Leer sus novelas en estos momentos constituye una lúcida apuesta por la paz, pues incitan a la ternura, la indulgencia y la fraternidad
Rafael Narbona
Siempre abrigaré una profunda gratitud hacia Dostoievski, pues gracias a él descubrí la literatura. Crimen y castigo me abrió las puertas de un territorio hasta entonces invisible para mí. No fue mi primer libro, pero sí el libro que transformó mi vida. Leí la novela con dieciséis años. Corría el mes de junio y una ola de calor abrasaba Madrid. No es un dato casual, pues Crimen y castigo está ambientada en un caluroso San Petersburgo, donde únicamente los portales umbríos, las tabernas y los sótanos proporcionan algo de frescor.
La concordancia entre realidad y ficción alentó la inmersión en una obra que convirtió la experiencia de leer en una vivencia compleja. Hasta esas fechas, la lectura había representado para mí la oportunidad de escapar de la rutina, adentrándome en paisajes exóticos, como el fondo del mar, la India colonial, los mares infestados de piratas o los silenciosos y fríos valles de la Luna. Crimen y castigo me trasladó a otros paisajes, donde el decorado ya no estaba hecho con bancos de coral, bajeles en llamas, tigres devoradores de hombres o cráteres alfombrados con un polvo blanco, sino con tempestades éticas y metafísicas que planteaban agudos dilemas, mostrando el contraste entre el bien y el mal, la luz y la oscuridad, la compasión y la crueldad.
Dostoievski me obligó a reflexionar sobre la culpa y la redención, la inocencia y la perversidad, la libertad y la necesidad. Al finalizar Crimen y castigo, ya no era el adolescente que se emocionaba con el coraje físico de héroes épicos, sino una persona más reflexiva que admiraba el heroísmo moral de los que buscan implacablemente la verdad.
Me parece injusto adoptar medidas contra escritores, artistas o deportistas rusos con el pretexto de la invasión de Ucrania
Mi deuda intelectual y emocional con Dostoievski ha provocado que leyera con honda consternación la noticia de que una universidad italiana había suspendido un seminario sobre su obra, alegando que la guerra de Ucrania así lo aconsejaba. No se trata de un hecho aislado. En filmotecas de toda Europa se han retirado de la programación los filmes de Andrei Tarkovski. Los teatros de ópera han prescindido de Tchaikovski, la soprano Anna Netrebko y el director de orquesta Valeri Gergiev han sufrido un boicot generalizado y la gira del Bolshoi ha sido suspendida. Las represalias han alcanzado incluso a estudiantes y profesores.
La Universidad de Valencia ha invitado a sus alumnos rusos a que abandonaran sus aulas y la Universidad de Córdoba ha anunciado que rescindirá los contratos de los profesores de procedencia rusa, cubana o iraní que no condenen explícitamente la invasión de Ucrania. La NBA advirtió que multaría a los jugadores que criticaran la guerra de Irak, pero ahora se exige que artistas y deportistas rusos se muestren beligerantes contra Putin y, lo que es más delicado, contra su propio país. Es una demanda que evoca el clima de histeria del macartismo, con todo su cortejo de indignidades. No estaría de más recordar que Stefan Zweig se abstuvo de condenar el nazismo en sus inicios, temiendo que sus palabras se interpretaran como un ataque contra Alemania.
¿Por qué se considera que no es apropiado en las circunstancias actuales organizar un seminario sobre Dostoievski? ¿Por sus ideas? No está de más recordar cuáles eran. Tras abrazar postulados revolucionarios en su juventud y pasar cuatro años en Siberia acusado de participar en un complot contra el zar, Dostoievski adoptó una perspectiva tradicionalista. Pensaba que Rusia debía mantenerse aislada de Europa para no contagiarse de sus ideas decadentes. Afirmaba que la iglesia de Roma había deformado el mensaje cristiano por su ambición de poder político. Consideraba que solo la Iglesia ortodoxa se había mantenido fiel al espíritu del Evangelio. Celebraba el autoritarismo de los zares, pues desconfiaba de la democracia y desdeñaba el liberalismo.
Dostoievski
Putin comparte con Dostoievski la visión de Rusia como una especie de reserva espiritual contra la deriva de Occidente hacia una degradación de los valores y las costumbres. No suscribe el pacifismo y el vegetarianismo de Tolstói, pero eso no le ha impedido descolocar a los periodistas en una conferencia de prensa citando una de sus frases: «En la vida no hay felicidad, solo hay un espejismo de ella en el horizonte». ¿Qué quiso decir? Soltó la frase tras reunirse con Biden en Ginebra. ¿Se trató de una reflexión existencial o política? ¿Se refería a las ásperas relaciones entre Rusia y Estados Unidos o aludía a alguna forma de insatisfacción personal? No conozco el mundo interior de Putin ni sus gustos literarios, pero me parece injusto adoptar medidas contra escritores, artistas o deportistas rusos con el pretexto de la invasión de Ucrania. Es una iniciativa tan grotesca como acusar a Mark Twain de la bomba de Hiroshima o a Beethoven de los crímenes del Tercer Reich.
Se ha generalizado una versión de la guerra de Ucrania que niega cualquier responsabilidad a la OTAN, pese a que la crisis de los misiles en Cuba evidencia que ninguna superpotencia toleraría en sus fronteras la presencia de bases militares de un viejo adversario. La propaganda ha reemplazado al análisis. Se criminaliza al que matiza, disiente o insinúa que el conflicto debe interpretarse como una colisión de intereses geoestratégicos y económicos. Este clima explica que se ataque a la cultura rusa como si fuera un frente más.
Dostoievski nunca destacó como ensayista o pensador. Sus ideas son poco originales y previsibles. En cambio, sus novelas son una de las cumbres de la literatura universal. Pienso que leerlas en estos momentos constituye una lúcida apuesta por la paz, pues incitan a la ternura, la indulgencia y la fraternidad. No son fábulas belicistas, sino narraciones hondamente humanistas. El príncipe Lev Nikolayevich Myshkin, protagonista de El idiota, encarna los valores de ese cristianismo primordial que recorre toda la obra de Dostoievski. Se comparta o no la fe del escritor, no parece sensato oponerse a la utopía de un mundo donde el amor fraterno reemplace al odio y la codicia.
Prohibir a los escritores que han alzado la voz contra la guerra únicamente contribuye a que la violencia continúe
Quizás suene ingenuo, pero no es menos pueril luchar por acumular bienes que no podrán acompañarnos más allá de la muerte. Detrás de los conflictos, hay una interpretación errónea de la vida. Un materialismo excesivo ha provocado que el ser humano descuide lo esencial: la convivencia pacífica, los placeres sencillos, el cuidado del espíritu, la alegría de compartir. Es una situación que recuerda a la infelicidad de los ciudadanos de la época helenística, rebajados a súbditos por la expansión imperial de Alejandro Magno.
En esa coyuntura, florecieron las escuelas filosóficas que buscaban proporcionar herramientas para combatir la frustración. Estoicos, epicúreos y cínicos desplegaron un abanico de propuestas para vivir mejor, discriminando entre lo esencial y lo superfluo. En nuestros días, la filosofía debería realizar un esfuerzo similar, impulsando un cambio de mentalidad. No es una quimera. Gracias a la Ilustración, se reconocieron los derechos humanos, el sufragio universal, la libertad de pensamiento, incluso de planteó por primera vez acabar con la discriminación de la mujer. Pensar que nada puede cambiar es una forma de contribuir a que todo siga igual. El fatalismo no es sinónimo de lucidez, sino de mediocridad.
Volveré a leer a Dostoievski y también regresaré a los libros de Tolstói. Putin y Biden deberían releer –o leer, pues quizás no lo hayan hecho aún– Guerra y paz, fijándose en que cuando los jefes de Estado ponen fin a las hostilidades, los heridos y los muertos no recuperan sus vidas. Solo viajan hacia el olvido. La guerra es el mayor fracaso de nuestra especie y prohibir a los escritores que han alzado la voz contra ella únicamente contribuye a que la violencia continúe, sembrando un dolor irreparable.