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El cine de ayer: el prodigioso 1939

¿Volverá a repetirse una cosecha como la de ese año? No es probable. En el caso del cine, la nostalgia se impone a la esperanza.

Dicen que te haces viejo cuando el presente comienza a incomodarte y producirte perplejidad. Tal vez yo sea un viejo prematuro, pues me sucede eso desde los cincuenta años, quizás antes.

Entre las cosas que más me irritan, se halla el cine moderno. Muchos años ni siquiera logro salvar un estreno. Casi todo me parece tedioso, previsible, vulgar. Clint Eastwood es uno de los pocos directores que me cautivan, pero su última obra maestra, Gran Torino, se remonta a 2009.

De vez en cuando, surgen obras valiosas, como El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008), Comanchería (David Mackenzie, 2016) o 1917 (Sam Mendes, 2019). Sería injusto no reconocer que el siglo XXI nos ha dejado otras películas de indudable mérito, como Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, Kátia Lund, 2002), El pianista (Roman Polanski, 2002), La vida de los otros (Florian Henckel von Donnersmarck, 2006), Mystic River y Million Dollar Baby (2003 y 2004, ambas de Clint Eastwood), Big Fish (Tim Burton, 2003) o Interstellar (Christopher Nolan, 2014).

Y en el terreno de la animación, hay verdaderas joyas, como Shrek (2001), El viaje de Chihiro (2001), Persépolis (2007) y Up (2009). Sin embargo, ese conjunto de películas no es nada comparado con la edad dorada del cine americano, que empieza a finales de los años 30 y concluye a principios de los 60.

Solo en 1939 se estrenaron una veintena de clásicos inolvidables. Títulos como Lo que el viento se llevó (Victor Fleming), Caballero sin espada (Frank Capra), La diligencia (John Ford), Solo los ángeles tienen alas (Howard Hawks), Los violentos años 20 (Raoul Walsh), Beau Geste (William A. Wellman), Cumbres borrascosas (William Wyler), Gunga Din (George Stevens), Adiós, Mr. Chips (Sam Wood), El Mago de Oz (de nuevo Victor Fleming) o El joven Lincoln (otra vez John Ford).

El prolífico Ford estrenó incluso un tercer filme, Corazones indomables. Una cosecha insuperable protagonizada por actores míticos como Vivien Leigh, Clark Gable, Henry Fonda, James Stewart, John Wayne, Cary Grant, James Cagney, Humphrey Bogart, Jean Arthur, Claude Colbert y una primeriza Rita Hayworth. 

¿Qué tenía el cine de ayer? ¿Por qué el año 1939 fue tan prodigioso? Pienso que el cine de esa época se caracterizaba por una mezcla de inteligencia, buen gusto y cierta ingenuidad.

La inteligencia explica los buenos guiones, esas historias donde casi nada es plano o predecible y los tópicos cumple su función de sostener la imagen del pasado suscrita por varias generaciones.

Lo que el viento se llevó ofrece una perspectiva idealizada de la Confederación: la esclavitud no es un acto de barbarie, sino una forma de servidumbre impregnada de paternalismo; los caballeros del Sur imparten justicia, protegiendo a sus mujeres de forajidos y canallas; la relación entre los sexos está regulada por una escrupulosa cortesía.

Sabemos que las cosas no eran así, pero aceptamos esa imagen porque posee el encanto de los mitos románticos, de las ficciones que hacen la vida más tolerable, de las mentiras que alivian temporalmente nuestras decepciones. El arte siempre es una simulación, un artificio, no un fiel retrato de la realidad.

Lo que el viento se llevó altera los hechos históricos, pero nos ofrece un retrato magistral de las pasiones humanas y, sobre todo, nos deslumbra con el personaje de Scarlett O’Hara, una heroína que destruye la imagen del eterno femenino, según la cual la mujer debe ser obediente, dulce, casta y discreta.

Scarlett O’Hara no es nada de eso. Ferozmente independiente, con un gran coraje, mucho ingenio y pocos escrúpulos, sobrevive a la guerra y logra que la plantación de Tara, reducida a escombros y tierra quemada, recupere su esplendor.

Vivien Leigh consigue que el personaje nos parezca rebosante de vida e intensamente real. Adoramos y aborrecemos a Scarlett, es decir, nos enamoramos de ella, pues la pasión siempre es ambivalente y convulsa.

Lo que el viento se llevó es una película inteligente, pues muestra las zonas grises de la conducta humana, aborda la crudeza de la guerra sin incurrir en lo gratuito y truculento, y cultiva la ingenuidad, evocando un ideal basado en la belleza, el romanticismo y el apego a la tierra.

Algunos dirán que es una ingenuidad deshonesta, pero yo más bien diría que es una ingenuidad anacrónica, donde se cumple el principio expuesto por Javier Gomá en Universal concreto: el canto a una totalidad objetiva que trasciende al individuo. Solo eso explica que Ashley Wilkes (Leslie Howard) y Rett Butler (Clark Gable) estén dispuestos a inmolar sus vidas por una causa perdida.

Fotograma de 'Caballero sin espada'.

Fotograma de ‘Caballero sin espada’.

Caballero sin espada (en el original, Mr. Smith Goes to Washington), de Frank Capra, no está contaminada por prejuicios hoy intolerables. Su intención es ejemplar: denunciar la corrupción de la democracia americana, visibilizar su sometimiento a los intereses del poder económico.

Jefferson Smith es un joven ingenuo e idealista que ocupa el lugar de un senador fallecido. Ignora que ha sido elegido por su inexperiencia y por considerar que puede ser manipulado con facilidad.

El magnate Jim Taylor (Edward Arnold) pretende enriquecerse con la construcción de una presa y para garantizar su propósito ha sobornado al senador Paine (Claude Rains), mentor político de Smith y amigo de juventud de su padre.

Cuando Smith descubre que solo es el peón de una trama corrupta, decide sacarla a la luz. No espera que el propio Paine lo acuse falsamente de corrupción, utilizando pruebas amañadas. Smith es obligado a abandonar el Senado, pero aprovecha que la alocución de un senador no puede ser interrumpida para contar la verdad.

Habla durante horas, luchando contra el agotamiento y los abucheos de los senadores. La prensa ignora su gesta. Solo un periódico local recoge su lucha, pero la trama corrupta envía a la policía para secuestrar la edición. Los repartidores, niños que se desplazan en bicicleta, son aporreados sin piedad e incluso sufren intentos de atropello.

Fotograma de 'Caballero sin espada'.

Fotograma de ‘Caballero sin espada’.

James Stewart interpreta a Jefferson Smith. Sin un ápice de afectación, parece que su forma de ser y la del personaje coinciden milimétricamente. Aparentemente, solo es un hombre común, pero sus actos lo convierten en un verdadero héroe.

No es Aquiles, triunfando en el campo de batalla, sino Antígona, torturada por ejercer la virtud. Su lucha contra la corrupción parece abocada al fracaso. Solo el inverosímil arrepentimiento del senador Paine le libra de un final trágico.

La admiración que Smith manifiesta hacia la democracia americana durante su visita al Monumento a Lincoln aporta esa ingenuidad necesaria que imprimió al cine clásico americano su condición de paradigma o arquetipo.

El talento de Frank Capra evita que la escena naufrague en el sentimentalismo, pero conserva la dosis de emoción necesaria para recordarle al espectador que la justicia y la libertad no son expresiones retóricas, sino los pilares de una convivencia ética.

El individualismo siempre es un sentimiento disgregador. Smith sabe que es un ciudadano y eso significa que no puede vivir de espaldas a la comunidad. La democracia es una totalidad que solo puede subsistir con el compromiso activo de sus integrantes. La fantasía de ser una isla entre la multitud corta los lazos que preservan el tejido social.

Fotograma de 'El joven Lincoln', de John Ford.

Fotograma de ‘El joven Lincoln’, de John Ford.

El joven Lincoln, de John Ford, comparte el ideario de Caballero sin espada, pero esta vez el héroe no es un hombre anónimo, sino ese gigante -físico y moral- al que Jefferson Smith admira y pretende imitar.

La ejemplaridad de Lincoln está a la altura de los grandes héroes de la Grecia homérica, pero no es una ejemplaridad de cartón piedra. Lincoln es un hombre de pueblo, un campesino que ha leído a Shakespeare y que se ha licenciado en leyes a base tesón y esfuerzo.

Alto y extraordinariamente fuerte, destaca en los concursos de leñadores, partiendo troncos en un tiempo récord y cultiva una ironía que despierta el regocijo de sus oyentes.

Caracterizado para resultar más convincente, Henry Fonda interpreta brillantemente a Lincoln. Al igual que James Stewart, es un maestro de la contención, pero posee un mayor dominio del movimiento corporal. Su forma de caminar refleja el espíritu reflexivo y burlón de Lincoln.

No se limita a desplazarse. Contempla el mundo desde la perspectiva de un hombre flemático y honesto. Afectado por el síndrome de Marfan, Lincoln es el presidente más alto de la historia de Estados Unidos.

Fonda, con algo más de un metro y ochenta centímetros, logra transmitir la mezcla de solemnidad y torpeza de un hombre de casi dos metros, cuyas zancadas afectan a su centro de gravedad, desequilibrándolo ligeramente.

La ejemplaridad de Lincoln no es pomposa, sino sencilla y espontánea. No es un aristócrata refinado. De hecho, baila rematadamente mal, pero siempre transmite elegancia.

No es un poeta, pero se conmueve al contemplar las aguas de un río o las ramas desnudas de un viejo árbol. Sabe que el tiempo pasa implacablemente, sembrando la destrucción, pero intuye que el bien y la belleza perduran de algún modo.

La inteligencia escasea, el buen gusto se ha convertido en una rareza y la ingenuidad ha sido escarnecida por el cinismo


El sello católico de John Ford, nunca beato o cargante, se manifiesta cuando Lincoln frena un linchamiento combinando el humor, la fuerza y una cita del Evangelio: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7).

¿Volverá a repetirse una cosecha como la de 1939? No es probable. En el caso del cine, la nostalgia se impone a la esperanza. El cine de ayer parece irrecuperable. La inteligencia escasea, el buen gusto se ha convertido en una rareza y la ingenuidad ha sido escarnecida por el cinismo.

Azorín, un gran amante del cine, sostenía que vivir es ver volver. No se me ocurre una forma mejor de describir mi vida, especialmente cada noche, cuando me siento delante de mi televisor de setenta y cinco pulgadas -uno de los escasos lujos que adornan mi rutina-, apago la luz y seleccionó alguna de las películas de mi colección. Estoy suscrito a varias plataformas, pero sus catálogos son oscilantes.

Cada cierto tiempo, desaparecen algunos títulos. Por eso prefiero comprar y conservar las películas que amo. Por mi pantalla desfilan una y otra vez los mismos títulos. Desde que las pasadas navidades hallé unas horas de alivio y felicidad en Lo que el viento se llevó, emitida en el pequeño televisor de un hospital mientras mi mujer y yo nos recuperábamos de una neumonía, he vuelto a ver la película tres veces.

Y mi pasión por Vivien Leigh no ha cesado de crecer. Encarna todas las virtudes del cine de ayer: inteligencia, belleza, elegancia, refinamiento. No sé cómo será el cielo, pero si no incluye la posibilidad de contemplar a Scarlett O’Hara paseando por los jardines de Los Doce Robles con su pamela amarilla, buscaré otro lugar para pasar la eternidad.

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