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El Liberalismo y los Descontentos, de Fukuyama

Wim Kamerbeek Romero

Para entender a Fukuyama, es necesario hacer un breve repaso de las ideas que propone a lo largo de sus obras. Se cree que el “Fin de la Historia y el último Hombre (1992) es el anuncio de un mundo libre de conflictos en el que el liberalismo, después de la Guerra Fría, se ha impuesto al socialismo y que, por tanto, el Fin de la Historia equivale al fin de las ideologías. Fukuyama postula a la Historia en un sentido “hegeliano”, es decir, un marco conceptual en el que los valores de la democracia liberal (“libertad”, “justicia”, “derechos humanos”) se han convertido en un consenso mundial, o bien, la caída del Muro de Berlín en 1989 es para Fukuyama lo que la derrota de Napoleón en 1806 es para Hegel. O sea, la expansión de ciertos valores que van acompañados de un Estado, en este caso, democrático y liberal. El Fin de la Historia de Fukuyama no es una conclusión, sino un proceso evolutivo que tiene dos fundamentos: la ciencia moderna y la lucha por el reconocimiento. La Historia, entonces, va en dirección hacia la democracia liberal, porque la ciencia moderna habría conducido a la humanidad hacia el bienestar a través del capitalismo y, lo que funda a las sociedades modernas es el deseo de los seres humanos a ser reconocidos y respetados. Si la fuente de inspiración para Francis Fukuyama es Hegel, la historia se movería en grandes concepciones unificadores del mundo que se enfrentan. “En todo caso, para Fukuyama el motor de la historia es la lucha de las ideologías.

En “Los Orígenes del Orden Político” (2011) y “Orden y Decadencia de la Política” (2014), Fukuyama entiende que la más alta creación de la humanidad es el Estado, porque sus bases son la cooperación, a través del altruismo y el parentesco, la abstracción, que como la religión puede dar cohesión social, que los humanos tienden a cumplir normas y el reconocimiento que se convierte en legitimidad y autoridad política, a diferencia de Hobbes y Locke, y el miedo. Además, es importante la referencia al “Espíritu”, una herencia cultural que define la consolidación de un Estado, oponiendo “cultura” al concepto marxista “clase”. Tercero, Fukuyama explica que, en situaciones críticas, los seres humanos toman decisiones que cambian a los Estados, a pesar del Espíritu. Es decir, ya no se trataría tanto de la democracia liberal, sino del Estado moderno, para el que no encontraría alternativa, y para el que se requieren 3 condiciones: un Estado fuerte que garantiza orden, propiedad privada y defensa, el imperio de la Ley que pone límites al Estado, y la rendición de cuentas. En base a un análisis que parte en China, 30.000 años atrás, Fukuyama llega a la conclusión de que cuando la democracia precede a la construcción estatal, esta generalmente fracasa, mientras que la democracia es exitosa cuando los países heredan instituciones o bien, un Estado moderno, como Inglaterra o Países Bajos a partir de 1700. 

Por tanto, el pensamiento de Fukuyama se desplaza desde una aparente lucha de ideologías como metarrelatos, hacia la construcción de los Estados, en la que demuestra que a veces se da prioridad a la construcción nacional sobre la estatal, como el caso de los países colonizados en África, y otras veces a lo meritocrático por sobre lo democrático, que entiende como una amplia participación popular.

Pero “El Liberalismo y sus Desencantados” es una denuncia contra deformaciones del liberalismo clásico como el neoliberalismo y la política identitaria. El autor hace un llamado constante a la moderación, dado que el neoliberalismo sería una individualización extrema que amenaza a la cohesión social, que se concentra demasiado en el antiestatismo y no en lo social. Pero es también una crítica más cercana a lo conservador o romántico, olvida que la democracia liberal no está debilitada por el énfasis en el individuo, sino por el énfasis en el voto y no en la participación constante de lo social en lo público, que afecta la confianza política. Si bien Fukuyama tiene argumentos contra lo que se ha denominado “libertarismo” (por ejemplo, que el excesivo énfasis en los derechos de propiedad, el bienestar de consumidores, tienen resultados ambiguos y que no garantizan per se orden público), el neoliberalismo no es una categoría analítica, y las economías de mercado han seguido caminos exitosos que no solo son los propuestos por el libertarismo, aunque considera a esta teoría como incompleta.

El libro obvia a los populismos de derecha, los de izquierda o aquellos que nacen de la izquierda que, aunque no tengan el alcance de la democracia liberal, no dejan de ser espacios en el espectro ideológico y oposiciones al liberalismo. Aunque el autor se enfoca en el neoliberalismo y en la política identitaria, el segundo no nace del liberalismo (la política de la identidad no es producto del individualismo). El libro continúa el análisis propuesto en “Identidad. La demanda de dignidad y las políticas del resentimiento” (2019), en el que parte del “thymos”: el deseo de reconocimiento de la dignidad, que aparece en la Grecia Clásica, se amplía por Lutero en el siglo XVI con la distinción entre un “yo” interior y uno frente a la sociedad, y luego la Revolución Francesa y la Revolución estadounidense, con la creación del Código Civil y una administración pública moderna, y la institucionalización de la democracia y el principio de igualdad política, respectivamente. Para Fukuyama, aunque acepta como legítimas las demandas en, por ejemplo, la Primavera Árabe, el movimiento #MeToo o Black Lives Matter, considera por otro lado que cada vez existen más de aquellos que creen que la sociedad no reconocería la dignidad interior, y esto causa las demandas de dignidad y las políticas de resentimiento, entre las que está, entre otros, Trump y el viraje del Partido Republicano. En 2022, el autor sostiene que lo identitario estaría afectando a las democracias liberales en dos vías: una, la creencia en la soberanía del individuo que no conduciría a la solidaridad -necesaria para una política liberal en general- y otra, en la que el individuo no considera estar influido por su yo soberano, sino por “fuerzas externas”, como el patriarcado o el racismo. No es que Fukuyama niegue ambos problemas ni que los minimice, sino que el liberalismo que se enfoca demasiado en fuerzas externas, termina inevitablemente siendo neutral, además sobreestimando la racionalidad humana, por tanto, el liberalismo volvería yéndose hacia sí mismo.

Los principios liberales que el autor propone, parten del hecho que una sociedad liberal funciona siempre que haya niveles altos de confianza en el gobierno, que para esto necesita cumplir funciones públicas esenciales -como las descritas en los libros de 2011 y 2014, a las que suma esta vez la privacidad y la libertad de expresión-, por tanto, el tamaño del Estado no es tan importante como su eficiencia y calidad. Y en el razonamiento de Fukuyama, el terreno es propicio para los populismos, que ponen en duda justamente las instituciones. Pero digamos que lejos de rescatar al liberalismo clásico, hoy es necesario pensar su relación con las identidades políticas, en vez de desecharlas.

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