Rebeca García Nieto

Herta Müller
Madrid, Siruela, 2010
Traducción de Rosa Pilar Blanco
Herta Müller creció escuchando una serie de enigmáticas frases por boca de su madre: «El frío es peor que el hambre», «el viento es más frío que la nieve» o «una patata caliente es una cama caliente». Katharina Müller, de soltera Gion, las decía a menudo, mientras cocinaba, mientras la peinaba, y, aunque se había sustraído hábilmente de ellas, la futura Premio Nobel intuía que eran clave para entender por qué se había convertido en una mujer «dura y trastornada».
Desde que tiene uso de razón, Herta sabe que en su familia ocurre algo, algo de lo que nadie habla pero que está ahí, presente en cada mirada, en las melodías que tararean sus padres, en cada uno de los interminables silencios. Resulta que su propio nombre oculta algo terrible. Será su abuela la que le cuente que Herta era el nombre de una amiga de su madre que murió de hambre en el campo de trabajo a donde fue deportada. Se estima que al final de la Segunda Guerra Mundial unas 70.000 personas pertenecientes a la minoría alemana que vivía en Rumanía —en su mayoría, mujeres— fueron deportadas a campos de trabajo en la Unión Soviética en concepto de «reparación». Katharina tenía diecinueve años cuando se la llevaron. Tenía veinticuatro cuando volvió, pero en muchos sentidos era ya una anciana.
La casualidad quiso que tiempo después la escritora conociera a Oskar Pastior, poeta al que admiraba desde su juventud. Al igual que su madre, Pastior había estado cinco años en un campo de trabajo soviético. Müller vio en el poeta una oportunidad única para conocer esos hechos de los que su madre no soltaba prenda más allá de esas crípticas frases encabezadas por el viento o la patata. Le propuso escribir un libro a cuatro manos sobre el tema y él aceptó. Juntos visitaron los campos y ella le acribilló a preguntas: ¿cómo se medía el tiempo en el campo si no había relojes?, ¿había espejos en alguna parte?, ¿se podía mantener la dignidad en aquellas condiciones?, ¿era posible conservar algún grado de individualidad, algo parecido a una vida interior? La escritora quería saberen qué momento exacto alguien deja de ser un ser humano, dónde exactamente puede establecerse el punto de no retorno —«el punto cero de la existencia», en palabras de Pastior—.
Pronto se hizo evidente que tenían motivaciones opuestas: él siempre necesitaba salir del campo; ella siempre necesitaba entrar. En su ensayo «Maíz amarillo, no hay tiempo»1, Müller cuenta cómo uno hacía de contrapeso del otro. Pastior estaba muy apegado a los hechos, a las personas que conoció y a los objetos que le ayudaron a mantener la cordura. Además, tenía la misma tendencia al minimalismo que Katharina Müller —un ejemplo de esta capacidad de contracción es la fórmula «1 palada = 1 gramo de pan», una de sus aportaciones al futuro libro más conocidas—. Para no quedar confinados en una experiencia tan claustrofóbica, ambos vieron la necesidad de ampliar horizontes. Lo hicieron a través de la lente de aumento de la ficción. El personaje principal, Leo Auberg, es un trasunto de Pastior, pero también contiene los rasgos y vivencias de algunos otros deportados. La idea no era enmascarar la experiencia del poeta, sino multiplicarla.
Por desgracia, el 4 de octubre de 2006 ocurre algo totalmente inesperado: Oskar Pastior muere de un ataque al corazón dejando el libro inconcluso. Aunque al principio Müller es incapaz de continuar, un año después decide acabarlo: se lo debe. El resultado es Atemschaukel (2009), traducido al español como Todo lo que tengo lo llevo conmigo, una serie de escenas imaginadas por Müller a partir de los recuerdos de Pastior. Se ha hablado mucho sobre cuánto del libro puede atribuirse a la escritora y cuánto al poeta. Müller fue clara en este sentido y concedió todo el mérito de algunas de las imágenes más conocidas de la novela, como la del «ángel del hambre», a Pastior. Más allá de eso, al menos dos tercios del libro son inventados.
Aunque la apuesta de recurrir a la ficción fue una decisión compartida, no fue entendida por todo el mundo. Algunos críticos le afearon a Müller que hiciera literatura con la tragedia, más aún cuando era una tragedia que no había vivido en primera persona. La periodista Iris Radisch la acusó de disfrazar la falta de autenticidad con un «lenguaje perfumado». En su opinión, Müller se había servido de ese lenguaje poético para disimular el hecho de que las experiencias que contaba no eran suyas y concluía que no se puede escribir sobre algo tan traumático si solo se conoce «de segunda mano». Lo curioso es que a Müller tampoco le perdonaron la belleza de su prosa cuando escribió sobre experiencias estrictamente autobiográficas. En su reseña de La bestia del corazón,Carole Angier, biógrafa de Primo Levi y W.G. Sebald, lamentaba que se hubiera rendido al «narcisismo del estilo» en lugar de limitarse a prestar testimonio: «Herta Müller sabe escribir, y la suya es una historia terrible. Ojalá la hubiera contado, en vez de construir frases bellas».
Por otro lado, decir que Müller solo conoce la vida en el gulag de oídas, por lo que le han contado, es en rigor cierto, pero a la vez no es del todo exacto. La escritora sabía muy bien lo que era vivir en un régimen de terror, en su caso la dictadura de Ceaușescu; sabía lo que era temer cada día por su vida y por la de sus seres queridos. En sus propias palabras, Pastior y ella estaban enredados en el mismo ovillo: «Y de aquel ovillo terminó saliendo la maraña de la vida robada, porque una maraña así también la tengo yo dentro, aunque los motivos sean otros y haya treinta años de diferencia. Creo que todas las formas de vivir atrapado en un callejón sin salida se parecen»2. Los dos conocían bien ese estado de desolación del alma que Pastior denominaba «punto cero de la existencia».
Con todo, la cuestión de hasta qué punto es legítimo que alguien escriba una novela sobre los campos de concentración o los gulags basándose en una experiencia que no ha vivido me parece relevante. Imre Kertész se preguntó en un célebre artículo a quién pertenecía Auschwitz; quién tenía, por así decir, la propiedad intelectual de la tragedia3. El también Premio Nobel, superviviente de dos campos de concentración, escribió que, a medida que los supervivientes fueran envejeciendo, Auschwitz pasaría a pertenecer a la siguiente generación, y a las de después (si es que les seguía interesando). Al húngaro le parecía muy ambiguo que los supervivientes reivindicasen la exclusiva sobre el Holocausto. En su opinión, tragedias como las del campo de concentración son «única y exclusivamente imaginables como literatura, no como realidad», ni siquiera, o todavía menos, cuando se «han vivido directamente»4. En circunstancias así, el instinto de supervivencia obliga continuamente a mentirse a uno mismo y a distorsionar la realidad para poder seguir adelante. Además, cierta pátina de autocomplacencia, cierta tendencia a la «glorificación del mártir», suele recubrir los recuerdos de los supervivientes. En el ensayo antes mencionado, «Maíz amarillo, no hay tiempo» (una especie de making-of de Todo lo que tengo lo llevo conmigo), Müller cuenta que, para contrarrestar esa tendencia natural a la glorificación del mártir, se cuidó mucho de que su protagonista no saliera mejor parado que los demás. Para ella «era importante que la autocompasión —de la que obviamente nadie está libre— se enfriase en el texto a través de una ironía contenida».
En su artículo, Kertész alertaba también de la sentimentalización en torno al Holocausto. Para él, películas como La lista de Schindler, de Steven Spielberg, a la que no dudó en calificar de kitsch, eran en cierto modo una falsificación de la experiencia. Curiosamente, Todo lo que tengo lo llevo conmigo fue también tildada de kitsch5. Sin embargo, no parece que la novela se ajuste a ninguna de las definiciones del término conocidas. De hecho, las novelas de Herta Müller me parecen lo más opuesto al kitsch que se pueda imaginar. Fue el escritor Hermann Broch el que introdujo el término para referirse a la actitud de quien quiere complacer a cualquier precio y al mayor número posible de personas. Todo lo que tengo lo llevo conmigo es de todo menos complaciente. Sus personajes son una extraña aleación de bondad y perfidia, como se dice en la novela, capaces de lo mejor y también de lo peor. Uno de los internos del campo se come la comida de su mujer y esta acaba muriendo de hambre. Poco a poco, todos se van convirtiendo en monstruos. De hecho, el último bastión de humanidad que queda en el campo es Imaginaria-Kati, una chica con discapacidad. «Mientras ella viva entre nosotros», dice uno de los personajes, «se podrá decir que somos capaces de muchas cosas, pero no de todo». Otra definición más actual del término es la de Joy Williams. Para la escritora, utilizamos kitsch cuando algo trata de algún modo sobre la belleza en lugar de ser ello mismo bello, en lugar de alcanzar realmente la belleza. Todo lo que tengo lo llevo conmigo es una novela de una belleza desesperada, como se ha dicho, una belleza que, como comentaba anteriormente, desconcertó a algunos críticos. Tampoco por este lado parece que encaje mucho en lo que habitualmente entendemos por kitsch.
Dicho esto, durante el proceso de escritura del libro, Müller y Pastior hablaron mucho del papel de lo kitsch, de sus desventajas y de sus ventajas. Ambos coincidían en que era un «inmenso almacén de reservas» del que tirar en momentos de desesperación. Müller defiende que, en determinadas circunstancias, cuando uno apenas es ya un ser humano y sería devastador «adentrarse demasiado en el propio interior (…) porque caería en el abismo»6, te agarras a esos sentimientos colectivos como a un clavo ardiendo para mantener la cordura. Las canciones populares, por ejemplo, apelan a sentimientos prefabricados, muy socorridos cuando uno no puede permitirse el lujo de sentir nada por sí mismo porque eso significaría su total aniquilación.
Puede que lo que incomode de la novela de Müller no sea que no lo haya vivido en primera persona, o que haya hecho literatura con algo tan terrible, sino que aborde un tema que hasta hace muy poco fue un completo tabú. En 2002, a raíz de la publicación de A paso de cangrejo, Günter Grass reivindicaba el derecho de los alemanes a escribir sobre su sufrimiento. Una vez reconocida su culpa por los crímenes que cometieron contra la humanidad, era momento de hablar de lo que los civiles alemanes habían sufrido en la Segunda Guerra Mundial. Lo contrario, añadió, solo iba a beneficiar a la extrema derecha. Aunque durante buena parte del siglo XX fue un tema vetado, las cosas cambiaron en los 90 (W. G. Sebald publicó Sobre la historia natural de la destrucción en 1999 y unos años antes había visto por fin la luz El ángel callaba, de Heinrich Böll, escrito mucho antes, cuando Böll volvió del frente). Con todo, seguía habiendo aspectos concretos que convenía evitar. Cuando Müller empezó a escribir Todo lo que tengo lo llevo conmigo, sabía que se estaba metiendo en un terreno pantanoso. Corría el riesgo de que algunos pensaran (como, de hecho, pensaron) que estaba tratando de equiparar la experiencia en los campos de trabajo ucranianos con los otros campos, los de concentración. A ella siempre le habían parecido injustas las deportaciones. Las personas que fueron deportadas a los campos, como su madre o su amigo, no habían tenido nada que ver con las atrocidades cometidas por los nazis. Aun así, se cuidó mucho de no presentar a los deportados como víctimas inocentes. Al fin y al cabo, durante años se habían sentido orgullosos de pertenecer al Tercer Reich. Müller no quería establecer una equivalencia entre los padecimientos de los alemanes rumanos y el Holocausto, sino indagar en un hecho que había tenido una importancia capital en su vida.
Pese a las reseñas negativas mencionadas, la novela tuvo muy buenas críticas. No faltaron las comparaciones con Kertész o Jorge Semprún ni críticos que la tildaran de obra maestra. En Europa, sobre todo en países como Polonia o Hungría, tuvo también muy buena acogida entre los lectores. Valentina Glajar, traductora al inglés de algunos libros de Müller, contó que muchas personas mayores se acercaban a la escritora tras la presentación del libro para darle las gracias por haberles devuelto su historia y sus experiencias. Además, la novela ganó el premio Franz Werfel de Derechos Humanos en 2009 y sus ventas se dispararon cuando Müller ganó el Nobel ese mismo año. Pese a todos los galardones y reconocimientos, la opinión que más valoraba era la de su madre. Katharina tuvo problemas con algunos de sus vecinos tras la publicación del primer libro de su hija, En tierras bajas. Herta ha contado alguna vez cómo los habitantes de su pueblo natal, Niţchidorf, un pequeño pueblo en la región del Bánato rumano, la escupían al cruzarse con ella por la calle. Pero lo peor fueron los desprecios que tuvieron que aguantar su madre y su abuelo. Katharina no solía meterse en lo que hacía, pero en aquella ocasión le pidió que escribiera de otra cosa. Al fin y al cabo, ella tenía que seguir viviendo allí. Herta no le hizo caso (volvió a escribir sobre su pueblo en Drückender Tango y Barfüssiger Februar), por lo que es de suponer que las disputas madre-hija continuaron. La opinión de Katharina tras leer Todo lo que tengo lo llevo conmigo fue, sin embargo, muy diferente: en esa ocasión aseguró que su hija lo había clavado. Probablemente ese sea el mayor elogio que Herta Müller haya escuchado jamás.
** Parte de lo expuesto en este artículo aparece en mi libro Herta Müller. Una escritora con el pelo corto (Zut, 2021).
Rebeca García Nieto es escritora, doctora y especialista en Psicología Clínica.
1. Herta Müller. «Maíz amarillo, no hay tiempo». En: Herta Müller. Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío. Madrid: Siruela, 2019; pp. 118-137. Traducción de Isabel García Adánez.
3. Imre Kertész. «Wem gehört Auschwitz?». Die Zeit 55, 19 de noviembre de 1998.
4. Unos años antes de este artículo, en 1992, Kertész había escrito esta frase en Gályanapló (traducido al español como Diario de la galera. Barcelona: Acantilado, 2004. Traducción de Adan Kovacsics).
5. El 20 de agosto de 2009 se publicaron en el periódico Die Zeit dos artículos, uno a favor y otro en contra de la novela; ambos giraban en torno a la cuestión del kitsch: Michael Naumann. «Kitsch oder Weltliteratur? Pro: Herta Müllers neuer Roman über den sowjetischen Gulag-Alltag ist ein atemberaubendes Meisterwerk»; Iris Radisch. «Kitsch oder Weltliteratur? Contra: Gulag-Romane lassen sich nicht aus zweiter Hand schreiben. Herta Müllers Buch ist parfümiert und kulissenhaft».