Luis Almagro, secretario general de la OEA, ha mostrado audacia en el cumplimiento de sus tareas. En los dos años y medio de su mandato ha buscado influir insistentemente en la situación interna de los países miembros y ha hecho de Venezuela su principal laboratorio. Si su intención era despertar a la OEA del letargo diplomático, ha coronado esa meta sin atenuantes ni demoras.
Hace 20 días, una dupla boliviana viajó a Washington para jalarle las orejas. Hicieron lo atinado si se considera que cuando Almagro abraza una causa, la persigue hasta agotarla. En una sesión en la que ninguna delegación sabía cuál era el tema en agenda, los portavoces del Estado Plurinacional amonestaron al secretario general exigiéndole su silencio en torno al pedido de habilitación jurídica de Evo Morales como candidato vitalicio. El reclamo estuvo secundado por una profunda ignorancia acerca de las atribuciones estatutarias cedidas al principal personero de la entidad. Los dos enviados abochornaron al país al invocar cláusulas de la Carta de la OEA incapaces de abortar los tuits del máximo funcionario interamericano. El artículo 110 de la Carta de la OEA plantea que el secretario general puede llevar a la atención de la Asamblea General o del Consejo Permanente “cualquier asunto que, en su opinión, pudiese afectar la seguridad y la paz del continente o el desarrollo de los Estados miembros”. Entonces, si puede hacerlo con 35 embajadores, también está autorizado con cualquier internauta del planeta. Que conste pues que no me opongo a que Almagro diga lo que siente cuando así lo juzgue necesario.
Sin embargo, sí nos asiste el derecho a pedirle algo de sagacidad en sus mensajes. No se había concluido aún el recuento de votos de las elecciones regionales venezolanas, y el locuaz uruguayo ya estaba instalado frente a su cámara portátil para detonar uno de sus iracundos estallidos. “Es muy claro que cualquier fuerza política que acepta ir a una elección sin garantías, se transforma en instrumento esencial del eventual fraude, y demuestra que no tiene reflejos democráticos”. Sigo escuchándolo y me cuesta creer: “La dirigencia política opositora deberá unirse a la gente y a los pocos líderes que, en consonancia con sus principios, entendieron en todo momento que la ciudadanía de Venezuela quiere libertades y no está dispuesta a seguir las reglas de la dictadura”.
¿Qué le da valor al secretario general de la OEA para descalificar a la mayoría de la oposición venezolana que en medio de condiciones tan adversas decidió competir electoralmente por 23 gobernaciones?, ¿desde cuándo desistir de las urnas puede considerarse un arma aceptable para luchar por la democracia?, ¿está aconsejando Almagro acaso el retorno de la violencia callejera?
Es innegable que Venezuela no es el país más confortable para ser opositor al gobierno chavista, pero también está demostrado que cuando los electores hacen fila, controlan los escrutinios, vigilan la confección de las actas y cohesionan sus energías, pueden ganar como lo hicieron este domingo en cinco estados de la república. Más aún, ¿con qué derecho puede Almagro devaluar a gobernadores opositores electos en 2012 que aspiraban con toda lógica a ser reelegidos este año? La oposición venezolana ha cosechado triunfos resonantes sobre chavistas históricos como Aristóbulo Istúriz o Francisco Arias. ¿Por qué hubieran tenido que renunciar a esas conquistas solo porque el gobierno central hace todo lo legal e ilegal para evitarlas? Hay, a veces, una delgada línea entre ser demócrata y obrar como un conspirador. Almagro bien podría haberla atravesado y quizás por eso posó cándidamente en una foto en Miami con el genocida Carlos Sánchez Berzaín.