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El arte de perder escribiendo (y ganar en el intento)

Reflexiones sobre «Confesión de partes: malos consejos para buenos escritores» de Homero Carvalho

Enlace: https://inmediaciones.org/confesion-de-partes-malos-consejos-para-buenos-escritores/

Harold Kurt

El texto de Homero Carvalho, publicado en el enlace que adjunto, ha resonado profundamente con mis propias reflexiones sobre el oficio literario, tocando fibras que, tal vez, muchos escritores callan por miedo a enfrentarse a sus propias sombras. Sus planteamientos se alinean con inquietudes y pensamientos que he venido cultivando desde hace tiempo, revelando verdades incómodas pero necesarias. Su análisis, lejos de ser un simple diagnóstico, se erige como una radiografía precisa de las miserias y espejismos que acechan a quienes, en su afán de contar historias, se arriesgan a confrontar no solo el mundo exterior, sino también las contradicciones del alma humana. Y es precisamente esta coincidencia de pensamientos lo que me ha movido a escribir estas reflexiones, pues las palabras de Carvalho no han hecho más que avivar una llama que ya ardía en mi interior.

Uno de los ejes centrales del artículo es la dicotomía entre escribir por pasión y escribir por reconocimiento. Carvalho advierte sobre el peligro de la desesperación por la fama, pero también reconoce que, sin visibilidad, no hay lectores, y sin lectores, el escritor se convierte en un monje que redacta manuscritos solo para su propio solaz. Entonces, ¿qué hacer? ¿Esperar humildemente a ser descubiertos o salir con altavoces a pregonar nuestra obra? El equilibrio que propone el autor es sensato, pero admitámoslo: en esta era donde todo se reduce a marketing, la línea entre la dignidad y la autopromoción descarada se torna cada vez más difusa.

Sin embargo, permítanme interrumpir este hilo de pensamiento para plantear una inquietud que no puedo dejar pasar: escribir, al fin y al cabo, ¿no debería ser ante todo un oficio, un placer íntimo, un juego con las palabras que no necesita premios ni consagración externa? Grandes escritores, a lo largo de la historia, han defendido esta premisa. La literatura, en su forma más pura, debe ser un ejercicio de exploración, un diálogo interno antes que una búsqueda frenética de aplausos. ¿No es acaso este el verdadero reto del escritor? El riesgo de obsesionarse con la consagración es que el creador se vuelve esclavo de la validación ajena y pierde la brújula de lo esencial: la calidad y la autenticidad de su obra. Tal vez, la verdadera recompensa se encuentra en la satisfacción personal de haber escrito algo que merece ser leído, aunque no sea hoy, sino en un siglo, sin la inmediatez de las redes o los certámenes.

El pragmatismo del autor respecto a los premios literarios resulta interesante. Es cierto que muchos critican los concursos porque nunca han ganado uno, pero también lo es que algunos de esos premios tienen las reglas del juego más trucadas que una partida de póker entre viejos tahúres. Que los premios no consagran a un autor, lo sabemos. Pero que pueden abrir puertas, también. La cuestión es si el escritor debe buscarlos con ansias o, como recuerda Carvalho citando a García Márquez, evitarlos para que su obra no quede marcada con «el estigma de un premio». Personalmente, creo que la respuesta está en la necesidad: cuando el hambre aprieta, la gloria se convierte en un lujo prescindible. Aunque, claro, siempre existe el riesgo de que, al no buscar el reconocimiento, uno termine escribiendo en la oscuridad, como un monje medieval, esperando que su manuscrito llegue a algún monje del futuro que decida hacerle justicia.

Me ha resultado especialmente interesante la desmitificación que hace el escritor de la bohemia. Es un alivio que alguien con experiencia en esas lides nos recuerde que la resaca no inspira grandes novelas y que el talento no se potencia con el alcohol, sino con la disciplina. Claro que no puedo evitar recordar una anécdota: una vez conocí a un escritor que, durante una reunión literaria, intentó convencerme de que su última obra era la mejor, todo porque la había escrito en un estado semi-etílico. Sin embargo, al leerla, más que una obra literaria, parecía un manifiesto delirante sobre el poder de las aceitunas en la inspiración.

No obstante, entre las líneas del autor se infiltra cierta nostalgia, como quien ha renunciado a un viejo vicio, pero aún guarda con cariño el recuerdo de sus noches de excesos. Al final, la bohemia no será necesaria para la literatura, pero sigue siendo parte de su mitología, un decorado imprescindible que alimenta el aura que la envuelve. Quizás no sea su sustancia, pero sigue siendo el marco que la rodea, el halo que la atrae hacia el imaginario colectivo. Y es que, si la literatura fuera una fiesta, la bohemia sería el rincón oscuro donde se susurran las leyendas; aunque sin ella, el salón de baile seguiría existiendo. Claro que, sin ese rincón oscuro, no sabríamos a dónde irían a parar las historias de los escritores que quieren ser escuchados, pero no demasiado.

Y llegamos a la paradoja más interesante del artículo: mientras el autor nos advierte sobre los peligros de la fama y la vanidad del reconocimiento, nos relata sus propios premios, sus publicaciones en el extranjero y su trayectoria en ferias literarias. Premios, por cierto, muy merecidos. Claro está, es precisamente esa experiencia la que le otorga la sabiduría necesaria para advertir a los jóvenes escritores sobre los abismos en los que pueden caer si se dejan arrastrar por la vanidad y la arrogancia. Sin embargo, al final, todo escritor desea ser leído, y si algo nos deja claro su texto es que el camino hacia la trascendencia literaria está lleno de contradicciones.

Esto me lleva a mi conclusión: uno escribe porque no puede evitarlo, pero también porque espera que alguien, en algún lugar, lo lea y lo valore. Que la fama llegue o no, es otro asunto. Pero, como bien sabe el autor, si algún día somos descubiertos, será como cuando encuentran una carta en una botella: ya no importa tanto el mensaje, sino la curiosidad de saber cómo llegó hasta allí.

En lugar de que los escritores se concentren exclusivamente en los premios, deberían enfocarse en la conexión que se establece entre el autor y sus lectores. El verdadero reconocimiento no siempre llega en forma de galardones, sino en los mensajes sinceros de los pocos lectores que se sienten tocados por una historia, o en las discusiones profundas que genera una obra. Esa conexión es lo que, al final, otorga verdadero sentido al acto de escribir. Porque escribir no es un simple ejercicio de ostentación, sino un proceso de entrega genuina, un acto de tocar las fibras más íntimas de quienes nos leen.

Escribir es, en esencia, un viaje de autodescubrimiento. El texto del autor podría orientarse perfectamente hacia cómo la literatura permite a los escritores comprenderse a sí mismos y al mundo que los rodea. La escritura, para aquellos que nacieron para ella, es un acto inherente, casi una necesidad vital, no un medio para alcanzar la gloria ni una herramienta para ascender en la jerarquía social (aunque esto pueda ocurrir, pero su propósito es otro, no el de convertirse en auténticos escritores). Los escritores que solo buscan premios y reconocimientos, en el fondo, buscan una validación externa, lo que revela su inseguridad y falta de amor propio. En esta búsqueda, abandonan lo esencial: la constante evolución de su oficio. Aquellos que persiguen la fama, más que el aprendizaje, se convierten, inevitablemente, en mediocres, porque su motivación no radica en la mejora ni en la profundidad de su arte, sino en la superficialidad del aplauso fácil.

La verdadera escritura es un ejercicio de humildad, una vocación que no necesita premios para sentirse válida. Es una disciplina que, al contrario de lo que muchos creen, se alimenta más de la introspección y la superación personal que de la exhibición pública y frívola. En un mundo donde la validación social —likes, premios, ventas— parece ser la medida de todo, es crucial recordar que lo que otorga valor al escritor no son los aplausos, sino las páginas llenas de honestidad y la capacidad de seguir aprendiendo, de seguir perfeccionando la técnica, de seguir explorando el alma humana a través de las palabras.

La verdadera recompensa se encuentra en el dominio de ese arte, lo que distingue al escritor auténtico de aquel que busca, únicamente, la gloria del reconocimiento. Y es que el viaje literario no consiste únicamente en obtener premios o aplausos, sino en la aventura de explorar diversas formas de expresión, empleando recursos de todo tipo, desde cuentos hasta ensayos o poesía. Cada texto es una oportunidad para afinar la mirada y transformar nuestra comprensión del mundo, un proceso que nunca deja de enriquecer al escritor que se entrega genuinamente a su oficio.

El autor menciona que, cuando uno comienza a hacerse conocido, surgen los detractores y envidiosos. Y qué gran verdad, aunque más que una verdad, parece una consecuencia recurrente. Estos individuos, que jamás se molestan en reconocer el talento ajeno, se sienten más cómodos tras la muralla de su anonimato, lanzando críticas vacías y descalificaciones que, lejos de ser argumentadas, parecen más bien salidas de un diccionario del odio. Pero, por supuesto, no todo es culpa de estos personajes: sin ellos, las redes sociales perderían su esencia. Son como esos murmullos sordos que resuenan en los rincones oscuros de un café barato, donde lo único que se celebra es la mediocridad disfrazada de sabiduría.

Lo irónico de estos «críticos», esos que se autodenominan escritores, es que recurren al ad hominem con tal desparpajo que bien podrían dar clases sobre cómo insultar sin estilo, empleando el mismo lenguaje vulgar y rudo que, de ser una novela, jamás sería publicada ni siquiera por la editorial más desesperada y disparatada. Y, sin embargo, ahí están: vociferando, escupiendo palabras como si la rabia fuera un argumento literario, cuando en realidad lo único que logran es crear una atmósfera tan tóxica que hasta sus propios ecos parecen ahogarse.

Estos detractores, al parecer, creen que la mejor manera de destacarse es a través del desprecio y el insulto, como si las palabras ofensivas pudieran otorgarles el carnet de escritor. Se atreven incluso a emplear esa «prosa» tan gramaticalmente despreciable con el fin de derribar a quienes ellos perciben como una amenaza, pues, en su mundo, el talento ajeno siempre se presenta como un recordatorio de su propia mediocridad. En lugar de envidiar y criticar, podrían optar por algo más productivo: aprender a escribir algo que valga la pena, en vez de diseminar palabras vacías que, en última instancia, no sirven más que para disimular la inercia de sus propios egos frágiles. ¿Miedo? No, lo que despiertan es lástima.

Y es que, si hay algo que merece ser admirado en ellos, es su habilidad para sostener una conversación utilizando únicamente el lenguaje más ordinario y soez, como si las palabras, por el mero hecho de ser groseras, pudieran transformarse en una especie de marcador de autenticidad. Pero no nos dejemos engañar: lo único genuino en estos ataques es la desesperación por encontrar algo que los haga relevantes, aunque solo sea por breves segundos, en un mar de anonimato y en su propia zona de confort. Al final, sus críticas no son sino un reflejo de la frustración de sus vidas, alimentada por la constatación de que otros logran lo que ellos, por más que lo intenten, nunca alcanzarán.

Y como bien menciona el mismo Carvalho, frente a estos personajes, lo mejor es no caer en su juego. De nada sirve confrontar la mediocridad con más mediocridad. Lo único que debe hacerse es seguir escribiendo, seguir creciendo y, por encima de todo, seguir siendo fiel a uno mismo. Porque, al fin y al cabo, esos ataques no definen nuestro valor como escritores, sino que nos muestran lo que realmente somos: personas que crean, y eso, en un mundo lleno de ruido, siempre será lo más valioso.

El texto de Carvalho es un testimonio honesto y valioso sobre los desafíos que enfrentan los escritores, especialmente en un contexto como el de Bolivia, donde el mercado literario es limitado y las oportunidades escasean. Explorar cómo la escritura puede convertirse en una forma de autoconocimiento, catarsis o una vía para la exploración del mundo y de uno mismo habría equilibrado el enfoque centrado en los premios y los reconocimientos. Escribir no solo es un acto de resistencia, como bien menciona el autor, sino también un acto de libertad, autenticidad y creación pura, que trasciende cualquier forma de validación externa.

Por ello, siempre he valorado y seguiré valorando a quienes se aventuran en el oficio de escribir, pues aquellos que aún no dominan sus secretos seguramente los descubrirán con perseverancia, recorriendo los mismos pasos por los que yo pasé cuando ni siquiera sabía qué era un acento diacrítico. Creo que es fundamental apoyar y promover a los escritores noveles, ayudarlos en su camino literario y brindarles herramientas para que desarrollen su voz propia. Y a quienes ya dominan el arte de la escritura, leerlos siempre es un placer, como lo ha sido, en mi caso, con el escrito de Homero Carvalho.

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