whitehead y George Edward Moore. El giro lingüístico de Wittgenstein, en realidad, es una espiral que busca encontrar el punto de fuga de un pensamiento que se da de bruces contra las rejas de las posibilidades de enunciación. El Tractatus es la prueba que refuta todo intento de un discurso sobre el tema central del libro: el hecho inenarrable, ergo incomprensible, de que exista el mundo.
Para que el lector no olvide la naturaleza enigmática del libro que tiene entre manos —recordándole que el misterio es un juego en el que un guía va revelando a los participantes las reglas—, inserta la aclaración 6.54 en donde aclara que el propio Tractatus, con sus especulaciones abstractas y sus frases sin sentido, unsinnig, viola la máxima de hablar solo del «hecho real» y cae en la propia trampa que ha ido tendiendo, de forma consciente, en las proposiciones anteriores: «Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo: que quien me comprende acaba por reconocer que son sinsentidos, siempre que el que comprenda haya salido a través de ellas fuera de ellas. (Debe, pues, por así decirlo, tirar la escalera después de haber subido). Debe superar estas proposiciones; entonces tiene la justa visión del mundo».
«Dígales que mi vida ha sido maravillosa». ¿Qué significa ese mensaje misterioso, balbuceado en el tránsito de la muerte?
A través de ellas, fuera de ellas, subiendo por los siete peldaños como lo hiciera la mística Marguerite Porete en su ascensión a la montaña del amado, emulando los treinta escalones al Paraíso de san Juan Clímaco o aquella otra escala que Jacob vislumbró en sueños, o, tan siquiera, anticipándose a la escalera ingrávida hacia la luna que aparece en el cuadro de Georgia O’Keeffe, Wittgenstein finaliza su obra mostrando el lugar del más allá al que no llega su palabra, aunque el pensamiento lo vislumbre en la lejanía, en el justo pliegue de su desvanecimiento. De ahí la impotencia, de ahí la furia característica del profeta al saberse clarividente de una realidad que nunca llegará a poseer del todo. El Wittgenstein que amenaza al filósofo Karl Popper con el atizador de la chimenea en aquella velada inolvidable de 1946 en el King’s College de Cambridge, retándole a que le nombre un solo ejemplo de una regla moral, o aquel otro que propina una bofetada al alumno de Trattenbach por un error matemático, haciéndole caer al suelo inconsciente, es el mismo Wittgenstein que, en la intimidad de sus exilios autoimpuestos, confiesa en sus diarios la frustración de saberse atrapado por el propio cazamoscas: «Mi Libro […] contiene, junto a buenos y verdaderos fragmentos, también otros kitsch; es decir, lugares en los que he tapado huecos con mi propio estilo».
El corazón recorta a su antojo las propias máscaras, escribe el pensador. Aquella que más se ajuste al misterio de Wittgenstein se encuentra a bordo de la corbeta Goplana, patrullando el río Weichsel durante la Primera Guerra Mundial e iluminando con un reflector las orillas en busca de sombras que se dejen cegar por aquel resplandor. Capturando moscas… La probabilidad de una muerte inminente ha superado, finalmente, la tentación del suicidio. En las intermitencias del miedo, enemistado con toda la tripulación, Wittgenstein se refugia en esos primeros diarios de 1914-1916 en donde va depositando las ideas seminales del Tractatus: «No puedo orientar los acontecimientos del mundo de acuerdo a mi voluntad, soy totalmente impotente. Solo renunciando a influir sobre los acontecimientos del mundo, podré independizarme de él —y, en cierto sentido, dominarlo—».
Puede que en esos apuntes tempranos se encuentre la clave para descifrar el último enigma que nos plantea el filósofo: «Dígales que mi vida ha sido maravillosa». Si tal vez una vida maravillosa consista en el propio acto de maravillarse por el hecho mismo de saberse vivo, de sentirse en el mundo por razones totalmente independientes a la voluntad. Como todo misterio, nunca lo sabremos, el silencio lo envuelve y lo protege.