No soy mucho de leer literatura contemporánea y conozco poco de lo que se produce en la actualidad. A lo mucho Rosa Montero, Javier Marías, Laura Restrepo, Mario Vargas Llosa y tal vez alguno más que se me esté olvidando. Pero desde hace un tiempo mi Twitter se fue llenando de elogios dirigidos a la joven escritora española Irene Vallejo, todos referidos a su ensayo histórico titulado El infinito en un junco: La invención de los libros en el mundo antiguo (Siruela, 2019), obra que ya cosechó varios premios en varios países; entonces mi curiosidad le ganó a mi preferencia —casi invencible— de ver hacia atrás para elegir lecturas y a mi promesa de no comprar más libros por un buen tiempo, y terminé adquiriendo el libro de Vallejo.
El infinito en un junco llegó a mis manos como un bálsamo en un momento de duelo para mí: cuando un periódico boliviano crítico, que además tenía un suplemento de letras de primer nivel (donde además escribía asiduamente sobre libros y arte), dejaba de existir debido a una asfixia económica y un hostigamiento político. Entonces las letras de Vallejo, consoladoras como las de todo buen libro, me retrotrajeron al ambiente del mundo antiguo, cuando nacía el libro como herramienta de perpetuación de la oralidad literaria y, como ella dice, muchas cosas sucedían por primera vez.
En esta obra, Vallejo lleva a su lector hacia una recapitulación histórica sobre los hechos que dieron origen a los libros, las bibliotecas y la lectura como forma de vida; en sus páginas, el papiro, aquella planta acuática de las riberas del Nilo, cobra nuevamente actualidad. Además, la autora otorga el aperitivo de experiencias propias que vivió desde niña, como lectora y amante del papel impreso, lo cual confiere al texto una amenidad que rompe el rigor histórico al que la autora se ciñe en todos los momentos en que refiere la crónica de los libros como tal.
Con esta obra, Vallejo conquista un mundo en el que las democracias comienzan a debilitarse (nuevamente), los ecos del autoritarismo se empiezan a escuchar cada vez más e irrumpe la inteligencia artificial. Es que el libro es siempre una fortaleza que resiste a los tiempos de irracionalidad y desorden, como los que vivimos hoy. Y, además, como propone la autora, es realmente una tentativa por alcanzar lo eterno, lo inmortal. Por perpetuar la esencia de lo humano y lo que las personas creen que es lo divino. Es el infinito —o al menos un ensayo de él— plasmado en la realidad y uno de los pocos inventos del hombre —como la rueda, el bolígrafo o la cama— que probablemente no sucumban a los nuevos artilugios tecnológicos que aquel vaya inventando para seguir saciando sus necesidades.
Según narra la autora, la Biblioteca de Alejandría (donde tuve el privilegio de estar entre 2017 y 2018), que rivalizaba con la de Pérgamo, tenía el objetivo desbordante de acumular todo el acervo literario universal y tuvo a Aristófanes de Bizancio, erudito y lector impenitente, como su director. Ahora bien, si pensamos en todo el caudal de pensamiento que hasta hoy el ser humano ha plasmado en papel y publicado en forma de libro, ¿sería para alguna biblioteca posible reunirlo? Por supuesto que no. La producción literaria ya es un leviatán que, además —y para bien de los amantes de la literatura—, sigue creciendo día a día. El libro, aquel objeto pequeño, inofensivo y pacífico, aquel puñado de hojas impresas, ha resultado ser más rebelde que cualquier ideología política, más resistente que el roble y luminoso como el sol, tanto como para seguir intacto y rutilante luego de tantos siglos de vida.
El infinito en un junco está escrito como todos los buenos ensayos; es decir, con el lenguaje que Ortega y Gasset aconsejaba utilizar a los pensadores: una prosa clara, limpia y amena. No solo todo amante de los libros, sino todo buen ciudadano debería leer esta obra, no únicamente por el contenido literal que posee, ya de por sí valioso y revelador, sino también por los mensajes implícitos que irradia. Es que leyéndolo uno reflexiona sobre varios otros aspectos relativos a la vida humana y la historia de los libros, tales como la democracia, el sentido de la trascendencia, el periodismo, la ficción en la realidad, el valor del testimonio escrito, la libertad y la facultad de raciocinio con que cuenta Homo sapiens.
¿Qué harías tú, lector, en un mundo sin libros? ¿Hubiese sido sufrible la vida sin aquellos pequeños amigos cuyo antecedente más remoto fue el papiro de Egipto?
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario