Sandro D. Velarde Vargas
Ahora me acuerdo de este silencio en las calles. Creo que era julio de 1980 todos aparecieron en la casa temprano, han debido ser las siete de la noche, el conventillo en el cual la familia de mi padre y de mi madre habitábamos, de repente se llenó de gente, nunca antes los había visto a todos juntos; nosotros con mis abuelos y mis tíos ocupábamos un cuarto grande que daba al patio empedrado con hileras de piedras que confluían hacia el centro de una pileta seca. Para mí esa noche duró cuarenta años.
Hay toque de queda, decía uno de ellos, redoblando sus pantalones para remojar sus pies en un bañador, en el que, momentos antes, la mujer de mi hermano bañó a su bebe; los otros se acomodaron donde mejor podían ya que nuestro cuarto parecía estar más lleno que de costumbre. Mi padre no había llegado todavía; esa noche dijo que lo habían agarrado con su escamadora de lana de oveja. Era colchonero.
El cuarto tenía cinco camas de fierro grandes, donde dormían mis tíos y sus mujeres y cuatro pequeñas en las cuales hacían dormir a los niños. Al fondo, a modo de cortina, sostenida por un cordel se descolgaba una manta vieja, cerca de la ventana que daba a la calle, mi primo y yo teníamos nuestra cuja, donde cada noche nos las arreglábamos para dormir; él con la cabeza arriba y yo a sus pies, nos mantenían alejados porque ya éramos adolescentes y nos dábamos cuenta de algunos gemidos de placer reprimidos que se les escapaban a algunas parejas en la oscuridad.
Casi a la media noche llegó mi padre cargado de su cardador azul, una especie de banquito de madera en forma de ocho, con una mecedora o columpio atravesada de clavos filosos por donde ahorcajaba la lana de oveja para hacerla más esponjosa y sacarle toda la tierra que se acumuló en los colchones y ventilar el olor de los orines secos, almacenados por años, de la gente que lo contrataba.
Para entonces todos los familiares habían juntado dos camas y como mesa central pusieron una maleta de cuero encima de dos cajones de manzanas chilenas; llevaban horas chupando y riendo sin importarles que los vecinos del piso de encima esperaban a Morfeo.
-Juan qué te pasó, le dijo mi tío Jorge, levantándose de su taburete
Mi padre no estaba solo lo acompañaba un tipo gordo, seboso, de cejas pobladas y nariz aplastada, llevaba unos lentes de baquelita oscuros, a trasluz se notaba que le faltaba un ojo. Ambos también traían tufo.
-Me arrestaron al bajar de la Buenos Aires y me llevaron a la Intendencia, ahí nos hicieron trotar a palo limpio; menos mal que me encontré con mi compadre Sarabia que es retirado de las Fuerzas Armadas, él me hizo escapar, sino, hubiéramos amanecido en esa cancha que da al Parque de los Monos.
El extraño se acomodó en una esquina de la cama, el foco macilento que iluminaba la mesa reprodujo su sombra en la pared del fondo. No sé por qué, pero tenía dos sombras, una más grande que la otra, parecía Nosferatus, sombras deformes como los brazos y piernas del individuo que inspiraba miedo.
Las mujeres, apagaron las luces del otro rincón, se dispusieron a dormir en medio de las risotadas que desprendían la cal del cielo raso. Se acostaron tapándose con su ruhanas de alpaca y algunos abrigos viejos. Estanislao, mi primo, acabó rendido de sueño y yo me acosté acomodando mi almohada, lejos de sus pies para no sentir su olor a patas.
La noche se hacía larga, los borrachos caían alcoholizados uno a uno sobre las camas. Mi padre salió al baño de afuera, mi tío conversaba con Sarabia y este le extendió algunos billetes para que comprara más cerveza. De un grito mi tío Jorge despertó a Estanislao para que hable con la dueña de casa y le venda una caja de cerveza; la vieja estaba acumulando chelas para comercializarlas en el Gran Poder, sentí que los pies de mi primo se retiraban de mi nuca a tiempo de destaparme. De repente quedé profundamente dormida.
Casi al alba, sentí o creí o soñé escuchar la llegada de un camión de milicos, Caimanes les decían, reinaba un silencio sepulcral en el cuarto grande, mi primo nunca volvió a la cama, yo había quedado tullida por el sueño, como si me hubieran dado un somnífero. Al poco tiempo, aunque había amanecido, me levanté bruscamente y vi una escena espantosa. Sarabia y los otros fachos habían degollado a toda mi familia debido a que hicieron resistencia en las calles al golpe de Alberto Natusch Busch el ’79 y se organizaban clandestinamente para resistir la nueva dictadura militar que se había instalado hace pocos días. Desde esa noche el silencio me aterra.
El autor es periodista y escritor