Blog Post

News > Etcétera > El almuerzo

El almuerzo

Mauricio Rodríguez Medrano

Me lo recuerda mi madre, aunque no quiere hacerlo: “La última vez que tu papá cocinó fue después de que lo despidieron de su trabajo”, cuando recién estábamos acostumbrándonos a ser una familia con crédito hipotecario a veinte años plazo. Mi hermano del medio dice: “Poco antes de aprender a robar la señal de CotelTV del vecino, ¡jajaja!”. Mi familia estaba compuesta por mi padre (postegresado de Derecho de la UMSA), mi madre (profesora normalista de Artes Plásticas), mi hermano del medio (barra brava de la Gloriosa Ultra Sur 34), mi hermano menor (concebido en Chulumani en pleno Mundial del 94, poco antes del partido Bolivia – Corea del Sur), y yo. Recuerdo: “Papá cocinó ají de fideo como lo aprendió de su abuela” (cuando era niño ella le había cortado la palma de la mano porque no supo pelar unas papas). Mi hermano menor dice: “O sea, nuestra bisabuela nivel dios que ninguno de los tres llegó a conocer”, la que se quedó tuerta o casi ciega antes de que mis padres se conocieran en una fogata bailable del colegio Dora Smith. “El primo hermano de tu papá me sacó a bailar primero”, dice mi madre. El primo hermano de mi papá era nuestro tío Tarzán que hasta sus sesenta usó unas patillas de Jhon Travolta, unas cadenas de oro falso y unos pantalones de pata de elefante. Mi bisabuela había enseñado a mi padre a tostar el fideo en aceite que había sobrado del día anterior y sin sal hasta que alcanzara un tono cobrizo. Le había enseñado a cortar el tomate y la zanahoria y el ajo en unos cuadraditos finos y casi perfectos. Luego a freírlos en otra olla, junto a un puñado de cebolla picada hasta que se hiciera transparente y el olor del ahogado desbordara la cocina. Recuerdo: “Mi padre pidió que uno de nosotros machaque el ají amarillo en el batán”. Mi hermano del medio dice: “Lo hice a escondidas en la licuadora”. La cocina, alias comedor, estaba en la planta baja de nuestra casa. Las paredes eran de color palo de rosa y el cielo raso de machihembre estaba pintado con un blanco crema pastelera. Teníamos un refrigerador amarillo que había sido acuchillado por mi madre para quitar el hielo del compartimiento superior. Al centro había una mesa para cuatro cubierta con un mantel floreado, a su vez cubierto por un nylon sucio, a su vez cubierto por la grasa condensada de todo lo que se cocinaba. Mi madre lo recuerda: “Tu papá odiaba el color de la cocina y de nuestra habitación”. “Es que ustedes no eran el uno para el otro”, digo. Ella era tan Bee Gees. Él era tan José José. En las pocas fotografías del día de su matrimonio ninguno aparecía sonriendo o abrazándose o intercambiando miradas. Mi tío Tarzán disimulaba su borrachera con unas gafas de aviador. Mis abuelos maternos tenían un rostro de funeral y mis otros tíos paternos esperaban el melodrama mexicano. Mi hermano del medio dice: “Hasta los más remilgados después se emborracharon bailando con Los Clímax”. ¿Qué discusión tuvieron mis padres la última vez que él cocinó? ¿Por qué mi madre guarda ese silencio tan católico, apostólico, romano? Recuerdo: “Papá acababa de agregar el ají amarillo y la carne molida al sartén y el fideo estaba listo y al poco rato mamá ordenó que saliéramos de la cocina”. Los tres nos quedamos con hambre esperando en el patio y olfateábamos desesperados el almuerzo. Mi hermano menor dice: “Ustedes me obligaron a picar todo el perejil”. Mi hermano del medio dice: “¡Por pendejo!”. Escuchamos unos gritos apagados por las paredes de la cocina y por el noticiero de nuestra radio en AM. ¿Discutieron por medias verdades? ¿Por medios fracasos? ¿Por qué mencionaron varias veces a nuestro tío Tarzán? “Desde ese día papá dejó de cocinar”, digo, y solo recojo un silencio incómodo y solitario, alrededor de la mesa del comedor.

error

Te gusta lo que ves?, suscribete a nuestras redes para mantenerte siempre informado

YouTube
Instagram
WhatsApp
Verificado por MonsterInsights