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El campesinado en tiempos de crisis

Rodrigo Pacheco Campos

El contexto inmediato conduce a reflexionar a propósito de dos cuestiones fundamentales: (1) la relación que el gobierno establece con las clases subalternas se encuentra signada, a todas luces, por la ceguera de clase de la élite que detenta el poder y (2) las profundas diferencias en cuanto a la experiencia vivida por los individuos (experiencia de clase) y sus subsecuentes reacciones ante la crisis develan las desigualdades estructurales contenidas dentro de nuestra formación social.
René Zavaleta nos recordaba, hace ya más de tres décadas, entre otras cosas, que la democracia se encontrará vaciada de contenido mientras las desigualdades pervivan y sean normalizadas: “No se puede hacer democracia sin ciertas transformaciones de la estructura social boliviana. Es evidente que Bolivia tiene que convertirse en un país igualitario si quiere convertirse en una nación; es decir, lo que tiene Bolivia de no nacional es su desigualdad”.

Dichas consideraciones demuestran la imperiosa necesidad de esbozar la situación de uno de los colectivos sociales especialmente afectado por la crisis: el campesinado. Claro está, sin embargo, que no es posible hablar del campesinado como una clase social propiamente dicha o como un colectivo social homogéneo exento de estratificaciones y diferenciaciones sociales en su interior. Henri Lefebvre, por ello, indicaba que la población rural que vive de la agricultura –el campesinado- reúne clases, grupos o categorías, sin constituir en sí misma una clase; el autor recuerda que para que exista una clase son necesarias algunas características dentro de las cuales se encuentran la cantidad, la homogeneidad funcional, la unidad de interés y acción, la conciencia, entre otras. Es por ello que es pertinente detenerse diferenciadamente en los sectores con mayores dificultades dentro del campesinado.

A manera de ilustrar algunos datos capaces de dar cuenta de las procesos y las relaciones sociales contenidas dentro de la sociedad rural es imprescindible señalar –siguiendo los porcentajes del último censo, analizados por el Cedla (2020)- que la producción agrícola en el país reside en su mayoría, 68,4%, en empresas estrictamente capitalistas que utilizan la fuerza de trabajo asalariada para conducir el proceso de producción, mientras que las empresas familiares de carácter agropecuario, que ocasionalmente pueden utilizar fuerza de trabajo asalariada, producen solamente al 23,3% y, por último, que la producción campesina en el sentido convencional del término solamente involucra el 8,3% de la producción. Aunque mencionados datos puedan conducir a pensar acerca de la cualidad de proletarización o semiproletarización del campesinado, para los objetivos de este escrito es pertinente solamente recurrir a una reflexión de William Roseberry para luego continuar. Roseberry (1978), guiándose por una proposición de Mintz, indica que las definiciones generales y aisladas –proletario o campesino, por ejemplo- no suelen ser útiles en situaciones concretas y, más aún, teniendo en cuenta que las categorías que suelen ser definidas se encuentran relacionadas y vinculadas por procesos complejos.

Dichos datos, a su vez, permiten entrever algunas de las lógicas frecuentemente olvidadas u invisibilizadas dentro del debate público durante este periodo de crisis. Lo primero que hay que señalar es que las empresas capitalistas demandan una gran cantidad de mano de obra principalmente para la cosecha y que dicha mano de obra en ocasiones puede ser local y en muchas otras no lo es. Es decir, existen trabajadores asalariados estacionales que ofertan su fuerza de trabajo para obtener ingresos fuera de sus comunidades, provincias e incluso fuera del país –sectores del campesinado en el altiplano suelen migrar estacionalmente a Argentina o a Chile para vender su fuerza de trabajo de manera temporal (Cedla, 2020)- y que, en el contexto actual, se encuentran imposibilitados de realizar dichas tareas debido a las medidas gubernamentales, cuestión que supone un gran problema. Otro aspecto a tomar en cuenta es que, si bien una cantidad considerable de mano de obra se va a satisfacer la demanda de las empresas agrícolas, otra cantidad igualmente significativa de fuerza de trabajo es utilizada por los campesinos en labores no agrícolas que, de igual manera, involucran movilidad espacial, cuestión que conlleva una situación problemática similar a la señalada precedentemente.

Ahora bien, contrariamente a lo que suponen los defensores de las economías morales y quienes romantizan a las comunidades campesinas e indígenas, el campesinado se encuentra articulado al mercado de diversas maneras, en muchos casos complejas, hecho de importancia mayor debido a que, si se reconoce que el campesinado produce la mayor o gran parte de su producción para venderla en el mercado y que con el dinero que obtiene compra bienes también del mercado, en el momento actual la población rural enfrenta dos problemas que revisten especial importancia.

(1)El problema relacionado con la comercialización de la cosecha: De acuerdo a lo señalado por Cipca, hace unos días, existen alrededor de 400 mil toneladas de papa en el Altiplano que no pueden llegar a los mercados. Incluso, cuestión paradójica, personas de la población local señalaron que ni los rescatistas querían ir a comprar la papa. Es decir, ni el sector de no productores que, generalmente, captura el excedente de los sectores productores, tiene la posibilidad de comercializar la producción en el mercado debido a las medidas improvisadas por el gobierno central. La complejidad de la situación se agrava en la medida en la que las unidades campesinas más pobres tienen poca producción y cuentan con dicha producción para comprar sus alimentos, de acuerdo a sus posibilidades.

(2)El problema relacionado con la adquisición de insumos: Es ampliamente conocido ya el hecho de que entre el campesinado una de las maneras de reaccionar ante las crisis es la de limitar o disminuir su consumo; esto se acentúa por el hecho de que, además de la imposibilidad de comercializar sus cosechas, existe un desabastecimiento de los productos más comúnmente adquiridos por las poblaciones locales, es decir, fideo, azúcar, arroz, etc. Un problema de importancia mayor relacionado a este punto es la dificultad de conseguir semillas, cuestión que puede llegar a aplazar el ciclo agrícola, conllevando al retraso o anulación de la entrada de ingresos a las unidades campesinas, posibles desabastecimientos de algunos productos y fluctuación en los precios. En este caso, la situación también es más compleja para las unidades con menor poder adquisitivo ya que, además del fenómeno de la especulación, los insumos no se pueden comprar en cantidades suficientes para satisfacer las necesidades de las familias campesinas en el mediano plazo.

Ante dichas problemáticas surgieron, en el seno de las comunidades, medidas para combatir o hacer frente a la crisis, a pesar de –o debido a- la inexistencia de planificación estatal. Sin embargo, eso no debe conducir a señalar que las comunidades, gracias a su resiliencia y su capacidad de adaptación, crean tejidos sociales que resisten a la crisis de manera eficaz. En todo caso, es preciso pensar esas estrategias como métodos precarios de hacer frente a situaciones de marginación dentro de las medidas estatales. La respuesta no debe ser, entonces, como se ha estado haciendo en algunos espacios que sirven como escenarios de fetichización de la cultura, un elogio o alabanza que exponga simplemente que “las comunidades campesinas e indígenas combaten, a través de sus saberes ancestrales, la crisis”.

Una respuesta más acertada, aunque claramente más pesimista –pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad, decía Gramsci-, sería la de señalar que si bien emergen estrategias dentro del campesinado, tales como el trueque o la autoorganización, para buscar salidas al problema de la comercialización y adquisición de insumos, se encuentran enmarcadas dentro una estructura profundamente desigual que olvida a uno de los colectivos más importantes de nuestra formación social.

Algo curioso es el hecho de que el trueque, realizado en la comunidad de Toro Toro, en una feria local, se haya convertido rápidamente en una noticia nacional con bastante eco en algunas capas intelectuales. Aun sin saber si es una medida aislada o no, es necesario señalar que de igual manera el trueque tiene lógicas de funcionamiento permeables a las diferenciaciones intracomunales, esto es, los sectores con mayor capital. Y, por tanto, mayor producción, son los que se encuentran en una posición ventajosa con respecto a quienes tienen una producción precaria. Quizá eso no ocurra de tal manera en comunidades con mayor nivelación de riqueza, sin embargo, las consideraciones son pertinentes para superar las recepciones acríticas a las que suelen estar sujetas las acciones de las comunidades campesinas e indígenas.

Por tanto, antes de simplemente aplaudir las estrategias de subsistencia de las comunidades, es pertinente cuestionar críticamente el sistema de desigualdad y la falta de comprensión, por parte del gobierno y de algunos intelectuales, de las dinámicas sociales y económicas del campesinado.

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