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Dios bendiga a los malos poetas

De: Jorge Muzam / Inmediaciones
No hay nada más genuino que un mal poeta, aquel que quiere y no puede, pero que igual escribe porque lo necesita, y hasta versea, aunque no pegue ni truene.
No escribo abiertamente poesía, no pertenezco a ese Olimpo gelatinoso, y solo me defiendo como narrador en el ring del todo vale. Allí peleo sin guantes, con poesía encriptada en mis puños. No me va mal, sobre todo entre latinoamericanos y europeos. Los japoneses me dan paliza. Y uno que otro ruso. Con el resto dribleo, aleteo y exaspero, como payaso melancólico de Buffet. Aunque Hrabal me podría dejar en la lona si quisiera. Y el insuperable Nabokov con su cinturón de mil kilates, o el paradógico Mo Yan, emperador hilarante de la esencia comunista. Con Bashevis Singer no me meto, porque es un gran Buda idolatrado por Henry Miller a los pies del Kilimanjaro. Pesos pesadísimos ante los que solo queda admirar y aprender, o difundir su obra, como discípulo descalzo en un desierto de hombres ensimismados.
Como poeta no soy auténtico, conozco argucias, agujeros en las alambradas, atajos para esquivar el jabalí iracundo. No soy inocente, y mi poesía puede confeccionarse como un Frankenstein de Keats, una paranoia sombría de Joyce, el ajo chilote sobre el lomo de un escarabajo azul, la luna menguante sorprendida dentro de una ducha sin cortinas. Mi poesía es un mekano, un fuego de artificio de catorce relámpagos controlados. Por eso suelo buscar a los poetas malos, a los bendecidos por la inocencia, a los que aún se emocionan como un niño de tres años, tiernos y feroces, bellos como una mirada sin cicatrices, expuestos como un Dios atarantado argumentando el guión del Génesis.
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