Olga Amaris Duarte
El acto simbólico del lavado de pies implica liberar el resto del cuerpo de los caminos fallidos y de las decisiones erróneas. Los pies que yerran se limpian de las piedras con las que tropezaron y del lodo atravesado en las encrucijadas del pasado. El lavado de pies exige que alguien se arrodille para llegar a la altura de las suelas del otro. Es un gesto de humildad, pero también de benévola hospitalidad. En «La odisea» se muestra a la fiel nodriza Euriclea inclinándose para lavar los pies del extranjero que acaba de llegar a casa de Penélope trayendo un aroma extrañamente conocido. Por los pies descubre la anciana que aquel a quien lava no es el huésped, sino el anfitrión.
De igual manera, en el Evangelio de Juan se relata cómo Jesús se desviste de su manto y se arrodilla la noche antes de Pascua frente a sus discípulos para lavarles los pies con agua, en un sacramento que volverá a repetirse más tarde por medio de la sangre. En esa escena, quien preside el lavatorio pronuncia una enigmática frase: “El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio” (Juan 13.10)… Una frase que encierra el gran misterio de la revelación… No apta, por inexplicable, para quienes buscamos razones….