Una víbora le cuenta cuentos al sol y el sol le cuenta a la víbora desde cuando se calienta tanto. Una tortuga les interrumpe los cuentos. Le invita a la víbora a jugar en el árbol grande.
—¿Al árbol grande? Ese árbol es mío —le dice la víbora.
—¡Un momento! —les dice el sol—. El árbol grande no es mío, pero gracias a mis rayos es grande. Si quieren jugar en él, es a mí a quien deben pedir permiso.
Unas aves metiches que tomaban el sol protestan.
—El árbol es de los que volamos, siempre estamos en sus ramas, es nuestra cuna, todas nacimos allí.
Discuten hasta casi quedarse sin palabras.
—¡Alto! —dice el árbol—. Mucha saliva y poco cerebro. En vano discuten. Alguien que no pregunta quién es mi dueño viene, me cortará y me convertirá en una silla o quizá en un palo de escoba.
Con urgencia los pájaros llaman a todos los animales que pueden, incluso a sus parientes lejanos. Preocupados se ponen de acuerdo para defender el árbol contra ese enemigo que no pregunta.
Esperan despiertos y atentos.
Cuando viene el hombre, el enemigo que no pregunta, se asusta al ver el árbol lleno de animales que ni espantarlos puede. El árbol, el sol, la tortuga, la víbora y los pájaros tuvieron su primera victoria.
Ese día los animales disfrutan del árbol, del sol y de sus amigos. Se cuentan cuentos hasta el amanecer.
Al día siguiente, el hombre que no pregunta trae a otros hombres con fuego y armas.
Se oscurece el día.
Todos los animales escapan por los disparos y el fuego.
Los animales desde lejos, unos tristes y otros llorando, bajo el sol enojado, ven a su amigo árbol ser cortado para que lo conviertan en palito de fósforo.