Andrés Canedo / Bolivia
Cuando empezaba mi adolescencia, solía leer biografías, noveladas o no. Así leí la de Verlaine (Rimbaud incluido), la de Tchaikovsky (Simphonie Pathétique, de Klaus Man, la de Oscar Wilde, la de Lord Byron. Byron, entre sus obras, escribió el poema El Corsario que fue todo un éxito, y que luego, Giusseppe Verdi, convirtió en ópera, con resultados no muy afortunados. Al músico Adolphe Adam, se le ocurrió convertir la historia de El Corsario en Ballet y con la ayuda de los coreógrafos Petipa y Perrot, crearon la versión que hasta ahora se baila. Resulta, entonces, que la biografía de Byron, fue una de mis primeras lecturas “serias” y que, años después, el ballet Giselle, fue el primero que vi en La Paz y que amé, con dos bailarinas argentinas, una de ellas, nuestra Norma Quintana, y con la participación de la querida bailarina boliviana, Marta Torrico. Así, estas dos iniciáticas aventuras culturales (Byron y Adam), me llenaron el corazón de sueños cuando vi, la semana pasada, que en el Teatro Colón de Buenos Aires, se presentaba El Corsario, impulsado vigorosamente, además, por el alma de bailarina de mi hija Adriana, que se encontraba conmigo en esa ciudad.
Desde el primer día intentamos conseguir entradas para ver el espectáculo, pero, como era de esperar, en aquella alicaída y esplendorosa, siempre deslumbrantemente bella ciudad de Buenos Aires, las entradas para El Corsario, estaban agotadas para toda la temporada. Es que, Buenos Aires, a pesar de sus pesares, consume cultura. Así lo comprobamos en el concierto de Jazz al que asistimos en un perdido local de barrio, invitados por mi sobrino Fabián Canedo que acababa de recibirse de bajista de rock, jazz, y otras cosas más, o en el espectáculo de tango (danza y canto) que presenciamos en un inmenso teatro de la avenida 9 de Julio. Todo lleno, sin que sobrara un espacio, como si el dinero abundara. Así lo comprobamos también, en la pareja joven de un sexto piso frente al nuestro, que en las mañanas temprano salían a su balcón a leer cada uno un libro o en algunos aislados, que leían libros en el subterráneo. El hecho es que Adriana no se rindió y publicó en Internet, su requerimiento de dos entradas para el ballet. Llegaron algunas ofertas y ella, acuciosa, pues sabía de la cantidad de estafas que se producen en estas transacciones, eligió la de Victoria, bailarina, miembro del cuerpo de baile del Colón. Esperamos a Victoria a las cinco de la tarde, en la entrada de artistas del teatro y, sin conocerla la reconocimos por su porte de bailarina, con ese garbo involuntario que ostentan, con su caminar como separando las moléculas del piso, con su cuello esbelto, con sus pantorrillas de perfecta simetría. Así conseguimos dos plateas, bien ubicadas, para el espectáculo que comenzaría tres horas después. Eso nos dio tiempo para volver al apartamento que habíamos alquilado y para cenar, en el minirestaurante El Pensador (que como es lógico ostentaba la figura de El Pensador de Rodin), y despacharnos golosamente los bifes de chorizo, que eran parte importante de nuestra alimentación cotidiana. Nuestra nutrición adicional se completaba con Gnochi (ñoquis) maravillosos, en el mismo Pensador, o Niños envueltos en hojas de parra, en un restaurant árabe al lado del nombrado, y cuyo dueño me aceptó como amigo querido. Así, con la panza llena y el corazón contento, como buenos burgueses que no somos, nos dirigimos al teatro.
No es necesario que cuente las dramáticas aventuras de Conrad y la bellísima Medora, durante la obra. También huelga hablar de la belleza, de la perfección del ballet del Colón, uno de los más célebres del mundo. Sólo diré unas pocas palabras de nuestra emoción. Porque estar ante la hermosura de la forma y del movimiento, de la expresividad de artistas de primer nivel generando en el espacio imágenes cambiantes que son todas producto del arte y del esfuerzo para lograrlo, como el trazo del pincel del maestro mientras se deposita en el lienzo y hace surgir colores y vida, todo eso es algo que conmueve, que nos hace sentir desde la garganta, la inminencia de las lágrimas. Y, además, la presencia de un público expresivo que aplaudía cada solo, cada pas de deux, cada pas de trois… La vibración de Adriana, a mi lado, me contaba de sus sueños y su ensueño, de su probable ilusión de encontrarse no entre el público, sino talvez, al otro lado, en el escenario. Y allí, en aquel espacio perfecto, sentimos cada momento de la danza, cada acorde de la orquesta, cada embriaguez espiritual de los miles que colmaban la sala. Adriana percibió entre las bailarinas a Victoria en un pas de trois y me la hizo notar. Salimos en silencio, luego vino la búsqueda urgente del Uber que nos llevaría a casa. Ya en el auto nos arrojamos las palabras que se habían amontonado a la espera de su destino sonoro, y alabamos y agradecimos el haber presenciado algo tan trascendental, tan bello. Adriana le escribió a Victoria, agradeciéndole, felicitándola. Ella respondió con total cordialidad, con la humanidad enorme de una verdadera artista.
Buenos Aires… nos costó llegar porque el avión tuvo que desviarse e ir a parar a Resistencia (Chaco) durante tres horas ya que un tornado arrasaba nuestra ciudad de destino. Nos costó porque debimos aterrizar en el lejano Ezeiza en vez de Aeroparque, porque en Ezeiza miles de personas se acumularon frente a Migración y tuvimos que esperar de pie, sin una brizna de alimento ni una gota de agua al cabo de diez horas. Llegamos a las once al apartamento que habíamos alquilado y al que debíamos arribar a las siete. Allí, con la paciencia de Job, nos esperaba el dueño del mismo, durante todas esas horas sumadas a la nada. Pero en la tarde visitamos a Lucía Montero. Yo la había conocido a través de la Internet, gracias a Nidia Fontán, amiga de la infancia en Tartagal. Intercambié con ella algunas palabras, y pronto me di cuenta de que me encontraba frente a un ser excepcional: culta hasta la exasperación, bohemia inclaudicable, exactriz de teatro, hija de una famosa cantante de Jazz, Lois; viuda de uno de los grandes escritores argentinos, Juan José Manauta (amor nacido en el atardecer de sus vidas, amor que se hace vida presente en las palabras de Lucía). La conversación con Lucía, esa tarde en que por primera vez nos vimos personalmente, estuvo colmada de riqueza espiritual, de alusiones a libros y autores, de anécdotas graciosas que nos sucedieron en el transcurrir de nuestras vidas. A Lucía, yo le había mandado los textos digitales de mis dos novelas, que ella tuvo la gentileza de leer y comentar. El nexo espiritual, por lo tanto, estaba ya sólido. Lucía y Nidia, prepararon para nosotros una reunión para días más tarde, a la que asistieron el reconocido escritor (y bandoneonista) Fabio Wasserman, y el cantante de ópera, Juan Varsinian. Generosos, más allá de su valía e importancia, convocados por sus amigas, venían a brindar ternura y regocijo, a dos bolivianos desconocidos. El reencuentro con Nidia, andarina del mundo, fue emocionante después de tantos años; al menos, sesenta. La conversación con todos ellos, fue intensa, profunda, deliciosa, y se complementó con los tangos que el bandoneonista y el cantante nos brindaron.
El haber estado con esos seres excepcionales, verdaderos personajes, la Buenos Aires vista con ojos que saben ver (yo había estado allí varias veces durante mi juventud, había vivido allí dos años durante mi infancia) me permitieron saber que hay algunas cosas que hago bien en la vida y que ahora, en el ocaso, desde allí avizoro luz y vivo la ternura. Pues el rostro pleno de alegría de Lucía, el cariño de Nidia y el desbocarse de los sueños propios, me afirman en la convicción de que las tareas del amor, el escribir, por ejemplo, traen reservadas las compensaciones profundas, los deslumbramientos que permiten que el espíritu no se extinga.