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Ecce homo

Márcia Batista Ramos

La pluma de Miguel, increíblemente, flotó del cuadro hasta su mano. Entonces, se sintió especial por recibir semejante milagro, a las cuatro de la tarde, en pleno miércoles de ceniza. Pensó que podía ser una especie de premio, porque en tantos años de vida, nunca se embriagó, tampoco experimentó drogas, ni siquiera cigarrillos. Y como vivió el recato, pudoroso (casi todo el tiempo) que le enseño su abuela, creyó que merecía un milagro. La pluma de Miguel, era el milagro que faltaba para que ella se sintiera especial.

Con el toque de la pluma, sintió un calor inmenso en todo su cuerpo, como si se hubiera ruborizado desde el pie hasta la cabeza. Cerró la mano y los ojos y agradeció a Dios y a Miguel, por semejante prodigio. Después abrió los ojos y volvió a mirar el cuadro y no había más pluma en la pintura, abrió la mano y ¡hela, ahí!

Salió a la calle y vio el mundo con otros ojos, como si la pluma le hiciera ver todo más claro. (No me refiero a la claridad de la luz. Hablo de esa claridad de la mente, que logra conectar todo en el universo, por lo menos, en el universo que te rodea, que le rodeaba en aquél instante).

Miró al poste y vio la cara del hombre que secuestró la niña en la escuela; se acercó más al poste y al mirar la cara estampada del delincuente vio, en sus ojos, el calabozo donde ocultaba a la niña secuestrada de la escuela. Entonces, miró más persistentemente y la imagen de la cara del facineroso, simplemente, desapareció.

Tomada por sorpresa ella vio el poste de cemento y medio desconcertada, dio unos pasos y paró a la vera de la calle, esperando que pase el Lamborghini que se aproximaba corriendo, tal vez, el chofer estuviera loco, para imprimir semejante velocidad en la ciudad. Cuando el Lamborghini pasó, ella vio el rostro del conductor y reconoció al criminal, secuestrador de la niña que está en el calabozo, al tiempo que escuchó un ruido seco y miró al asfalto viendo a un perro gato aplastado sangrante.

El rostro del criminoso se quedó muy presente en su mente, entonces cruzó la calle a unos metros del lugar que se encontraba, para no pisar en la sangre del perro gato aplastado en el asfalto.

En su mente, estaba la incógnita de quién sería la niña secuestrada por el conductor del Lamborghini, que aplastó al perro gato en el asfalto.

Entró a un local discreto por una taza de café, donde un televisor prendido, daba cuenta de los días de carnaval, del tráfico de armas, de la algarabía colorida, de la trata de personas, de los espectadores de la fiesta pagana, del comercio de estupefacientes, entre otras noticias. Ella no puso mucha atención a la pantalla distractora y ruidosa, hasta que, vio el rostro del conductor del Lamborghini hablando sobre intereses del Estado. Sintió un escalofrió desde el pie hasta el cuero cabelludo; de forma automática, señaló la pantalla sin poder pronunciar palabra alguna, tal era su desconcierto; estaba atónita; por unos segundos, no logró coordinar las ideas.

Luego se repuso y pagando salió del café hacia la calle, sin rumbo, porque estaba desconcertada. En la acera a unos cinco metros de ella, vio que el Lamborghini estaba parqueado y el chofer, asesino de perro gato en el asfalto, secuestrador de niña, estaba al volante. Ella se detuvo y trató de enterarse qué hacía él allí. No tardó más de dos minutos para escuchar los disparos y gritos que salían de la joyería del frente. Sus pantorrillas temblaron, como un particular terremoto, que no le permitían moverse. Los asaltantes se fueron en una movilidad que paró a recogerlos. En seguida el conductor del Lamborghini partió desapareciendo en la ancha avenida. Ella giró sobre su propio eje y regresó apresurada a buscar el cuadro de Miguel. Mientras pensaba que, tal vez, el perro gato aplastado en el asfalto, no tenía nada que ver con la foto de la niña secuestrada de la escuela, tampoco, se relacionaba con el comercio de estupefacientes, ni con el tráfico de armas o la trata de personas. Tal vez, la niña nunca existió y todo era una mala pasada de su mente que, en el fondo, no se sentía digna de recibir un milagro de Miguel.

Paró delante del cuadro y cuando se dispuso a comunicarse en oración con Dios y con Miguel, para devolver la pluma, sintió una pesada mano en su hombro; rápidamente, se dio la vuelta y vio delante de si al secuestrador que mantiene la niña en el calabozo, el mismo que dirigía el asalto a la joyería, el que aplastó al perro gato en el asfalto y maneja el Lamborghini.

Tomada por el pavor, ella reunió fuerzas desde el fondo de sus entrañas, y dejó escapar un sonido ronco exclamando:

– ¡Ecce homo!

Mientras que el hombre que apareció en las noticias hablando sobre asuntos del Estado, sonrió y con toda calma y finesa de un verdadero gentleman, le dijo:

– La pluma de Miguel o la vida…

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