Como un soñado coma, suponiendo que las sensaciones persisten en letargo. O un paraíso sin Evas ni manzanos, a pesar de que benditas sean, y benditos.
Comenzó con una noche sin dormir, los eternos paseos entre sombras y animales salvajes. Donde impera el silencio y la luz no vivifica sino que engaña, es subrepticia, femenina, sagaz, traidora y bella. Siguió con el habitual amanecer helado, la compra de pan francés, de carne en trozo por un lado y molida también, en el casi extinto -en mi refrigerador- fresco perejil. Añadimos Mozart, en trabajos corales. Ligia dijo que la estremecía; lo dijo en portugués que por donde se mire suena mejor que el traqueteo macizo del español.
A ratos contestar teléfonos triviales que preguntan que cómo y que dónde y si estás o no estás. Nada que altere la rutina de ir preparando una fiesta para 17, controlando el gusto de los conocidos y sospechando el de los nuevos. Se vacía generoso el vino negro en el tuco de peceto y poquillo menos en la salsa boloñesa, a la boliviana, a la mía, la boliviañesa.
El “mensajero” retorna al amigo Marcos Tabera. Música, música y musicantes. Fusión de ciudades y razas como otra cosa no suele ser una salsa cualquiera, para el tallarín o el pastel de pollo. Cuatro frascos acompañan el ritual: sal, pimienta, ajo y tarragona. Vinagre tinto de vino, hojita de laurel. Ha pasado media día y yo sin dormir. Me levanté a las diez de la noche, atravesé cuatro ciudades fraternas, pegadas entre sí. El televisor descansa fortuitamente callado. Adoniran Barbosa irrumpe con el samba blanco de los italianos del Brasil. Y se suceden más: haitianos y senegaleses, en francés e inglés. Las dos y las tres. Cuatro cinco y seis y llevamos destapadas tres botellas de ron, un malteado irlandés, lo que queda de scotch y malbecs con tempranillos.
Música. Y musicantes.
Como un coma, asumí, que te tiende ajeno a las veleidades del poder, al arbitrio incansable de quienes ni tiempo tienen de saberse inseguros, vanos, vacuos. Se pinta la barda de madera de sombra y camina tenue la noche que cumple un círculo de 24 sin dormir.
Dos días. No diré consumidos sino aletargados. Siesta larga con satisfacción indiscernible de no saber nada, más que mucho. Sabores como única ligazón con el entorno. Grupos humanos reducidos, falansterios de gula y trago. No hay noticia de tiranos ni de zánganos, de odaliscas o gabrielas montaño. Felicidad primigenia ¿primaria? Caminar por jungla de voces sin determinar sus fronteras. Elucubración de siglos para respuestas simples. Preguntas sencillas para contestaciones fáciles, cuando el abecedario no ha todavía creado voces como “sátrapa” o “dinero” y prima el agudo grito soprano de un coral de Mozart, tan triste como su réquiem, tan rico y placentero, toda una muerte fuera del sobresalto.
Cuando despierto, y sin embargo dormido no estaba, reflexiono que no oí jadeos furibundos de los Trumps y los Morales, que no escuché el sesgado susurro de perro del Linera, ni vi senadores con pollera ni al Bosco que se paseaba por mis tierras duales rescatando monstruos. Así, con soporte, la escritura adquiere placidez y pierde compromiso. Se convierte en pincel y pinta; en acuarela entre agua y color.
No quería despertar, y nunca dormido estuve, pero sonaron los cobradores el timbre diciendo que les debía del parking, del pomelo, del internet y los elotes cubiertos de mayonesa. Sonaron una y otra vez para mostrar que The Donald era el putañero más grande de la historia en un país beato. Blancanieves y los siete enanos en versión porno se acerca posiblemente más a la saga original que al lavado de pasiones de Walt Disney.
El amanecer del lunes me arrojaron periódicos en la entrada y tuve que leer, reafirmar mi condición pensante. Pues melancolía no falta, “os diré”, del momento en que estaba muerto, pero bien vivo trasegando ron y había olvidado los nombres.