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El lugar donde nace el sol

Andrés Canedo / Bolivia.

Estamos en Chichiriviche, que es parte del Estado Falcón de Venezuela, y hemos llegado desde Mérida, la encantadora ciudad universitaria enclavada en su hermosa serranía, donde cumplimos 5 meses de funciones desde que empezó la gira, a veces dos o tres por día, con el grupo de teatro. Es el año 1971 y estamos aquí, en este insospechado paraíso, aprestándonos a vivir las primeras y únicas vacaciones, gracias a la pinta del Geta Lloret, el actor que entre sus personajes, tiene al del Che Guevara, y que por guapo arrasa con las mujeres, por donde pasamos. Pero esta vez, la buena suerte se repartió para todos, pues tomamos vacaciones los siete de este grupo, en el que Carlos Converso y yo, somos casados, o sea tenemos bellas mujeres que nos aman; Carlos a María Esther, yo, a Rose Marie. Los otros del grupo, bien o mal se las arreglan para conseguir amores fugaces de vez en cuando, menos el negro Morán, al que tímido y verdaderamente proletario, debemos acuotarnos, o sea contribuir con una pequeña suma de dinero, para pagarle alguna puta en la que desahogue sus fuegos reprimidos, como lo hicimos hace poco en Medellín. Esta vez, la buena fortuna de Lloret, fue dar con la hermosa hija de una familia de millonarios venezolanos y ella, para agradecer los paroxismos hormonales a los que el Geta la sometió, nos brindó la llave de una de las casas de su familia (y los datos del cuidador para que no nos vayan a creer ladrones), una verdadera residencia, aquí, en Chichiriviche, que es un pueblo mínimo, muy pequeño, posiblemente integrado por pescadores, y nada más. Claro, hay algunas otras mansiones de gente rica, cerradas en esta época del año.

Aquí estamos, ante un mar maravillosamente azul, el Caribe o Mar de las Antillas, al que Nicolás Guillén canta en sus poemas. Talvez, sólo el Mediterráneo, que conocería después, es igualmente azul y bello. La casa, tiene varios dormitorios, que son más que suficientes, para que nosotros, los actores del teatro Trotea, durmamos como príncipes en camas de verdad, y no, como la mayoría de las veces en las distintas ciudades del continente, en el suelo y en bolsas para dormir, uno al lado del otro, en algún lugar que pudimos conseguir. Claro que ya en Mérida había mejorado nuestra suerte, y la Universidad local nos alojó en una de sus residencias transitorias, donde en cuchetas de dos pisos, nuestros cuerpos agradecieron la suavidad de nubes del colchón correspondiente. Pero aquí es más, mucho más. Hay en la casa, un amplio pabellón donde están guardados un bote con motor fuera de borda y un velero para una sola persona, bote de vela de una sola mano, creo que así se llaman, en el que deslumbra su vela blanca. El primer día, Lloret, el intrépido, sacó el bote con motor, y ahí, cerca de la playa se puso a hacerlo girar abruptamente a gran velocidad, logrando que el motor se le cayera al agua. Era poquísima la profundidad, y entre varios de los hombres, logramos recuperarlo, volver a montarlo en el bote, pero, desde luego, el motor ya no funcionaba. Lloret se apesadumbró durante algunas horas por su mala acción, y nos pidió a todos, muy poco creyentes en divinidades o fuerzas superiores, que rogáramos para que el motor, con el correr de los días, volviera a funcionar. Pero al día siguiente, el implacable Geta, sacó el velero y se puso a hacer unas travesías cuidadosas, cerca de la vivienda. Frente a nosotros, en el mar, hay una isla absolutamente blanca, que imaginamos está formada de corales. Parece muy cercana y su visión es hipnótica, como la de una bella mujer llena de promesas de fuego. Lloret nos ve el deseo en el alma y propone: “Podemos ir a la isla en el velero, uno por vez, que irá sentado en el casco. Supongo que no deben ser más de diez o quince minutos de travesía”. Claro, todos dijimos que sí, el día recién comenzaba y había tiempo para todo. Así, cruzamos hasta la isla de coral, totalmente deshabitada y casi sin vegetación, que una vez allí revelaba su naturaleza hosca, poco hospitalaria.

Allí estábamos, los siete, quemándonos con el sol impiadoso, y vimos que de pronto el cielo se oscureció, que se venía una tormenta, y que lo único prudente sería regresar a tierra firme, a Chichiriviche. Ya lo sabíamos, claro, que las tormentas en el Caribe son repentinas, de manera que sólo quedaba volver, todos juntos, de la manera que fuese posible. Los seis restantes nos ubicamos sobre el casco, el velero se hundió hasta tener el agua en el borde superior mismo, sin embargo, así flotaba y así nos lanzamos de regreso. Empezó la lluvia feroz, el mar se embraveció y una ola más grande que las otras, nos volcó en medio de la inmensidad líquida y azul. La vela se mojó, pero con el esfuerzo colectivo, logramos poner el bote de pie. El susto había sido grande, pero se impuso la necesidad de superar el percance. Sólo las dos mujeres irían sobre el casco, los otros iríamos agarrados del mismo, haciéndonos arrastrar, con el pensamiento ya hundiéndose en el terreno de la tragedia, con la imaginación creando algún tiburón que nos arrancaría las piernas sumergidas en el agua, y por qué no, la vida misma. El rostro de Rose Marie, me miraba con esbozos de terror, porque seguramente estaba pensando lo mismo que yo o todos los demás. No hubo tiburón, sino de pronto, una sirena estridente que nos hizo ver un gigantesco barco petrolero que parecía venir directo a aplastarnos y que pasó a pocos metros. La corriente que originaban las hélices en la popa del buque, volcó nuevamente el velero, y otra vez, la acción coordinada de ponerlo en pie, de subir a las dos chicas al casco, y a seguir navegando, esperando que los minutos eternos nos permitieran llegar a tierra. Ya cerca de la costa, algunos se lanzaron a nadar para llegar antes. Al fin estábamos en casa, en nuestra casa en Chichiriviche, que significa “el lugar donde nace el sol”, en idioma caribe. Algunos nos abrazamos ya en la playa misma, y yo sentí, pegado a mi pecho y golpeándolo, el corazón agitado de Rose Marie, como si en código morse dijera mi nombre. La vela del velero secó bien y este quedó impoluto, aunque el motor del bote no arrancó. Decidimos portarnos bien, no volver a tentar al destino.

Al día siguiente, un enorme y lujoso yate, se detuvo frente a la casa, donde la profundidad del mar se lo permitía, y de allí bajaron dos personas, una mujer y un hombre, con atavío de marineros ricos: él una chaqueta azul de capitán, ella, una polera a rayas como la de los marinos. Se acercaron a nosotros y nos preguntaron por la familia propietaria de la casa. Les respondimos que sólo estábamos nosotros, que éramos sus invitados. En la simpleza de las vestimentas costeñas, quizá no se percibía nuestro estatus social de manera, que a algunos de nosotros nos invitaron a dar un corto recorrido en el yate. Fuimos el Geta, María Esther, Rose Marie y yo. Geta y yo éramos los dos doctores del grupo (habíamos terminado la carrera de medicina algunos meses antes, de manera que esa nuestra condición sí era legítima). El yate tenía todos los lujos que habíamos visto en algunas películas, era, realmente deslumbrante. Otros dos pares de parejas eran invitados de los dueños, y respondían estrictamente, a sus condiciones económicas y sociales. Allí nos invitaron whisky y algunos alimentos para picar, que tratamos de beber y comer con toda dignidad. Por algo, éramos actores. Pero además, el comer, salames y canapés, nos parecía una maravilla, ya que todos esos días en Chichiriviche, nos habíamos alimentado exclusivamente de cocos, aunque a veces agregábamos una lata grande de sardinas. La dieta de cocos respondía un poco a la pobreza general de la troupe y otro tanto a la desidia. El capitán del yate, generoso y didáctico, nos enseñó, por ejemplo, que donde el agua era más azul, el mar era más profundo, y que cuando se volvía de verde claro, era muy pandito, es decir, que en esas zonas el yate podría encallar. Al cabo de una hora o algo así, nos dejaron de vuelta en casa y se fueron muy sonrientes y gentiles. Supusimos, sin mucho rigor de pensamiento, que nos habíamos desempeñando correctamente, que no habíamos revelado nuestra condición de actores pobres e itinerantes.

Al otro día, entre otras cosas atrapamos una medusa que la dejamos en interior de un balde sin agua, y que cuando regresamos a verla era apenas un montoncito de líquido en el fondo del recipiente. El día era bello, y nuestros cuerpos bronceados con una perfección que sólo logra la gente de mar, se volvían atractivos. Estábamos con Rose Marie chapoteando en el mar poco profundo, nos miramos, y descubrimos la llama inconfundible del deseo en nuestras miradas. Allí, sin temor a peces carniceros de ninguna especie, nos hicimos el amor dentro del agua, en una apoteosis de belleza que nos nutrió de luz y de momentánea clarividencia. Al día siguiente partimos de Chichiriviche, todos admirados de nuestros espléndidos bronceados y comprobando con asombro, que transpirábamos una especie de aceite en vez de sudor, de tanto coco que habíamos comido durante aquellos días.

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