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El dédalo de Ciro

Le conté a Lina que por alguna razón las mujeres que tomaban la decisión de abandonarme, nunca lo hacían mirándome a los ojos, sino que esperaban a que no estuviera y me escribían una nota con un relato incierto.

La elegí a ella porque sabía que no me iba a ametrallar con consejos, como sí lo haría el árabe, pero no contaba con sus conclusiones y conjeturas.

“Siéntase responsable de lo que esas mujeres llevan en sí, porque usted las ha dotado de ello, y sea lo que fuere eso, las impulsa a seguir su camino”

Cuando tomé verdadera dimensión del peso de las palabras de Lina, entendí que ella no alcanzaba a medir la inmensidad de mi angustia, sin embargo empatizaba con las abandónicas, que era, en cierto modo, intentar comprender el vínculo.

“No se crea que abandonar es fácil. Primero hay que entender que lo que uno deja atrás está impregnado de las ilusiones de un tiempo que ya nunca volverá. Usted como víctima sufre porque se ha visto sorprendido por la decisión, se siente vulnerado. Imagínese ellas, entonces. Todo el tiempo que han debido sufrir mientras maduraban la determinación”

Me sentí en la obligación de recordarle a Lina que el lastimado era yo, que había sido dejado sin preguntarme si seguía amando o no.

“Usted se victimiza sin contemplaciones, y no ve que, sin dudas, ha sido un amante importante, ya que no han podido abandonarlo personalmente. Tenga en cuenta que estas mujeres han debido afrontar una encrucijada, lo cual las obligó a una elección y una renuncia”

Miré a Lina, no sin cierta molestia, debido a sus expresiones, y le espeté indulgente, si le parecía que yo debía festejar ser la renuncia.

“Usted ha invertido ciertos privilegios que le han sido otorgados y eso lo ha puesto en una condición desfavorable, tiene que buscar la manera de revertir ese pensamiento negativo del abandono. Además convengamos que usted, muchas veces le ha esquivado el bulto al compromiso”

“He fracasado y estoy malherido, pero lo que usted me dice, Lina, no me impulsa a tomar el toro por las astas, sino más bien a dejarme pisotear por la bestia”, me vi en la obligación de advertirle. Si acudí a usted es porque entiendo que de amores nadie sabe más.

¿Nadie le habló del dédalo de Ciro?

-¿Del qué?

Del laberinto ¿Nadie le dijo nada?

EL único laberinto que se me vino a la cabeza fue el de Los Cocos, en Córdoba. Pero si ya, lo que me decía, no tenía para mí ningún sentido, lo perdía aún más pensar en salir de la provincia. Me pidió que la acompañara. Caminamos hasta la plaza Vuratovich, y en el camino me explicó acerca de la existencia de un laberinto subterráneo, que se había hecho famoso debido a unos modestos logros terapéuticos, en otras épocas, sobre todo con unas damas que estaban a punto de declararse absolutamente irresponsables de sus actos, y tenían secuestrado a un seminarista muy bien parecido.

Llegamos a la esquina de Cafferata y 3 de febrero. Me señaló la casilla que se yergue silenciosa y me aseguró que debía entrar por allí. “Busque en el piso una tapa”, me dijo, “esa es la entrada. Baje por la escalera”. Yo entro, le respondí algo temeroso, pero ¿y la salida?

¡La salida está en Usted!

Efectivamente, en el piso había una puerta de chapa que mostraba una escalera que descendía hacia una oscuridad que se presentía infinita. Comencé a bajar. El insignificante resplandor que ingresaba por la boca de ese pozo se había perdido de vista, y aún no tenía expectativas de pisar el suelo.

Debo admitir que en más de una oportunidad pensé en regresar, pero el amor no es para los pusilánimes, y yo quería saber por qué todas me abandonaban.

Finalmente llegué al suelo, y solo vi pasillos con puertas. Cientos de pasillos con miles de puertas cada uno. Y apenas di el primer paso comenzaron a moverse y cambiar de forma y lugar. El laberinto se iba transformando a medida que lo transitaba. Y si pretendía volver sobre mis pasos, los cruces y senderos ya no eran los mismos.

De pronto vi la figura de una mujer que pasó por una esquina, quise ir hacia allá pero se transformó en una cortada y no había más esquina. Me detuve pensando si sería bueno abrir cualquier puerta o esperar la que me pareciera la correcta. Y una voz, que no pude identificar de dónde provenía me dijo en un susurro: “Nunca vas a entrar a ningún lado esperando la puerta correcta”, y volvieron a correrse las paredes transformando la estructura de los pasillos.

Caminaba sin sentido cuando me pareció ver la silueta de Marguerite. Corrí hacia ella y la tomé de la mano. Le dije: “Marguerite, sea buena, dígame dónde está la salida” Y ella me respondió “Usted es la salida” Y volvieron a moverse todos los pasillos, me soltó la mano, y no la vi más. Corrí en el sentido de las agujas del reloj, y al mirar para atrás vi a Laurel que se acercaba, y le grité que me ayudara a buscar el centro. Ella me respondió que tal vez ella era el centro, pero que yo debía encontrar la salida. A esa altura de las circunstancias ya estaba asustado y desconfiaba volver a la superficie por mis medios. Todo se movía, se transformaba constantemente. Se me ocurrió que entonces debía ir en el sentido contrario a las agujas del reloj. Ya no me interesaba abrir ninguna puerta. Solo quería volver a la superficie. Entonces corrí, intentando ganarle al movimiento de los pasillos, y me encontré con Maia, el hada. Con su luz me orientó hasta una esquina y me preguntó por qué no había abierto ninguna puerta, que tal vez esa era la salida… No supe qué contestarle, y solo le pedí que me sacara de allí. Ella me tomó de ambas manos y me pidió que cerrara los ojos, y así comenzamos a elevarnos, mientras escuchaba su voz tenue que me decía que cuando uno se pierde en un laberinto, la salida es siempre por arriba. Y de repente, me soltó… El vértigo de la caída hizo que me despertara sobresaltado en mi cama. Lina me miraba desde una silla. “¿Estaba soñando?” le pregunté.

Así, parece…    

-¿Desde cuándo?

Ah, no me fijé la hora… ¡Me voy!

-¿Se va a ir así? ¿No me va a decir nada?

Sí. Enamórese. ¡Cagón!

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