Claudio Ferrufino–Coqueugniot
Despierta el domingo con dos párrafos que Rudy Henrich me envía desde las páginas de Llover sobre mojado, de Lisandro Otero, escritor al que conozco pero de quien no he leído tal libro. Cuenta de los comentarios de Ilya Ehrenburg acerca de autores e historias ruso-soviéticos que se han hecho muy míos en cinco décadas de lectura, una relación que no podrá destruir la actual realidad orate del ninfo putino.
Shklovsky, Babel, Mandelstam, Pasternak, Koltsov, Tujachevsky, Nechaev, Herzen… Toda mi vida, desde la florida tumba del santón de Yasnaya Polyana al bucolismo de la hacienda de Premujino donde hervía una de las grandes mentes: Mijail Bakunin. Rusia, o lo que era Rusia entonces, me acompañó. Leí hasta cuentos infantiles, monstruos, hadas, animales parlantes. Tarde, hoy, para desechar lo bueno y temprano para pelear como se pueda en contra de esta basura imperial. Sacha Yegulev, de Andreyev; Demetrio Rudin, de Turgueniev, personajes imposibles de olvidar, rebeldes. Los populistas del siglo XIX, la Voluntad del Pueblo, Tierra y Libertad, la Subdivisión Negra; las terroristas, de Vera Zasulich disparando a Trepov a Fanny Kaplan que le quitó inmortalidad al calvo Lenin.
Páginas de novela, magníficos poetas, cine del mejor. Ahora mismo estoy con Boris Godunov, de Sergei Bondarchuk (1986), admirando el arte y pensando en el alma rusa, un retruécano en sí misma. No hace mucho, en la noche caliente y con grillos de Aurora, disfruté en la breve pantalla de mi teléfono una obra maestra: Viy, de Konstantin Yershov y Georgi Kropachyov (1967), basada en el texto de Nikolai Gogol. ¿Cómo alejarme de Las almas muertas, de El Inspector General, de los cuentos vagabundos de Gorky? Tarkovsky, Glinka, la música popular rusa, que muchas veces es gitana o cosaca…
Marina Tsvetaeva, Anna Ajmátova.
La película El loco, de Yuriy Bykov (2014), que descalabra la retórica de normalidad y bienestar que viene desde los bolcheviques. Leviatán, de Andrey Zvyagintsev, también del 2014…
Zoshchenko.
Ilya Ehrenburg ha sido el gran maestro de mi formación literaria a través de sus memorias, y de mi afición por aquella parte del mundo a la que he de retornar. Sería 1972 cuando en la librería al lado del cine Víctor, en Cochabamba, compré, editado por Joaquín Mortiz en tapa dura, su Tercer Libro de Memorias: Los dos polos, con una foto emblemática del autor judío, cámara filmadora o fotográfica en mano. Esa fue mi introducción a su obra, además de mi asombro. Nunca conseguí los otros tomos de la edición mexicana, conozco sus portadas, una de Ehrenburg con aquel alto sombrero con el que lo eternizó Max Ernst en una pintura colectiva de los artistas de París y la otra que no recuerdo.
Vino desde Buenos Aires, en tres volúmenes más pequeños, de letra menuda, la colección completa. Al igual que con el tercer tomo disfruté el resto de manera notable. Tanto de lo que soy, escribo y rememoro me viene de Ilya Ehrenburg. Recuerdo que a mis veinte años iba parado en el micro D rumbo a casa, con un libro suyo en mano. De pasajero estaba el doctor De La Fuente, abogado amigo de mi padre que, sin conocerme, me preguntó que cómo llevaba una novela de Ehrenburg, que ya nadie lo leía. Era La conspiración de los iguales. Fue uno de los pocos libros que no regalé a alguna amante, entusiasmado por sus misterios: se fueron Blaise Cendrars, Baudelaire, hasta Nietzsche, creo, en pos de vestidos oscuros emanando efluvios de azahar. Postrimerías de algún colchón tirado en piso. El barrio de Aranjuez no era lo que es hoy. Nuestro el tiempo. Y los eucaliptos con olor de tus tetas mojadas valía la entera literatura. Puedo recordar muchas lecturas pero me cuesta imaginar el temblor de tus pezones.
Antes de emigrar de retorno a Bolivia el año pasado compré la linda y carísima edición de Acantilado. Solo por tenerla y por evitar el mayor deterioro sobre todo de la edición argentina. Me alegra que se lo haya rescatado. Muy necesario. Como hicieron con Stefan Zweig.
Hay libros que uno abre en cualquier lugar y lee. Salta a otro y lee. Cada párrafo vale, pesa. En mi caso nunca fue la Biblia porque en casa no se andaban con santos ni con k’oas, ni comunión ni hoja sagrada. Agradezco tanto por ello a mis padres. Crecí con Faulkner y Somerset Maugham, con Dostoievski y Güiraldes. A ese hogar no entró Dios, así leyera por interés vidas de santos y la Historia de Cristo de Papini. Eso me sucedió con Ehrenburg, y ahora con el nuevo voluminoso libro lo hago a menudo, bajo la mirada de sugerentes mujeres de Otto Dix y Christian Schad en la pared.
Alisto otra vez maletas. Los tres meses de Denver han terminado. Nada de chauvinismo en volver, solo la apacible presencia de mis idos, la noche enfrente de un ventanal desde donde aún veo el Tunari. Como de niño, embobado yo con la luz de los camiones que subían la cordillera. A Morochata, decía mi padre, y esa villa como tantas más tornaron míticas. Creo que la influencia de Homero, el más leído en la infancia y juventud, ha permeado mi espíritu de humos épicos.
Cansinos trepaban los camiones Isuzu de mediano tonelaje. Hace un año subí a las aguas termales de Liruini y encontré el mismo polvo. Observé la quebrada para ver si Francine no había olvidado su ropa interior al lado del torrente. Iluso yo, como si cuarenta años fuesen dos días. Lo dicho, qué hiciste de mi Homero, poeta ciego. Aprendiz de escribir en la mediterraneidad del Ande. Huelo a eucalipto y retama. Huelo a ellos a pesar de que mi hermana me regala un agua de colonia de pomposo nombre.
Esta mesa de noche de aquí tiene mi botellón de agua, el resto de algunas medicinas que quedan de la pesadilla. Los libros que estaban encima ya están empacados. Llegaré a Cochabamba a quitar el polvo que se filtra por las puertas. Quizá con suerte, cuando abra las memorias del ruso, caiga en las anotaciones sobre Nezval. ¿Por qué? Porque hoy me acordé de ti, Elisabeth, madre, abuela, bisabuela, de lo que he guardado tuyo que hasta tú has perdido.