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El feo periodismo necesario

¿Tan grave será la crisis del periodismo que alguien pudiera plantearse la posibilidad de su ausencia? A propósito de prioridades y de indispensabilidades, ¿qué de hermoso y qué de necesario tiene este oficio, hoy por hoy, en crisis?

Manuel Rivas dice tajantemente que “el periodismo (ya) no es (el oficio más) hermoso”, como lo fue en los tiempos nostálgicos, mágicos y real maravillosos de García Márquez, pero —aclara el coruñés— sí es “el más necesario”.

Si nos dieran a escoger entre lo hermoso y lo necesario, ¿con cuál nos quedaríamos? Un poeta no dudaría en responder que lo primero. Pero el que no hace poesía, probablemente, lo segundo.

Lo necesario, si es hermoso, mejor. Como cuando trabajamos: necesitamos hacerlo, y toda obligación incuba un brote de rebeldía, de aversión, pero si estás cómodo… la cosa cambia.

El periodismo, otrora “oficio más hermoso del mundo”, ya no es un lugar cómodo (¿alguna vez lo fue?). Alguien tiene que advertírselo a la multitud de obstinados que, por algún extraño fenómeno de la actualidad, aún se inscribe a esa fea carrera.

No, no significa que no merezca la pena: el periodismo es necesario, y hasta apasionante (siempre lo fue y lo sigue siendo), pero ya no es más hermoso.

¿Se puede vivir sin periodismo? ¿Es, en serio, necesario?

Estamos en la era de las telecomunicaciones, de internet y las redes sociales, del celular que nos permite enterarnos de todo sin tocarlo, simplemente acercándolo a nuestro rostro para que se desbloquee y comience a taparnos los ojos de una avalancha de información. Nunca antes en la historia la información estuvo más a tiro de tanta gente con tan poco. ¿Es realmente necesario el periodismo?

No hay que perder de vista que, viabilizado por los medios de comunicación tradicionales (radio, prensa y televisión), el periodismo logró con bastante esfuerzo consolidarse en las sociedades como un pilar clave para la democracia. Aun así está sumido en una crisis por la confluencia de varios factores, uno de los cuales le llega al corazón: si por ventura en algún momento perdiera (toda) credibilidad, esto sí podría afectarle hasta poner en duda, seriamente, su razón de existir.

Tampoco es bueno desconocer que el mundo libra una batalla sin cuartel. Por primera vez se lucha contra algo etéreo de lo que estamos al tanto —de tanto haber sido repetido—, pero no siempre comprendemos eso que supuestamente conocemos.

De pronto el enemigo es esa palabrota llamada “posverdad”, y el mejor perfilado para combatir a ese raro enemigo no es un ejército de soldados con armamento de última generación sino el feoperiodismo. (Esta sería en el nuevo siglo una vivificadora tarea para un oficio desvalorizado por varios frentes: económico, tecnológico, político, deontológico. ¿No deberían apuntar a esto más bien quienes, desde adentro, hablan de la necesidad de una “reinvención” del periodismo?).

Así es que el convocado a ir a esta guerra sui géneris es el periodismo; pero el periodismo está en crisis. ¡Qué contrasentido! La misma tecnología que le permite acceder a información casi ilimitada, ahora representa su peor amenaza. Yo no sé si la sociedad ha tomado verdadera conciencia de que sin periodismo profesional, la batalla contra la posverdad está perdida. Y que si se la pierde, la democracia se debilita.

¿Es necesario entonces el periodismo? No diremos románticamente que sí. Pero el buen y honesto periodismo garantiza la búsqueda de la verdad; y si la verdad está en los hechos, generalmente la encuentra.

La información sin remitente periodístico que circula en las redes, no garantiza eso. En otras palabras, no hay en ella la confianza y la credibilidad que es (todavía) el mayor patrimonio de los medios de comunicación tradicionales.

En una carta enviada a El País de Madrid, alguien dijo esto que a mí me pareció sabio, inteligente: “No dejaríamos que un desconocido de las redes nos hiciera la declaración de la renta, así que tampoco deberíamos permitir que sea este quien nos informe”.

Oscar Díaz Arnau es periodista y escritor.

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