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El almanaque

Mi padre no era un hombre leído, pero sí sabido. Como mi abuelo y mi bisabuelo. ¿Y eso?, se preguntarán ustedes. Todo lo había aprendido en el almanaque Bristol. ¿Lo han hojeado alguna vez?  El viejo lo compraba siempre, cerca de la Navidad, para informarse, para saber cómo venía el año. Ahí estaba todo. Las predicciones del tiempo, los datos astronómicos, la posición de los planetas, los eclipses lunares y solares, el horóscopo, las fiestas movibles. Todo, pues. Y en unas pocas páginas. Un folletito, apenas, con su tapa anaranjada.

Marcaba con un lápiz rojo las fases de la Luna, semana a semana, porque, según decía, sus movimientos determinan todas las actividades del hombre. La agricultura, la pesca, en fin. Él tenía que saber qué días eran propicios para sembrar y cuáles para cosechar, conocer cuándo se dan las mareas altas y cuándo las bajas. “Pero, papá –yo le alegaba–, pa’ qué le sirve todo eso, si usted no es agricultor y aquí no hay mar”. Me miraba, nomás, sin contestar, pero él creía que la Luna influye en todo, en nuestros quehaceres y en nuestros menesteres.

Con decirles que ellos se cortaban las uñas y el pelo en cuarto menguante para no terminar con garras y melena. Incluso se guiaban por la Luna para encargar a sus hijos. Tenía que ser en el creciente para que tuvieran una vida larga. Ni qué decir de los casorios. Nunca en menguante, si querías que duraran.

De dónde creen que sacaron los nombres para su prole. Ni el cura del pueblo conocía tan bien el santoral como Don Bristol. Lo estudiaban antes de cada nacimiento. “Santoral al dorso”, advertía en una de sus páginas. Y en el dorso estaba la lista completa de los santos del mes, día por día. De ahí salieron los apelativos de mi abuelo y de mi papá, Eustaquio y Eulogio. Y el mío, Jacinto.  Yo no sé si a mí me encargaron en cuarto creciente, como a ellos, pero sí que fui parido en Luna llena.

Yo lo sabía leer de chico. Lo que más me gustaba era la propaganda del agua de colonia. Me retiraba al patio del fondo de la casa para admirar a la chica del aviso, con su cabello ondulado, suelto sobre sus hombros desnudos; con sus tules transparentes que dejaban adivinar sus formas. La imaginaba fresca y fraganciosa, como el perfume. Leía y releía el verso del anuncio: Yo he visto,/ temblando recatado en tus pestañas,/ el precioso caudal de tu ternura/ condensado, al brotar, en una lágrima. Hasta no hace mucho tenía pegada esa página en la pared de mi cuarto como un recuerdo de mis entregas clandestinas.

No lo he vuelto a ver desde que me incorporé al Ejército. Y estando aquí, en el frente, menos. El Ciego Díaz, que se alistó conmigo en el mismo regimiento para defender a la Patria, vio una noche al sargento Menacho hojeando un ejemplar. Lo reconoció por su tapa anaranjada. Seguramente cayó en sus manos de pura casualidad. Tal vez lo encontró en la mochila de algún finado en combate. Me hubiese gustado echarle al menos una mirada. Solo por los recuerdos que me provoca y porque aquí las únicas letras que se ven son los partes de guerra, las órdenes del comando y las listas de muertos y heridos que cuelgan los oficiales en sus tiendas de campaña.

Ustedes no me van a creer, porque es de no creer, pero mi abuelo Eustaquio supo el día que iba a finar gracias al almanaque. Lo supo al enterarse por el folleto de la llegada de un cometa, el tal Halley. Hizo sus cálculos y así fue, porque él había nacido, según le contó su padre, 75 años antes, cuando pasó la bola de fuego por primera vez. Era una señal, pues, ni qué.

Eso le dio tiempo para arreglar sus asuntos y no dejar ningún pendiente. Habló con el carpintero, el viejo Ruperto, a quien le encargó su cajoncito mortuorio, y después con el padre Melquíades. “Aquí le dejo esta limosna por adelantado pa’ lo que se vaya a ofrecer después”, le encomendó, pensando en el responso. Llamó a mi papá y le confidenció: “Yo no tengo otro hijo, tú eres el único; si aparece alguien con la historia de que es vástago mío, no le creas”. Y, claro, mi padre se quedó mosqueado. “No te preocupes, hijo, yo conozco mi cuento”, le respondió cuando le preguntó a qué tanta advertencia.

Cuando apareció el cometa en el horizonte, mi abuelo se puso mal. Se fue apagando mientras la bola cruzaba el cielo con su penacho de lumbre. Empezó con unos enfriamientos del cuerpo, unos dolores musculares y unos vahídos. El boticario, Don Julián, un hombre sabido en la cencia de las dolencias, lo trató con artemisina, quinina y dedalera, pero nada. Al final se rindió. ¡Es pasmo!, sentenció, un mal incurable.

Dizque esos días nadie quería mirar el cielo. Mi abuelo, menos. Había pánico en el pueblo. ¡El fin del mundo! ¡El fin del mundo!, andaban pregonando. Los vecinos llenaban el templo, prendían velas a todos los santos, rezaban rosario tras rosario y se cubrían la boca y la nariz con un pañuelo. Pensaban que la cola del cometa era un humo venenoso. El tata cura no se daba abasto, con el confesionario a reventar y el reparto de hostias de nunca acabar, pero al final no pasó nada. Al único que se llevó el Halley fue a mi abuelo. Yo nací cuatro años después. Por eso no llegué a conocerlo.

Yo leía la información sobre los ciclos de la luna y las predicciones de las lluvias, aunque, claro, para saber esas cosas no es necesario consultar el almanaque ni ser hombre de campo. Los animales saben cuándo deben buscar comida, dormir y reproducirse, según haya luz o haya oscuridad, sea tiempo de secas o de lluvias. Ellos detectan antes que nosotros los movimientos del Sol y la Luna. Desovan en Luna llena o en nueva. Lo saben sin preguntar. Nadie les dice qué hacer ni cómo. Pasa lo mismo con las plantas. Crecen y mueren siguiendo sus ciclos. Lo mismo que los hombres.

Eso sí, yo seguía con mucha atención la posición de los planetas. “Mercurio estará en su máxima elongación el 22 de septiembre”, anunciaba el folleto. “Venus se verá en el cielo como lucero del alba el 23 de octubre… Marte se mostrará como un objeto brillante el 1 de marzo”. Anotaba las fechas y me tumbaba a la orilla del río, bajo el techo estrellado, para otear el horizonte. Contemplaba el camino de leche, salpicado de puntitos de luz, y me preguntaba si era cierto que el Todopoderoso apagaba y encendía los astros para distraerse en sus noches de insomnio.

También me gustaba leer el horóscopo. “Será un año de serenidad en el amor, de pasión, pero creadora, caminarás mano a mano con la persona que amas. Buscarás nuevas aventuras, sensaciones fuertes y, sobre todo, un amor pasional”, leía, y pensaba en la moza del anuncio. La imaginaba remojándose los pies en un arroyo clarito, con los tules recogidos sobre sus muslos, entre acacias aromáticas y lapachos floridos. El Ciego Díaz se burlaba de mis calenturas. Él prefería buscar consuelo con las inditas matacas que capturaban los oficiales para entregarlas a la soldadesca.    

Al que le fue mejor que a mi abuelo fue a su hermano menor, mi tío abuelo Graciano.  “Y cómo no le iba a ir bien, ¡si nació en Luna nueva!”, decía mi papá. La Luna nueva siempre tira pa’ delante, creciendo y creciendo, porque nace al terminar el menguante y atraviesa todo el creciente hasta convertirse en Luna llena, ¡siempre pa’ arriba!, a diferencia de la Luna llena, que ya no tiene pa’ dónde crecer y se va pa’ abajo, rodando por la pendiente del menguante. Por eso la gente prefiere la Luna nueva para empezar cualquier acometimiento.

Tal vez ustedes no lo sepan, o sí, pero la Luna nueva guarda toda su energía en su vientre. Es oscura porque lleva la luz en sus adentros. Así era mi tío abuelo, pura energía, un hombre muy sabido, muy inteligente, la luz de la familia. Se fue joven a la capital, no tanto para hacer fortuna, como para escapar de la maledicencia de los vecinos. Lo creían ateo y masón porque era partidario del divorcio y no quería que los curas se anduvieran metiendo en ninguna actividad ajena a la sacristía. Fue fundador del Partido Liberal y escribía en el periódico El Imparcial a favor de la libertad, el progreso y la paz en el mundo. Los conservadores lo persiguieron y se fue a vivir a Francia, donde vio de cerca la Gran Guerra. Dicen que hizo fortuna, pero la familia nunca supo nada más de él.

Lo mejor del almanaque era la información sobre los libros. Bueno, no era mucha, porque tenía pocas hojas. Yo la repasaba y creía haber leído el libro completo. No hay persona más sabida que Don Bristol. Basta verlo en la carátula, con su busto rodeado por una guirnalda y su rostro barbado. Un sabio, pues, centenario.

Por él me enteré de la existencia de Homero, sobre los viajes de Ulises. Recuerdo muy bien uno de sus dichos: “Las palabras vacías son malvadas”. Un día me fui a la escuela para preguntarle al maestro, Don Agapito, sobre las aventuras del viajante. También quería saber más sobre el Quijote cuando leí lo que le dijo a su sirviente: “A menos que sea la muerte, para todo hay remedio”. Cierto, verdad verdadera.

Así le fui agarrando afición a la lectura. Hasta el día de hoy. Gracias a esa curiosidad, estaba pendiente de las novedades que traía Don Santiago a su negocio, la papelería Dos Mundos. Claro, yo no tenía dinero para comprar sus revistas y novelitas, pero él me dejaba leerlas a condición de que le cuidara la tienda cuando salía para hacer algún mandado. Le llegaban cada martes en el tren del sur junto con los periódicos. Yo me entretenía hojeando la Enciclopedia Ilustrada y leyendo la revista El Tony. ¡Qué lindos tiempos! Claro, eso fue mucho antes de que la prensa trajera la noticia sobre los preparativos de guerra.

La que sí le tenía respeto a los eclipses era mi abuela Fabiana. Como nadie. Decía que el diablo los carga con los peores presagios. Y así debe ser. “Por algo la Luna se pone roja y por algo la palabra eclipse significa desaparición”, me explicaba Don Agapito. Uno de esos oscuramientos trajo la peste negra y se llevó a muchos vecinos. “Dios aprovecha que la sombra se traga la luz para descargar toda su ira por los pecados del mundo”, aseguraba la viejita, santiguándose.

Ella sobrevivió a todos, menos al que llegó con el nuevo siglo. Con el apagón del Sol empezó a sentir todas las dolencias. Fiebres, diarreas, vómitos y aquejamientos en la cintura y el bajo vientre. No eran achaques de la edad. Según Don Julián, era costado, como le llamaban a ese mal, pero para la comadrona, Doña Gertrudis, muy sabida en esos menesteres de tanto atender parturientas, era cólico miserere. Decía que cuando un dolor se mueve, cuando camina por todo el cuerpo, no es peligroso. Lo grave es cuando está quieto, en un solo lugar. Era el caso de mi abuela. Le daban unos mates de corteza de sauce para aliviarla, pero ni así.

La pobre se fue consumiendo de a poquito. Cuando mi abuelo la vio cuajada de moretones, como apaleada, llamó al padre Melquíades para que le cantara el ¡Apiádate Señor!, a ver si así se mejoraba, pero el Señor, lejos de apiadarse de ella, se la llevó, porque la pobrecita, al escuchar la rogativa, pensó que le estaban rezando el responso y se dejó ir.

A mí me hubiese gustado ver el almanaque estando aquí, en el frente, para distraerme en las noches de guardia, en la soledad de la trinchera; para leer las noticias sobre las novelas o las frases célebres, los dichos de los notables, como lo hacía en el pueblo; para quitarme de encima tanta congoja, tanto pesar, olvidarme del hambre y la sed. Y, sobre todo, para sacudirme el runruneo de la fusilería que te zumba en los oídos durante los silencios de la campaña.

Solo para eso, y así le dije al Ciego Díaz durante nuestra última guardia, porque para reconocer la posición de Venus o de Marte o para seguir los ciclos de la Luna, basta con mirar el cielo. Y el cielo, dicho sea de paso, es lo único que uno puede ver en este yermo sin amargarse la existencia. Del horizonte pa’ abajo, y aquí estamos todos para dar fe, no hay otra cosa que tuscales secos y espinosos que se yerguen como esqueletos premonitorios; cañadones arenosos, habitados por espectros errantes, con unas pocas aguadas nauseabundas, caldos de malaria y disentería que matan más soldados que las balas enemigas; pajonales desteñidos y matorrales percudidos, poblados de mosquitos y alimañas, restos de vida de un paraíso que nunca existió. Dios lo abandonó después del séptimo día de la Creación porque no pudo soportar la soledad y la aridez de semejante terregal.

Después, estando en el hospital, pa’ qué iba yo a querer lectura, tirado como estaba en un jergón apestoso, con enfermeros y sanitarios yendo y viniendo entre camastros y camillas, mirando de reojo las mortajas anónimas, indiferentes, curtidos ante el dolor ajeno, sabedores de que el consuelo es más triste para el que lo da que para el que lo recibe; pensando, tal vez, como en el poema de Don Bristol, que la suerte que la vida nos concede/ es llanto y es dolor/ dichoso aquel que, apenas nace, muere/ semejante a la flor;/ y dichoso mil veces todavía/ quien, con suerte mejor, se libra de nacer, que así no sufre/ el odio ni el amor.     

Hoy se cumplió otro ciclo, como todo en la vida. Como el de las flores en la tierra y el de los astros en el cielo. Hace una semana contemplé la Luna llena desde el puesto de vigía. Llenita, blanca, luciente, ¡lunita de agosto!, como no la había visto jamás. Se abría paso entre las nubes amontonadas, triste como toda víspera, iluminando con rayos tímidos la picada de abastecimiento que debíamos proteger del ataque enemigo. Era la misma que alumbró mi nacimiento. Eso tiene la Luna. Encuentra acomodo en cualquier firmamento. Su imagen quedó congelada en el tiempo, grabada en mi retina, fija en mi memoria, antes de que el latigazo de fuego abriera mi pecho como flor de quebracho y ensombreciera mi vigilia; antes de que su rostro plateado se tiñera de sangre como en los días de eclipse, antes de que se apagara en su viaje menguante sobre mis despojos.

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