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El dictador más cool del mundo mundial

Luego de una entrevista telefónica a un dirigente político de la oposición que calificó como dictador al entonces presidente Evo Morales, el periodista, de convicción democrática y contrario al gobierno de entonces, consideró excesivo el epíteto de dictador, al tratarse de un mandatario que salió de las urnas.

Hace algunas semanas, el autor de esta columna, en un trabajo que reputaba a Sucre como el mejor presidente que tuvo Bolivia, relievó las virtudes de su homólogo José María Linares, enlodadas por su acceso al poder a través de un golpe de estado, que, pese a la rectitud de su administración, invalida cualquier otra exaltación.

Y es que no hay controversia en la posibilidad, sin duda no recomendable pero tristemente cierta, de que un gobernante favorecido por la confianza de su electorado, pero valido de ardides inmorales, se prorrogue en el poder bajo un posado respeto a los principios del Estado de derecho, que no es más que una careta de licitud. Así, una dictadura constitucional pretende mimetizarse en medio de mecanismos legales obtenidos bajo el amparo de una fingida sobriedad política que oculta más bien una voracidad incontenible por el poder. ¿Cómo se logra esto? Es cometido sencillo para los dictadores de esta ralea, pero inconcebible para los demócratas, y repugnante para el sistema: validos de su mayoría abrumadora en sus Órganos Legislativos, toman el control absoluto de los demás poderes permitiendo reelecciones no contempladas en la Constitución o indefinidas en caso de haber agotado el segundo mandato cuando éste está permitido en su sistema constitucional.

Ese es el caso del presidente Nayib Bukele, cuya inaudita aprobación en El Salvador le ha permitido autodefinirse, en tono risueño, como “el dictador más cool del mundo mundial”. Lo cierto es que entre broma y broma la verdad se asoma. A pesar de que, y ya hablando en primera persona, estando por afinidad más cerca de la línea ideológica del pintoresco Bukele que de Maduro y su comparsa latinoamericana, nunca llegaría a ser un militante de la derecha que, por su aproximación al fascismo, es casi tan desalmada como el socialismo; y aunque Bukele eventualmente goce de la aprobación ciudadana, acostumbrada a un pasado de muchos años de violencia y corrupción como suele ocurrir en nuestras frágiles democracias; aunque tenga éxito rotundo en muchas de sus políticas adoptadas; aunque esté en contra de los matrimonios igualitarios o del aborto; a pesar de que haya declarado guerra sin cuartel a las maras que siembran terror en su territorio, y pese a que defienda en general la causa de sus conciudadanos, Bukele es un dictador.

Y lo es porque los sistemas democráticos desarrollados combaten la falacia populista, y en ese contexto, haber asumido la Presidencia legalmente, con política de cero tolerancia al crimen, lo haría el presidente perfecto, pero que una gran mayoría apoye su autoritarismo no significa que tenga la razón. Por ello, y gracias a su mayoría parlamentaria, ha concentrado para sí todos los poderes, arrogándose todas las prerrogativas que en democracia deben estar repartidas en diferentes órganos, y de esta manera ordenar la irrupción execrable de milicias armadas al hemiciclo parlamentario para forzar la aprobación del presupuesto extraordinario para las Fuerzas Armadas. No sé si Bukele sea cool, pero es el patético ejemplo del gobernante despótico.

Luego, poco importa cuánto se apoye a un presidente; no tiene trascendencia que las encuestas den a un gobernante el récord de más aprobación en Latinoamérica como en el caso del citado mandatario; de todas maneras, no hay ninguna inconsistencia semántica entre el término dictador y lo que representa el gobierno de Bukele. Por tanto, no importa qué tan venerado sea, ni qué tan bien esté su país —lo que es muy discutible—; lo cierto es que ese régimen, para el cual Ortega y Maduro son dictadores, ha superado la categoría de gobierno híbrido, para situarse en el rango de dictadura.

A más de uno, toda esa semblanza de un presidente que coquetea con el fascismo y goza de una gran popularidad aun fuera de las fronteras de su país, le debe recordar el muy parecido ejercicio de otra dictadura constitucional, aunque políticamente situada en el otro lado de la vereda y que en el pasado casi inmediato gobernó Bolivia. Es que en los últimos decenios Latinoamérica está acostumbrándose a agachar la cabeza frente a esa categoría de gobernantes que parecen haber adormecido el espíritu crítico.

“El que quiera ser águila, que vuele; el que quiera ser gusano, que se arrastre, pero que no grite cuando lo pisen”. (Emiliano Zapata).

Augusto Vera Riveros es jurista y escritor

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