Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Serge Reggiani para la melancolía. Miércoles caliente nublado. La mañana limpiando cajas, libros, discos, papeles, notas de amor. ¿Qué harás con tus alebrijes?, pregunta Omar. Los llevaré, son pequeños. Tanto he de dejar, mis máscaras mexicanas, mis ajuares afganos, muñecos del Orinoco, una magnífica colección de más de ciento cincuenta tejidos antiguos de Bolivia, entre awayos, taris y aksus, algunas ch’uspas de coca, ch’ulus, incluyendo el suyo personal que me regaló con devoción Danger Salamanca.
Hasta siempre, amor. Orquesta de Juan D’Arienzo. Lo escuchábamos con don Juan Hurtado, amigo negro colombiano, mucho mayor. Preparaba yo para nosotros asados en corte Rib Eye y los freía envueltos en tocino. Le gustaba venir a comer a casa y trabajábamos juntos en las noches de la calle Valentia. Arroz y ensalada. Don Juan contaba de sus años en la policía secreta, cuando cazaban habilísimos falsificadores de dinero. Los encontraban, destruían la maquinaria, se embolsillaban el efectivo y desaparecían a los artistas. Silencio en Bogotá, en Medellín, Santa Marta y el Chocó. En Palmira, Valledupar. Vivíamos con mi esposa en el tercer piso, apartamento K-24, avenida Peoria. Peorias eran indios al norte del Ohio, oriente del Mississippi. Ahora en Oklahoma, en donde reunieron a las tribus.
Juan predijo entonces, treinta años atrás, lo que se le venía a Venezuela. Vi, decía, a los venezolanos tirar las monedas porque no les importaban. Mierda que no necesitamos, afirmaban. Se deshacían de lavadoras y motocicletas casi nuevas, al basurero por un raspón. Auge del petróleo. Él les hablaba del tiempo de las vacas flacas. Estas vinieron; es más, murieron de inanición.
Un placer escucharlo, tanta vida, encuentros con Jorge Zalamea, secretos de la cumbia, versatilidad del plátano macho. De cómo llegó a Denver con su esposa no recuerdo. A través de la hija, creo. Vivimos el tiempo de la inmigración rusa, de las invitaciones en apartamentos del Club Valencia, morada de aquella gente concentrada allí. Vimos los desmanes de la mafia, el trabajo semi-esclavo al que se sometía a los huidos de la madrecita Rusia, hembra mal paridora. Armenios que ofrecían muchachas menores de edad a los managers gringos. Estos, entusiasmados, jamás habían visto en su perra vida de cuellos rojos el alcance del agasajo, la magnitud de la fiesta y el soborno. Nos invitaban porque nos respetaban. Jamás cedí un palmo ante ellos y además entrené al jefe del clan en cómo hacer dinero con trabajo en los Estados Unidos. Karol Seferyan se llamaba y excedió mis lecciones hasta hacerse rico a destajo. Su hijo pequeño era amigo de mis hijas y los tuve a cenar varias veces. De ser sombra en una esquina del warehouse, Karl, a manejar descapotables de lujo y comerciar con arte petersburgués. Muy rápido; muy breve. Le vino la cárcel, yo opté por los divorcios y la existencia nos separó. Recuerdo su cheque semanal de once mil dólares; yo ganaba cinco mil al mes y era mucho. Los georgianos se me quejaban, y más tarde los bosnios. La dirección no prestaba atención a mis informes de que la mafia rusa operaba allí. Escritorios destrozados y turbas de individuos subiendo a vagonetas armados de palos para ir a destrozar piernas. Observé, miré, caí también a la cárcel pero por cosas mundanas, sentimentales. Don Juan comentaba, bien sabía lo que pasaba, lo comparaba a su tiempo colombiano. Relataba la muerte de Gaitán y rememoraba páginas de Álvaro Mutis en el mar Caribe. Ilona llega con la lluvia…
A mí me llaman el negrito del batey
Porque el trabajo para mí es un enemigo
El trabajar yo se lo dejo todo al buey
Porque el trabajo lo hizo Dios como castigo
A mí me gusta el merengue apambicha’o
Con una negra retrechera y buena moza
A mí me gusta bailar de medio la’o
Bailar medio apreta’o con una negra bien sabrosa
¡Oiga!
“Aunque me cueste la vida sigo buscando tu amor” ¡Ay!
Agarro una foto de él junto a mí, separo otra mía en la punta de una canoa en el Mamoré, cuando Pablo disparaba a bufeos y cormoranes. La gran inundación, el martirio más antiguo de los hebreos. Me roza la frente una esquirla disparada del maltrecho revólver. Esta tarde en Trinidad prepararé fricasé cochabambino. Me he negado al alcohol, a ratos ejerzo duras penitencias. Es carnaval y las reinas muestran muslos más apetitosos que los de pollo dorado. Guerra de globos y peleas a puño limpio. Los golpes duelen más cuando el cuerpo está mojado. Los puñetazos resbalan dañando y dejando huellas de mal lavada sangre. En carnaval, Gloria, te escondí debajo de la cama y te quité la malla. Tus amigas gritaban tu nombre pero una orquesta de bandas interiores las hacía callar. Lloren alondras del campo.
Del lado derecho pongo un disco de Raúl Seixas y amontono los de Tierra Caliente, Balsas y Tepalcatepec, Jalisco y Río Verde. Tango de la época que me gusta. Me deshago de mucho, películas, libros. Guardaré en el depósito el volumen de poesía quechua de José María Arguedas para un supuesto futuro. Conservo para el viaje mujeres del jazz: Bessie Smith, Ethel Waters. Conservo el volumen de Sergiusz Piasecki y con gran pena dejo de lado mi colección de cincuenta mil etiquetas de cerveza. Trataré de salvar los vasos, los labios que bebieron de ellos, las piruetas del trago, la risa infinita.
El baile, el baile. Isabel, que murió joven, bailaba merengue de manera extraordinaria con Ligia. Era hija de la guerra civil de El Salvador, con tíos muertos y descabezados, procesión aterradora. De la Santa Muerte en sangrante sudario. Le reza a Jesús Malverde, protégeme del mal que me envuelve, del horror que me enferma, del dolor que mata. La sangre suele tener tinte de tuna, la sangre corre por la tierra zaporoga mezclada con jugo de granada, corre por mi mejilla.
También yo estoy enamorado de la Osa Mayor. Y de la Luna. Y de Luna que se desvestía en un club de “caballeros” del centro de Odessa.
Se agrió una botella de vino semi-dulce italiano. ¿Presagio? ¿Premonición? En el entierro de alguien los ébanos corceles parecen desfilar de cerviz baja. Mi amor por ti ustedes no ha de cambiar. Que vuelque sus retratos es simple estadística, que nunca olvidaré cómo bailabas desnuda en el cuarto aquel. Tenías treinta y uno y sostenías el teléfono para el selfie con el brazo izquierdo. Tus ojos bien abiertos dicen te deseo. Cuando te veo dando conferencias en Valencia, en una lengua que no te pertenece, siento que un mínimo se me ha arrebatado, que mucho objeto alrededor pero bien poco permanece. Tus dedos doblados en forma de araña mientras la tarde se suicidaba con cuchillo moto.
Mussorgsky… Pictures of You, The Cure…
Entre las once de la noche y las cuatro de la mañana conduje en medio de la tormenta. Cielo de relámpagos, de gigantes fotógrafos escondidos en la llanura que se pierde en Kansas. Escuché kabuki japonés. Cuán bello, cuánto misterio. Volumen máximo para acallar el granizo, decenas de conejos escapan a esconderse de las balas cristalinas del cielo. A ratos creo que se va a romper el parabrisas. Estoy bien lejos de casa, de la cubierta marrón que me arrulla.
Vuelve el trueno. He visto una foto de una nueva arma de guerra, el Thor, martillo de llamas. Tienen su belleza estas artes de muerte, intrincada orfebrería de titanio y acero. Ya la estarán usando por encima del desierto que va quedando al secarse las inundadas aguas del Dnieper. Por ahora estalla aquí, explosión, relámpago. Tamborilea en los techos el hielo. Se corta la conexión virtual, retorna; reencontré el Rabinal Achí, tragedia danzada de los quichés de Guatemala. Sorbo un Zacapa, huele a chancaca, a dulce de caña. Voy separando una docena de tejidos. De Leque y Pongo; de Potolo y Caripuyo; de los Pacajes con azules índigo; lutos de Calcha y campos tejidos por algún fantasma indio en las Salinas de Garci Mendoza, si hasta el nombre es poético; de Sacaca… del gran amo Sabaya… Cuatro chullpas robadas en tumbas del Desaguadero, la más linda de ellas con marcianos cabezones del siglo cuál antes de España. Ya que pensé en don Juan Hurtado que contaba del mundo casi ficcional de la Guajira, escucho boleros. Daniel Santos y Bienvenido Granda, Arturo Beltrán. A mí también me gusta el merengue apambicha’o pero olvidé las piernas negras, bailables, en algún recodo de París. Además yo, que fui picapedrero en la Marmolera Urkupiña, soy bueno para el combo pero cojo en danza tropical. Tieso y bruto.
Contesto a amigos y bloqueo enemigos. Para qué hablar con quién no comprenderá. Uno menciona Ñancahuazú, Teoponte, Huamanga y algo más. Cómo si me impresionasen veleidades pequeño burguesas. Gente que no ha trabajado, que no ha sentido el dolor del músculo. Fui picapedrero como dije, a ocho dólares el mes de tormento. En la chicha se iban diez el día de pago y quedaba debiendo. Cargador en los docks de Washington DC, repartidor de papeles en Francia, a pata, no pata pila pero caminando. Las piernas tiemblan con cincuenta kilos de cemento en la cabeza, tirando ladrillos, media docena de ellos en el aire sin que se despeguen. Barrí pisos y limpié excusados en una iglesia llena de fantasmas. Rodillas se doblan en el tercer piso con paquetes en los brazos, a veces dan ganas de llorar, se piensa en la madre, en cómo era en casa sentarse para el té. Canto de memoria y en silencio cuecas y zambas para distraerme. Aguantando horas, fríos, hambres, sed, ganas de mear. Hurgando entre el recuerdo de las cajas abiertas llegan sin invitación un colectivo de memorias. A la larga todas buenas, incluso las más duras, las desesperantes. Lloraba a las dos de la mañana y lloraba al despertar. Movía los dedos porque los creía muertos, frotaba muslos y calzaba tres pares de medias. Un tren de Villazón iba y venía, los pasajeros cagaban encima de las tapas del inodoro. La mierda se congelaba de inmediato. Apuro un singani que nunca me ha gustado, froto dedos con aguardiente, hago gárgaras de alcohol blanco. Noche de ronda qué triste pasas… Qué triste cruzas… Efímero contrabandista de queso fundido de marca Arcor, de hormas de parmesano negro y salames de Milán. Había tiempo de leer a Apollinaire mientras contaba billetes de a cinco dólares. Los hombres hormiga cruzan debajo del puente que separa a La Quiaca de Villazón. En la puerta del alojamiento se amontonará la mercancía. Luego al tren. Caminos de Tupiza y Cotagaita, vagones que atraviesan la sal de Uyuni que entonces era el fin abandonado del mundo. No había turistas y nadie quería vivir allí. Café en taza grande metálica, asado de llama, queso dudoso.
Visiones lejanas del Sajama y del Chorolque, olimpos de dioses lampiños.
Hoy fue día extraño. La municipalidad recoge los estragos del granizo. Entró con fuerza y sonido de bomba por mi chimenea y regó lágrimas dispersas en la sala. Oksana Sowiak canta canciones yiddish, de los minutos anteriores a la masacre. Me detengo, a las dos cuarenta y uno de la tarde me detengo. Ahorro el resto del día, siempre sobra espacio para penar. Mañana trashumaré de nuevo las sendas empolvadas, haré de la memoria orgía con serpentinas de angustia. He de ver otra vez a quienes no veía y pensar, que ya no pensaba. En silencio, goteo infructuoso de pila mal cerrada, mucho en derredor y nadie. Contrapunto, péndulo, clepsidra de Bruno Schulz.