Claudio Ferrufino-Coqueugniot
40 minutos manejando. Un par de autos. 43 grados. Un mapache viejo se detiene al salir de la alcantarilla y me mira.
La noche y el pensamiento. Algunos dolores obvios y otros escondidos. El hombro blanco de Milana Semenova, cubierta con una toalla de lila claro. Casi la luna llena.
Soy descreído pero mis padres están en la noche. Hablo con ellos, Buenas noches mamá papá. Nadie nos interrumpe. Las luces de neón se juntan con las estrellas. Pido consejo, nada he aprendido en casi sesenta ciclos. Milana Semenova se tapa el oído. En la foto no se le ven los verdes ojos. Milana Semenova no estará cuando vuelva, anda perdida en los campos de Alexander Nevski, en la anciana Veliky Novgorod, cerca del lago, más cerca de Estonia que de Moscú.
Fletwood Mac, folklore checo. Los acordeones suenan tanto en el frente de Stalingrado y en los tanques republicanos del Ebro. En las chicherías de Cochabamba donde los tejos suenan secos, tac tac, el zapateado del azar. El pretérito que siempre viene en blanco y negro, jamás a colores. Hacemos fila, de niños, entusiasmados a las puertas del cine. “Es a color”, “a colores”. Si todo es a color, por qué el frenesí. Porque el ecrán es como el sueño, tan fuera de la vida misma, y tan cerca, decapitado de día de la cabeza y vuelto a colar por la noche, con cera bruta de marrón oscuro. Marrón oscuro de la chancaca. Piloncillo le dicen por acá.
Tengo los pies con calcetines en la calle Clarkson, no tan firmes como quisiera. Por ellos corre brisa helada. Supongo que esta melancolía me viene del dos por ciento de judío ashkenazy que cargo sin saberlo hasta ayer. De dónde y de cómo. La dosis suficiente de Kafka y Bruno Schulz, la que trae las chucherías diversas que cuelgo por las paredes, diablos de Zihuatanejo y kusillos que en La Paz te pueden matar por motivos dicen que políticos pero yo sé por qué. Secretos de nosotros los indios, piedra de piedra sola, torpe y aislada, confraternizada. Y martirio. Martirio siempre. Mucho martirio. “He vivido tolerando martirio…”, llora la cueca.
Camino por Tver, tan lejos todavía. La toalla se habrá secado, los hombros. Los ojos. Los ojos de los mapaches llevan antifaz. Baile de máscaras. Te conozco, mascarita. Si la vida es tango. Baile, por tanto. Los atunes escapan por las Puertas de Hércules a mar abierto.
Tóxico, me definió una tonta filipina para secuestrar a su madre de mis brazos. Las ramas del árbol se secaron por el invierno pero son poderosas. Daniela Billus mira una foto del Far West y susurra: “hermosa”. Como tú, y lejana como tú, en manos de tu esposo. Pero podrías ser Helena, raptada y amada en los atardeceres de Ilión. Proserpina. Europa. Puedo ser (olvidó decirlo Leonard Cohen) cisne, mi Leda. Ábrete como el floripondio, exuda veneno que decidí morir, ahogarme en el negro Ponto, en la viscosa saliva de tu vientre.
Doce y quince, ha pasado un minuto y la vida toda. Cruzo las esquinas solas. Hay policías escondidos que seguro dormitan mientras los criminales danzan. Tengo un harén en la mente donde ninguna se fue, ninguna murió ni se enfermó. Ni cumplió cumpleaños. Incólumes, desnudas, de matorral o imberbes, igual amadas. Un centímetro más de piel, uno menos, el asunto vive en la pasión, en los tambores rítmicos del taarab, del Bilad az-Zanj (tierra de Negros), según llamaban los geógrafos árabes a las villas del África oriental, de Lamu, Mombasa, Tanga, Dar Es Salaam, Zanzíbar…