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El maravilloso circo de los hermanos Graham

Guillermo Almada

Cuando El Maravilloso Circo de los Hermanos Graham llegó al barrio se armó un revuelo enorme. Los demás circos que llegaban elegían otros barrios más pomposos, o con terrenos más amplios. Era la primera vez que un evento de esa magnitud se afincaba dentro de los límites de mi barrio. Los afiches de propaganda distribuidos en las calles eran viejos o engañosos, porque en ellos se veía como imagen central a la elefanta Tiny, que había muerto diez años atrás, con el agravante de que esta noticia había salido oportunamente publicada en el diario. Lo cierto era que ya no poseía ningún animal, lo que le permitía ahorrar, además del gasto en medicamentos y comida, el costo salarial de las écuyéres, domadores y cuidadores. El fuerte del Circo de los Hermanos Graham consistía en los malabaristas, trapecistas y acróbatas, con su destreza corporal y coreografías, creando un lenguaje escénico con códigos propios para mostrar sus habilidades de ciudad en ciudad.

Le avisé a Nora para que fuéramos juntos a ver la función, que muy reticente me dijo que no le gustaba ese rejunte de personajes misteriosos viajando por todas partes tapados de maquillaje y ropas que a las luces del show se veían esplendorosas, mientras que al sol eran viejos trapos desbordados en lentejuelas mal pegadas. Su definición no era errada, aunque mi curiosidad tenía un tamaño descomunal, pero soy de esas personas que se sienten unos mequetrefes asistiendo solos a un espectáculo, con mayor razón si éste es familiar, así que le insistí para que me acompañara y tuve la suerte de saber convencerla, en consecuencia ese sábado fuimos juntos a la primera función del Maravilloso Circo de los Hermanos Graham.

¿Por qué no le dijiste al calígrafo? Fue la pregunta de Nora mientras nos acomodábamos en los asientos de la platea que había comprado a un precio preferencial por ser anticipadas. Le dije, pero no quiso venir, argumentó que detestaba el comportamiento errático de los saltimbanquis y el carácter itinerante de los artistas circenses.

Las luces comenzaron a bajarse de a poco y no sé si fue el traje rojo del presentador, pero algo me hizo regresar a mis años de infancia, una noche en que mi padre me llevó a mi primera función de circo. Me asustaba el maquillaje de los payasos y me tapaba la cara cada vez que se me acercaban, y como vieron eso, lo hacían compulsivamente, mi padre, lejos de contenerme me reprendía delante de todos tratándome como a un cobarde miedoso, en eso la voz de Nora interrumpió mi recuerdo. ¿Estás bien? Te hablo y no respondés. Me dijo

-Perdoname. Me distraje con unos recuerdos. ¿Qué me decías?-

-Que este circo en vez de mago trajo una maga –me dijo Nora señalándola con el dedo. En ese momento ella se volvió y nos vio mirándola. La verdad es que era hermosísima. Cuando el desfile de artistas giró ante nosotros por la pista circular pude observar que la maga me dedicaba una sugestiva sonrisa. Enfundada en un traje vinílico ajustado, color negro, y una larguísima capa con capucha, cubriéndole parte del rostro, que ella movía con total maestría, y unos zapatos con unos tacos muy finos y extremadamente altos. Se veía inalcanzable, pero desde ese momento se convirtió en mi obsesión. Las luces le iluminaron la cara y pude ver unos ojos muy delineados y una boca, de labios carnosos, absolutamente roja, sobre una piel en extremo blanca.

Los números se sucedían de a uno en vez y yo desesperaba por ver a la maga, hasta que el maestro de pista la presentó: -¡Señoras y señores! La noche, que es una dama misteriosa y exigente, nos invita a recorrerla con todos sus misterios y conjuros. Y para seducirnos con su encanto se ha vuelto mujer y nos visita. ¡Con ustedes, la maga Nébula, la dama de la noche! A esa altura las luces habían creado un ambiente exquisito, la música acompañaba cada uno de los movimientos armónicos y acompasados de la chica. En realidad parecía una bella danza coreografiada en donde el suave contoneo de la maga nos transportaba a un mundo desconocido pero que nos incitaba a descubrir. Creo que mi embelesamiento se notaba sobremanera porque Nora nuevamente me zamarreaba del brazo para que reaccionara.

-¡Hey! ¿Escuchaste? Pidió un voluntario. ¡Andá vos! -me dijo, como quien recomienda a un ser querido que no pierda la oportunidad de su vida. Sin pensarlo mucho y confiado en que el concejo de Nora no podía perjudicarme de ninguna manera me paré de mi silla y caminé la distancia que nos separaba de la maga sin dejar de mirarla.

-¿Alguna vez lo han hipnotizado, señor? –Preguntó con su dulce voz y una sonrisa gigantesca.

-No. Nunca – respondí ya casi sin dominio de mi persona. De cerca había descubierto el verde de sus ojos, que enmarcados en su palidez, que a su vez se resolvía en el negro de su cabello concluyendo sobre la frente con un flequillo desparejo, ejecutaban sobre mi voluntad una dominación de conjuro y encanto maléfico. De pronto, y ya parados ambos frente a frente, nos envolvió con su capa, y en el mismo ademán nos besamos. Sentí que girábamos, sus dedos enredándose en mi pelo y mis manos, tímidas y temblorosas, iniciaron un recorrido lento y sensual sobre las formas de su cuerpo. Ella me repetía al oído “ámame y recórreme, en este momento soy solamente tuya”, una y otra vez con distintos tonos ablativos, y parecía que entraba en mi cabeza una generosa inyección de dopamina. Me sentía el rey del mundo, invencible, superpoderoso. Prácticamente le arranqué la ropa en el momento en que esa oscuridad que nos rodeaba comenzaba a iluminarse con esas pequeñitas luces centelleantes que giraban incesantemente alrededor nuestro. Y la amé, al compás de la música de la banda del circo, al ritmo de su cuerpo, con el compás impropio de lo obsceno, sin importarme que hubieran niños mirándonos, o que todos los que vieran, comentaran luego por el barrio. La amé hasta la obstinación, hasta el desengaño. Con lágrimas en los ojos levanté la cabeza y me sorprendió la euforia de los aplausos del público. Nora me miraba fijo. Yo me sentía avergonzado y no entendía lo que estaba pasando, silencioso me senté en mi lugar y al finalizar la función hice todo lo que estuvo a mi alcance para salir primero, sin ser visto. Terminamos la noche, con Nora, en un café de calle 9 de julio.

-¿Hice el ridículo? –le pregunté a Norita, sabiendo que no sería capaz de mentirme nunca.

-No y sí –dijo ella –hiciste algunos movimientos raros pero yo no diría que fueran ridículos.

-Me siento un botarate con lo que hice –me confesé, y le conté la experiencia que había tenido con Nébula, la Dama de la noche. Nora se rió a carcajadas, casi no podía hablar de la risa, hasta que por fin pudo articular una frase para decirme “ella dijo que estaba haciéndote bailar como un mono, la verdad es que me divertí mucho”

-Creo que va a ser la última vez que vea un número de magia. Es idiota pagar para que te mientan –le declaré a mi amiga, sensiblemente molesto con lo que me había pasado, y la vi que estaba mirando por encima de mí. En ese preciso instante escuché la voz de la maga replicando a mi espalda: “La magia no te miente, te hace creer, como el amor, que también es un hechizo” Nora se paró y la invitó a que nos acompañara.

Todos terminamos nuestros respectivos cafés en silencio, sin embargo las miradas se cruzaban de uno a otro, y en cada una de ellas, tal como si fuesen palomas mensajeras telepáticas, viajaba un mensaje que cada uno interpretaba conforme sus deseos, luego Nora se fue. Nébula y yo caminamos despacio hasta su tráiler. La noche, que es una dama misteriosa y exigente, nos invitó a recorrerla con todos sus misterios y conjuros. Y para seducirnos con su encanto se volvió mujer…

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