Cuando tres adolescentes españolas insultaban y agredían a una pareja ecuatoriana en el metro de Madrid, en unas imágenes que corrieron por redes sociales, una persona latina, como yo, no sólo siente indignación, sino que sabe que también le podría pasar lo mismo. Nuestros cuerpos color leche con más o menos café viven en una frontera de consideración racial que, según en donde estén, pueden ser sujetos agredidos o, según quien, ser agresores.
Esas chicas blancas españolas y de case social muy baja – las delataba su manera de hablar – colocaron a esa pareja en un extremo de esa consideración racista, en la que ellas se sentían superiores y con el “derecho” a maltratar. Lo hicieron sin siquiera conocer ni reconocer a esa pareja latinoamericana. Para ellas, y muchos españoles, son iguales toda la gente ecuatoriana, peruana, boliviana, mexicana, hondureña, según qué chilena… no saben colocar esos países en el mapa y no importa porque todos son indígenas que provienen de la selva o de esa postal de un altiplano con una llama.
Les dijeron “panchitos”, que se usa más para mexicanos y ellos eran ecuatorianos; les dijeron que venían de la selva cuando seguramente llegaron de ciudades; dieron a entender que en su origen no conocían cierta tecnología, cuando podrían tener acceso a todos los elementos tecnológicos habituales a pesar de haber hecho una migración por razones económicas, también podrían ser ellos profesionales y con estudios superiores que posiblemente ellas no llegarán a tener.
Resulta interesante ver cómo en Europa, en este caso España, lo latino se nota más. Sale a luz ese origen indígena, de esa mezcla variada que llevamos, y que en una ciudad boliviana podría estar oculto o bien disimulado, aún si habitualmente entre sus amigos bolivianos le dicen “el choco”; aún si es una persona muy aseada, viste muy bien conjuntado y de marca; aún si mantiene sus modales aristocráticos criollos; aún si tiene la piel muy blanca, pero comienza a hablar y… aún si en su país de origen es también muy racista, vota sólo a partidos de derecha y les dice “salvajes” o “bestias” a gente indígena/adversaria política.
A Carlos Mesa se le ve moreno en España, a Jeanine Añez se la ve tan indígena como Evo Morales, a Luis Arce y Luis Fernando Camacho se les nota su sudamericanidad. Todas estas personas que pujan por asumir la Presidencia de Bolivia podrían sufrir una agresión en un metro español si tienen la mala suerte de toparse con gente racista.
Así pues, resulta hasta absurdo que el racismo sea uno de los temas pendientes y de mayor calado en Bolivia. Mantenemos la herencia colonial en la que un mayor o menor porcentaje de mezcla con sangre europea daba un mayor o menor derecho de ciudadanía.
Así como en España los peores trabajos, en cuanto a valoración y sueldos, están reservados para la gente migrante extranjera, espacios de los que es muy difícil salir (las excepciones son eso); en Bolivia, pese a los avances en este sentido en los últimos años, lo indígena y el racismo condiciona la clase social a la que se pertenece porque establece la actividad económica que se puede realizar, los trabajos a los que se puede acceder, así como también lo condiciona si se es hombre o mujer.
Esas tres chicas racistas españolas podrían ser agredidas en un autobús inglés o en Alemania por otros racistas. El racismo es global y los bolivianos, en general, estamos en posición racial desventajosa desde una óptica racista, por ello un racista boliviano puede sufrir una agresión racista de alguien más blanco.
El racismo no puede ser aceptado ni reproducido por su condición de global; al contrario, debe asumirse la existencia de esa discriminación y enfrentarla. Tal como el patriarcado y la violencia machista, que discrimina y subyuga, el racismo requiere soluciones. Por ello, en las propuestas en esta Bolivia que vive elecciones, se deben plantear políticas serias respecto al racismo interno. Es un tema importante, urgente y, si no les parece, mírense al espejo.