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El guerrillero

Márcia Batista Ramos

Allí, estaba el hombre sentado en su silla mecedora aceptando la angustia de las horas derrochadas, estaba mirando la tarde que se perdía en el horizonte. Recordó que cuando era joven, nunca se interesaba por ver el sol acostarse en la lejanía. Estaba ocupado en mejorar el planeta y luchar por la igualdad de los pueblos a través de la lucha armada en regiones del tercer mundo e impulsar la instalación de focos guerrilleros en América Latina.

Su figura delgada, siquiera parecía ser un contenedor suficiente para tantos recuerdos. Los años de lucha en diferentes latitudes en búsqueda del triunfo de la revolución, tuvieron un costo muy elevado en vidas humanas. Vio a tantos muertos. Causó tantas muertes. Perdió algo cada día, seguro de que la lucha armada era el único camino que garantizaría la existencia de un mundo mejor.

Muchos de los muertos eran jóvenes campesinos que apenas, habían comenzado sus vidas y fueron atrapados por palabras, sólo palabras con una ligera carga de esperanza. Todo en vano. Nunca conocieron la victoria, apenas, perdieron la fe en Dios y aprendieron a escupir a la cara de la muerte que llegaba en la bala de un fusil o en un cuchillo afilado en la emboscada. ¡Pobres chicos! Se desangraron en la floresta. Tuvieron una cueva rasa para que las aves de rapiña no delaten la ubicación de los demás.

La brisa fresca que envolvía la tarde, trajo un olor a sangre. El hombre sintió una crispación en la piel, desde el pie hasta el cuero cabelludo. En un gesto instintivo, buscó el fusil que no reposaba a lado de la silla, buscó una pistola fantasma alrededor de la cintura. Al percibir la mano vacía, sin un arma que lo defienda, tembló.  Sonrió con la boca chueca y miró firme al horizonte, queriendo distinguir el bulto de la muerte que se aproximaba con su olor nauseabundo de sangre. Recordó a su madre y su niñez olvidada en una calle empedrada. Susurró:

  – ¡Abre tus puertas Dios! Es llegada la hora de mi muerte.

Como en un pase de magia la brisa hedionda se fue dejando un rastro de flores. En el horizonte el sol se acurrucó y la claridad dio paso a la noche que se acercó al hombre y murmuró a su oído:

-La muerte te manda un encargo, dice que no hay Dios que te reciba, ni flor que pueda brotar en tu tumba.

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