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El baúl de los abrazos pendientes

El Covid-19 está siendo demoledor también psicológicamente. No cada día, sino cada hora nos pone a prueba. A los más fuertes se los ve estoicos, pero los más débiles se delatan por su semblante digital.

A pesar de los encapsulamientos, de los teletrabajos y de las distancias obligadas, flota en el aire un decaimiento invisible que también es contagioso, como si una nube de aerosoles paralela al virus turbara la mente y remeciera los corazones.

Por más muestras de solidaridad que cundan en plegarias aun sin religión, la moral humana se anda arrastrando por los suelos con la esperanza puesta en la ciencia, pero con el palo en la rueda de la (lenta) vacunación opacando la luz al final del túnel.

El cansancio ahora no es tanto físico como mental. Pandemia, barbijo, alcohol, temperatura, tubos de oxígeno, terapia intensiva, intubación, remdesivir… Las mismas palabras repitiéndose cotidianamente hace más de un año y agotando con su pesada carga viral. Mientras, tú tratas de sacar fuerzas de donde no hay: ¿te diste cuenta de que nunca antes habías mandado tanto ánimo, tantos deseos de recuperación? Y en medio de esas dosis de aliento, obligándote a la estúpida resignación, te das modos para abrazar sin abrazar con condolencias virtuales, por celular; un absurdo de este tiempo, la pretensión de asimilar en una pantalla el dolor ajeno que está detrás de otra pantalla.

Somos cuerpo y alma, cabeza y espíritu. Abordamos la vida y nuestras acciones desde la ciencia y también desde nuestra propia filosofía, escogiendo adoptar o descartar una determinada creencia desde la fe. Así es que buscamos contrarrestar, a veces en vano, el agobio mental por las pérdidas de quienes no han podido contra el virus.

Todo resulta un aprendizaje continuo. No cada día, sino cada hora estamos aprendiendo a ser un poco más humildes, sabiéndonos pobres o al menos escasos de conocimientos: algunos habrán leído e incorporado más información que otros, pero todos —incluidos muchos médicos— navegamos en la nueva normalidad de las incertidumbres y los miedos, bajo una amenaza constante por la falibilidad de los test para detectar el virus y la mutabilidad de las variantes del Covid-19.

Partimos, desde ya, del reconocimiento de una finitud que habíamos dormido a base de dardos de soberbia. El clonazepan del siglo XXI, el individualismo, la voracidad personal, la egolatría. Acéptese o no, la pandemia llegó para ponernos en nuestro lugar: vivimos en comunidad, tenemos un barrio y colindamos con vecinos. Se llama sociedad y en las malas, como en estas horas, aprendemos que solos no podemos. Nos necesitamos.

¿No te parece insólito y a la vez infausto que haya tenido que venir una pandemia y golpearnos donde más nos duele, arrancándonos a nuestros cercanos, para desperezarnos y hacernos entender, al fin, cuán necesarios son los abrazos y las demás muestras de cariño, de solidaridad? ¡Qué paradoja! Extrañamos el contacto físico, pero antes, cuando lo teníamos, no le dábamos importancia. Así somos.

Tengo ganas de ofrecerte mi corazón y decirte que no te desesperes, que pronto vamos a volver a ser los de antes. Pero no estoy seguro de querer que volvamos a ser los de antes.

Tal vez haya llegado el momento de secar las lágrimas y sonreír pensando en que estamos hechos de abrazos. Fueron abrazos que nos vivificaron y, hoy elijo creer que no se han perdido sino que reposan en un baúl, entre los mejores recuerdos, a la espera del permiso oficial para salir en el horario de circulación permitido y reponerse con la fuerza de dos, en interminables minutos de lo que debió ser la felicidad.

Oscar Díaz Arnau es periodista.

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