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Divagaciones

Andrés Canedo / Bolivia

Ocupo mucho tiempo en recuperar presentes del pasado. Será porque el presente, presente, ya no me trae grandes aventuras, salvo las mentales. A eso se agrega, que uno aprende que cada instante es irrepetible. Los amores, los sueños, los dolores, la ausencia de heroísmos, aunque tal vez algunos actos de mi vida hayan requerido de enorme coraje y resiliencia, sobre todo en el sentido de fortaleza. Mis novelas, Territorio de signos y también, Pasaje a la nostalgia, muestran algo de eso. Pero, en fin, esos son muchos de los pretéritos presentes que rescato. Recuperarlos, me ayuda a afirmar y entender mi ser actual, al que llegué hoy día. Cada uno de ellos es como estar atento en la ventana y morder un pedazo del amanecer. Apretarlo, cobijarlo en mí, en mis brazos, como a un niño extraviado.

En cambio, el presente, presente, son algunos amigos, también de los viejos tiempos, con los que tomamos café y charlamos, por lo general, intrascendencias. Esos pequeños trastos abandonados, pero a la vez tan dulces por su simpleza. La dulzura inesperada de las cosas simples, de esas astillas, de esas remanencias olvidadas del alma, pero sin cuyo apoyo, como pequeñas cuñas, se desmoronaría todo el edificio, se caería como el tronco de árbol devorado por las termitas del tiempo. El presente de hoy, son también mis males físicos, pero que acepto como imagino la decadencia de la biología personal. Y los relego, sé que no debo prestarles mucha atención, para que no me atrapen el pensamiento. El presente es también, estos momentos de escribir, de contarme a mí mismo, el mayor de mis sueños, el que está vigente, el que permanece, aunque tenue, pero con la capacidad de atracción para sacarme, por instantes, del anodino vivir.

Claro, con los amigos a veces charlamos también de arte, de teatro, de literatura, de historia, de las guerras de este presente repetidamente cruel. La empatía, ese primitivo impulso que nos viene desde los protohumanos, nos ha acercado y hablamos también de nuestros dolores del espíritu. Hablamos de todo eso, sí, pero no tanto como hablamos de mujeres perdidas, que sólo quedan atrapadas en un retazo, algo ya esquivo, del espíritu. Algunas intentan ya desprenderse, liberarse, para ir a vivir la vida propia que les restamos o a la que quizá sumamos. Sabemos, claro, que en la realidad ellas vivieron sus vidas; de otras, apenas lo intuimos, pero lo que queda en nosotros, nos esmeramos en recuperarlo desde la periferia del alma. Ellas fueron apenas amores efímeros, como estrellas fugaces que cruzan en algunas noches en las que miramos el cielo, en un acto único y trascendental, muy privado, muy nuestro. Por supuesto, están las otras, aquellas maravillosas con las que construimos los cimientos del ser, esas que todavía nos sostienen, aunque ya no estén. Así es este presente, un estar casi sin estar, un ser casi sin ser, despojado de oropeles y grandezas. Queda sólo la estructura básica, el esqueleto, el armazón despojado de carnes, pero que nos permite reconocernos. Como una supernova, que brilla intensamente, aunque ya es apenas un recuerdo, un resto, un fantasma. No quiero despedirme todavía. Aquí estoy. Tal vez aún pueda decirle a alguna mujer, que me duele irme sin haber intentado lo suficiente para hacerle el amor, y haber dejado pasar así, una explosión de vida y de luz, que me sostenga la sonrisa en el momento de la partida.

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