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De qué hablamos cuando hablamos de morir

Roger Otero Lorent

Mi secretaria se había ido a almorzar y yo había decidido permanecer en el trabajo. Sonó el teléfono y no tuve más remedio que contestar. Una voz nerviosa de hombre comenzó a hablar a cien por hora.

—¡Mario!, conseguí la pistola, tengo el cuerpo en el auto. Tenemos que hablar con la mujer para informarle que vamos a mat…

—Lo siento —dije, tras darme cuenta hacia dónde iba la cosa—. ¿A qué número llama?

— ¡Mierda! Desde luego no pretendía hablar con usted.

—Me lo imagino.

— ¿Ha entendido algo de lo que he dicho?

—Ni una sola palabra.

El hombre titubeó. Y yo colgué con brusquedad.

Me puse a pensar en la aberración que acababa de escuchar. ¿Habría matado a un hombre y ahora lo tenía guardado en el auto? ¿O estaría a punto de matar a alguien que había sido encargado por una mujer? ¿Estarían buscando a Patricia, mi secretaria? Intenté consolarme con la idea de que tras colgar me había desconectado de aquella posible tragedia. Yo tenía mi vida, con sus propios problemas, que de por sí, al ejercer de abogado, resultaban agotadores.

Era hora del almuerzo. En casa, Isabela y los niños me estarían esperando, pero tenía tantos casos sin resolver en la oficina que demorar mi llegada me había parecido lo más sensato. Julio estaba a punto de cumplir trece, quería una fiesta de cumpleaños en limusina; Marioli, la menor, necesitaba alquilar un traje de reina para el desfile anual de su kínder; y Carlos, el del medio, mi adulado, me había pedido la colección completa de Ninja Go. Estaba pensando en estos detalles cuando volví a escuchar el sonido del teléfono. No se me cruzó por la mente no contestar. Podría ser Isabela o alguno de los niños o Patricia, informándome que se retrasaría, o alguno de mis clientes informándome sobre un nuevo rumbo en la toma de sus decisiones. Litigar en estos días, donde todo el mundo quiere ser abogado, y además consigue ser abogado, resulta por demás de aniquilador. Para mi desgracia, era la misma voz.

—Mario, no vas a creerla, soy Faquir. Me ha pasado una cosa terrible. Te llamé y marqué mal el número y empecé a hablar sobre el asesinato de tu primo y casi cuento que yo lo mat…

—Lo siento, pero ha vuelto a marcar mal el número —me atreví a decir en un instante de distracción.

Entonces se produjo un silencio. Fue cuando comprendí la estupidez que acababa de hacer. Estaba tan abstraído en mis propios problemas que no advertí la gravedad de mi respuesta. La pausa del otro lado me hizo asumir los hechos y sus consecuencias, pues me había delatado.

—¡Pero qué mierda! ¿De nuevo usted?

—Eso parece —pronuncié intentando sonar natural.

Tal vez si fingía seguir la conversación como si se tratara de una equivocación normal, que muchas veces me ha ocurrido, tanto en el rol del que marca con error como en el papel de contestar y comunicar el error, todo se disiparía y me ahorraría los posteriores inconvenientes.

—¿Desea hacer su pedido? —inventé.

—¿No es ahí Los Choferes del Chaco 232?

—No, no es aquí. Aquí es —vacilé, y debió darse cuenta de que mi inseguridad correspondía a la fabricación de otra mentira, pues lo que pronuncié luego adquirió el timbre de voz de alguien que lee la tarjeta empresarial de una pizzería que acaba de encontrar en su escritorio—… Alameda Junín trescientos… quin… ce.

—No entiendo cómo puedo marcar su número. Debe estar ocurriendo algo extraño hoy.

— ¿Hola?… ¿Hola? —fingí no escuchar—. ¿Hay alguien ahí?

Otra vez regresó el silencio. Estaba a punto de colgar aparentando el desperfecto técnico cuando la voz me dijo:

—No piense que soy tonto. Sé que el teléfono no tiene fallo. Y sé que ha escuchado muy bien.

Me inmovilicé.

—No se preocupe —dijo—. Creo que tiene usted también una voz muy cautelosa, y sé que no hará ninguna estupidez.

Esta vez fue él quien colgó primero. Yo me mantuve con el auricular pegado en la oreja durante el tiempo que demoró en apagarse el agudo pitido de corte.

Dejé los pendientes sobre el escritorio y me fui a comer, reteniendo en la memoria el «casi cuento que yo lo mat…». ¿Qué significaba eso? ¿Qué significaba, además de significar que había matado a alguien? ¿Qué significaría ahora que yo lo sabía? ¿¡Qué significaba, maldita sea!?

Durante el trayecto a casa me torturé intentando responderme qué haría el hombre. Marcaría y preguntaría qué tipo de negocio era, dónde estaba ubicado. Y Patricia le diría la verdad, un bufete, le diría mi nombre, Carlos Julio Sandoval Mendoza, abogado civilista. El hombre iría a la oficina y me amenazaría. ¿Cómo? No sabía. Sabía, eso sí, que yo no iba a llevarle la contra, no lo denunciaría nunca, con amenaza o sin ella. Y lo más probable era que el hombre no insistiera nunca más en llamar ni en siquiera averiguar mis datos personales. Total, la información recibida era escueta. No podría hacer ninguna denuncia con tan pocos datos. Sin embargo, en mi oficio diario estaba tan acostumbrado a conocer historias de asesinatos que se habían consumado por menos que una llamada telefónica que aquella preocupación se antepuso a todas las demás y persistió como un pequeño pero fuerte resplandor de ensueño que se prolongó hasta que, luego de almorzar con los míos, volviera a la oficina para enfrentar los problemas de la tarde. Dos clientes que ya esperaban mi llegada, me sacudieron con sus problemas de usucapión y abigeato, a las dos y a las tres y media de la tarde, respectivamente, y volví a la realidad.

A eso de las cuatro Patricia me informó que el teléfono estaba descompuesto desde la mañana y no entraba ni salía llamada. Alcé el auricular y descubrí que, en efecto, no sonaba nada. Le encargué que comunicara el averío a la central telefónica y tuviera cuidado en dar mis datos personales a quien llamara, lo cual le resultó extraño y yo no me encargué en esclarecérselo. Esa noche me quedé a trabajar hasta las nueve. Patricia se había ido hacían dos horas o más y yo tenía la mente puesta en la redacción de unas minutas de transferencia.

Estaba a punto de apagar la luz e irme cuando sonó el teléfono. Lo habrán arreglado, pensé, y ahora llaman para confirmar que la línea estará bien. Lo descolgué y dije:

—Hola.

Al otro lado no se oía nada, lo cual me asustó. Inmediatamente recordé el asunto del hombre muerto, la voz anunciando que él mismo lo había asesinado. Me dio escalofríos pensar que hubieran averiguado quién era yo y dónde vivía y ahora querían tomarse la molestia de que yo no los identificara. Me dejó colgando en el teléfono un poco más antes de decirme:

—Soy Faquir.

—Hola.

— ¿Cómo puedo confiar en usted?

— ¿Qué dice?

—Digo que cómo puedo confiar en que usted no me delatará.

Respiré hondo, decidí seguirle el juego hasta donde fuera prudente contestar. Quería acabar con la tontería de la persecución de una vez. Le dije conciso:

—No lo conozco, solo tengo su nombre, uno solo. Hay muchos Faquir en el mundo.

— ¿Y cómo sé que no tiene grabado el número con el que llamé hoy?

—Mi teléfono no tiene registro de llamadas.

— ¿Cómo puedo saber yo eso? El teléfono está a mi nombre. Si usted informara de esto a la policía y la policía se enterara que yo fui quien mató al hombre que hoy salió en las noticias, todo sería más sencillo para ellos.

Me tomé un buen tiempo antes de decir:

—No sé de qué habla.

—No se haga el tonto, doctor, que no le queda.

¿Doctor?

—Disculpe usted, pero esto es una pizzería.

—Tengo su dirección, doctor, la verdadera, ¿quiere que vaya a confrontarlo?

—No…, no…, no será necesario…

—Tiene una secretaria muy eficiente. Incluso me dijo que el teléfono tenía un desperfecto y por eso me dio un número de celular. Ah, también me dijo que usted tiene tres hermosos hijos y una esposa…

— ¿Qué es lo que quiere?

—Confiar en usted.

— ¡Escuche, monstruo! —dije—. Espero que pueda darse cuenta de que está hablando con un abogado. Antes de amenazarme piense bien con quién se está metiendo.

— ¿Y quién cree que soy yo? ¿Un pobre ocioso que…?

— ¡Váyase a la mierda!

Cuando estaba a punto de colgar el teléfono, otra voz intervino:

—Perdone usted —dijo.

Era ronca y bastante viril. Con una voz así era difícil imaginar que quien presumiera de ella fuera un tipo débil. Tenía el tono sosegado y, sin embargo, transmitía autoridad.

— ¿Qué quiere? Voy a colgar —advertí en temblores.

—Sí —dijo la nueva voz—. Sé que va a colgar, por eso me atrevo a presentarme.

—Escuche, no quiero saber nada más…

—No se tome las cosas de manera literal —rectificó—. Yo solo soy una voz. Y mi socio aquí es un imbécil. Tiene problemas de socialización. Espero lo disculpe.

Calló esperando mi respuesta.

— ¿Qué quiere? —volví a pronunciar.

—Créame, no queremos hacerle daño. Ni a usted ni a su familia. Pero fui yo quien le pedí a esta persona que dijo llamarse Faquir comunicarme con usted.

Mi corazón empezó a latir más fuerte porque sabía…, sabía que quienes me hablaban eran asesinos profesionales, si a eso se le podía llamar profesión, y la insistencia de comunicarse conmigo no podía representar otra cosa que complicidad o castigo, y en ambas, yo salía con desventajas. Tal vez me esperaban a la salida. Era de noche. Mi bufete estaba ubicado en el décimo piso de un edificio que albergaba a oficinistas con el horario de trabajo cumplido hace buen rato. Podría salir y ser detenido por un hombre encapuchado dispuesto a provocarme amnesia repentina a punta de puñetazos o golpes de jabón embolsado directo al cráneo, muy al estilo Al Capone, sin huellas ni rastros. El hombre de la voz viril quería escuchar de mi propia boca que haría lo correcto. Lo más sensato sería admitir mi participación. Total, en Bolivia, las grabaciones no tienen efecto legal que puedan constar como pruebas punitivas.

—Siento haber sido tan áspero… —suavicé.

—No. Es culpa mía. No debí haberle molestado en llamarlo —asintió la voz viril sin inflexiones, como si tuviera que seguir el libreto de manera automática.

No podía defraudarlo. Era la señal para la tregua y finalizar el capítulo, el momento ideal para convertirlo en anécdota.

—Pierda usted cuidado, mi teléfono no tiene identificador de llamadas. Tampoco tengo intenciones de darme más trabajo. Soy abogado y atiendo casos de gente en apuros, no me encargo de ser mensajero de la Policía. Además, ya conoce dónde podría encontrarme. Sería demasiado tonto de mi parte empezar a alterar el orden natural de las cosas.

El silencio que prosiguió me hizo vaticinar que al otro lado estaban reconsiderando dejarme en paz a través de un juego de miradas.

—Me alegra, doctor, que sea tan buen hombre de familia como abogado. Que pase usted una buena noche.

Y colgó.

Colgué yo también y me pregunté si no habría sido demasiado ambiguo en mi respuesta o si la suya no habría querido decirme algo menos de lo que mi paz necesitaba. Y aunque ya no pude concentrarme en hacer mi trabajo aguardé unos minutos en la oficina, con la puerta cerrada a doble llave, antes de salir, para darle tiempo a la voz viril de comunicarles a los posibles acechadores del edificio mi participación en lo que fuera que hubiesen cometido. Estaba demasiado nervioso, pues cuando llegué a casa aquella noche, no pude sostener una conversación con nadie ni hacerle el amor a mi mujer cuando ella me lo pidió entre las sábanas. Ella trabajaba para mí antes de que nos casáramos y aún se tomaba mucho interés por todo lo que pasaba en mi oficina, pero no tuve el valor de explicarle que había sido amenazado por unos matones vía teléfono. No obstante, para disimular mi desinterés en su cuerpo, dedicamos más o menos una agradable hora a discutir y analizar los casos más complicados que tenía en carpeta. Y cuando se durmió, apoyando su cabeza en mi pecho, empecé a sentirme mejor y creerme que lo peor había pasado.

A la mañana siguiente salí más temprano que de costumbre por la preocupación de recibir una nueva llamada, más que por deseo de agilizar el trabajo pendiente. Estaba mejor, pero no podía sentirme totalmente bien, en calma conmigo mismo; para conseguirlo debía primero cerciorarme de que las llamadas cesaran y no hubiera personas sospechosas merodeando mi casa o la oficina. Cuando uno se encuentra en una posición insostenible, todo lo que hacen los demás resulta peligroso e intimidante. Estaba asustado por lo que podía pasarle a mi familia, tan asustado que al llegar a la oficina, en un nuevo récord de llegada, intentando distraer mi mente con trabajo extra, me apropié del teléfono fijo de Patricia ubicándolo en mi escritorio y delegándole a ella otras tareas, cualquiera menos ocuparse del teléfono.

A eso de las once, salí a una audiencia, y tras mi retorno, le pregunté a Patricia si había llamado alguien estando yo fuera.

—Solo gente de la telefónica —dijo—. Tienen problemas con las líneas.

— ¿Está segura de que fueron ellos?

—Sí, dicen que les tomará todo el día arreglarlo.

—No le dé a nadie mi número celular.

—Está bien.

—A no ser que sean clientes antiguos que hubieran perdido mi número.

—Está bien.

—Y en ese caso, asegúrese de que sean clientes.

Dudó en afirmar. Al darse cuenta de que no le daría más recomendaciones, por fin se atrevió a preguntar:

— ¿Se siente bien?

—La verdad, no. Ayer usted atendió una llamada que no debía.

 — ¡Disculpe! —se apresuró en responder—. Me había olvidado decírselo. Su primo Sergio llegó de La Paz y quería saber cómo estaba su familia. Por cierto, un hombre muy preocupado por usted y los suyos. Me preguntó de todo, pero usted sabe que a mí no me gusta hablar de más. Se lo iba a decir ayer mismo, apenas lo vi, pero luego lo encontré con esa cara que tiene a veces y me ha recomendado que no lo perturbe cuando se la descubra. Por eso le dejé una nota sobre el escritorio, tal como me ha recomendado que haga. ¿No la vio?

—Patricia, no tengo ningún primo Sergio.

La expresión de vergüenza que sostuvo durante el corto tiempo que estuve ahí para analizarla me hizo tener fe en su inocencia. Apenas quiso disculparse di media vuelta y me encerré en mi compartimiento. Pensé: «Entonces no volverán a llamar, las líneas están descompuestas, puedo quedarme tranquilo».

A la una en punto me anunció Patricia que solo demoraría quince minutos en salir a comer, en compensación por su error del día anterior, al menos eso fue lo que la oí decirme desde el otro lado de la puerta cerrada. No le respondí, y apenas la escuché salir, guardé los papeles que hojeaba, salí de prisa, eché doble llave a la puerta de mi lado y me dispuse a irme a casa. Cuando metí la llave en la puerta que daba al pasillo del edificio sonó el teléfono en mi lado de la oficina. Volví como un rayo, abrí la puerta (aún tenía la llave en la mano) y cogí el teléfono sintiéndome un pobre niño indefenso. Intenté cubrirme aparentando voz de malo.

— ¿Sí?, ¿quién habla? —dije, casi a gritos.

—Usted sabe quién habla —dijo la voz viril en su habitual tono de mansa autoridad—. Pensé que teníamos un trato.

Quedé en silencio para que se explicara. No sabía a qué se refería y no quería estropear mi defensa ante un ataque que no sabía cómo vendría.

—Vamos a tener que hablar en persona, doctor.

— ¿A qué se refiere? Estoy de salida.

—No se vaya, estoy en camino.

—Usted no es el único cliente al que debo atender.

—No voy en calidad de cliente.

— ¿Qué es lo que quiere entonces?

No respondió y pude apreciar el ruido de la calle, una mezcla de sonidos que me hicieron suponer que viajaba en auto y a toda velocidad, con la ventana abierta, seguramente acompañado por gente discreta encariñada con el silencio de los demás.

—Tiene que esperarme… ¿o prefiere que lo visite en su casa? —agregó desafiante.

Tuve que colgar. No supe por qué. Fue la reacción. Un acto reflejo. Y no por rabia. Dejé caer el auricular en el espacio justo para que se cortara la llamada, como si al simple contacto me quemara. Medio segundo después volví levantar el auricular creyendo que podía recuperar la llamada y avisar que estaría en la oficina, que no sería necesario irme a casa. Fue inútil. La línea estaba muerta. Esperé a que llamase de nuevo, intentando determinar qué tipo de voz usaría para que mi interlocutor supiese que era yo un hombre al que no se le debía molestar y no pudiese al mismo tiempo relacionarme con alguna especie de soplón. Empecé a practicar con el celular. Sin llamar a nadie, utilicé la técnica de mantener el teléfono a cierta distancia de la boca y di varias instrucciones con voz áspera a la oficina vacía. Luego aproximé la boca y hablé:

—Escúcheme bien, hombre perverso de pacotilla, usted no va a venir con amenazas a este lugar donde se respeta la Ley. Usted sepa bien que aquí actuamos bajo los preceptos de la justicia para bien de la sociedad.

Callé y de inmediato escuché la voz de Patricia al otro lado:

—Doctor, ya regresé, ¿se siente usted bien?

Su sombra estaba pegada en el vidrio de la puerta. No me atreví a responder. La sombra permaneció allí hasta que se me ocurrió actuar una carcajada y una frase evasiva dirigida a mi interlocutor imaginario:

—Sí, exactamente eso fue lo que le dije, Isabela. Ahora tengo que colgar, hay mucho trabajo que quiero concluir hoy. Chao.

No vi ningún papel más ni busqué nada en la computadora ni llamé a nadie ni salí a aplacar el bramido de mi hambre. Anduve vagando por la oficina hasta que se hicieron las dos, esperando que llamase el hombre, construyendo fantasías hasta que me avergoncé de mí mismo por lo cobarde que terminaba siendo. No creí prudente asustar a Isabela con mi cuento, pero llamé para avisar que no iría a comer. Y luego, durante cada quince minutos me dediqué a llamar ante cualquier tonta excusa para cerciorarme que ella y los chicos estuvieran bien. Todas las contestaciones fueron iguales, salvo la última, «Carlos, amor, ¿te sentís bien?, ¿ocurre algo?», razón por la que decidí no volver a llamar. Intenté resignarme con la idea de que si los matones fueran a mi casa yo sería el primero en enterarme. Aunque la prioridad que asumo como habitual tras llegar a la oficina es leer las noticias, en ese momento de desesperación y ociosidad volví a rebatir en el periódico algún titular ignorado que me diera la pista sobre la gravedad de los hechos que debía afrontar. La voz viril había sido muy precisa al decirme que su crimen había sido muy sonado en los medios. Sin embargo, nada me fue revelado por esa vía y volví a impacientarme. Me apoyé en la ventana que daba a la calle y me dediqué a observar a las personas que transitaban, intentando imaginar cuál sería el hombre que entraría por mí.

A una cuadra de la plaza principal de la ciudad, durante la hora de la comida, se ven centenares de personas que pueden figurar entre las más groseras del mundo y no obstante terminar siendo encantadoras finalizado el postre. Yo tenía grandes esperanzas de que eso sucediera con mi visita.

Esperé y esperé pero habían llegado las tres y media y nadie apareció. A las cuatro, luego de haberle ordenado a Patricia que no dejara pasar a ningún cliente a mi despacho, comprendí que el hombre de la voz viril no llegaría. Tal vez había recapacitado al darse cuenta de que yo no tenía nada que probar, y había decidido olvidarse de todo.

Nunca en mi vida me sentí tan furioso y tan humillado. Serían las cinco y cuarto cuando Patricia se despidió desde el otro lado de la puerta. Su despedida me sonó a rabia contenida, y en lo profundo de mi corazón no podía reprochárselo. Ninguna chica con dignidad podría haberme soportado. Poco después de que Patricia se fue decidí hacer lo mismo, pero sonó el teléfono. Era la voz viril. Me gritó:

—¡Maldito imbécil!, no entiendo qué clase de sentido del humor creés tener, pero lo que sí sé es que me has jugado una mala pasada hoy… dándome una dirección que no existe. Deberías estar muy arrepentido por hacerme perder el tiempo así.

—No sé de qué me habla.

Yo lo seguía tratando de usted, pese a que él había empezado a tutearme y el tono de su voz ya no transmitía la serenidad de las anteriores llamadas.

—Salí apresuradamente a tu oficina para evitar asesinar a tu mujer. Pero no pude evitarlo.

— ¿Qué cosa no pudiste evitar?

—No fui un hombre honesto con vos la otra noche.

—Pero de qué habla, no lo entiendo.

—Tenía miedo de que fallaras y terminaras confesando, por eso anoche decidimos asesinar a tu mujer. Espero que ahora te quede claro el mensaje y salgas de donde sea que te escondas.

Decidí no hablar para apresurarme a pensar. Apenas lo podía entender. Según podía percibir el hombre me hablaba de una situación en la que mi esposa estaba muerta anoche, o anoche habían acordado matarla y lo habían realizado hoy, además de que yo trabajaba en otro lugar que no fuera el edificio donde fungía de abogado. Dejé al hombre hablando solo y marqué por celular el número de Isabela. Me respondió al instante. «¿Estás bien?», le pregunté. «Sí, sí, ¿por qué?, ¿qué te sucede? ¿Carlos? ¿Carlos…?». Y le colgué. Volví a mi anterior conversación. La voz viril seguía hablando y yo seguía sin entenderle.

—Pensamos que eras más inteligente, pero la muerte de tu esposa, en vez de ayudarte a pensar mejor, te hizo más estúpido. Llamaste a la mujer del muerto contra toda advertencia. Ahora estamos esperando afuera de la casa de tu padre.

—¿Está esperando afuera de la casa de mi padre?

—Queremos que escuches cómo vamos a matarlo.

—Pero… mi padre está muerto desde hace quince años. La casa la vendimos y…

Recapacité, una idea se internó en mi cerebro haciéndome ver lo que nunca hubiera creído posible y en realidad era lo que estaba ocurriendo. De pronto todo tuvo sentido y me sentí dueño de la situación. Incluso se me dio por preguntar:

—¿Por qué no vienen por mí?

Mi interlocutor dudó en responder.

—No estamos negociando, doctor.

—Yo tampoco estoy negociando. Vengan por mí, los espero.

—Reconozco que tiene huevos.

—Es a mí a quien buscan, ¿cierto? Entonces vengan por mí —dije y me arrellané en el escritorio.

La voz viril pausó y yo me puse a jugar a la encestada con unos papeles inservibles del escritorio. Los hacía bollo y los lanzaba a la cesta de basura del rincón. Los dos primeros fallé y los dos últimos entraron perfectamente. No tenía más papeles inservibles. Me estaba aburriendo.

—¿No le asusta saber que hemos matado a su esposa? —por fin soltó la voz viril.

—Ah, sigue ahí, pensé que había colgado. Por favor, espéreme un momento —solicité, y acto seguido me levanté a abrir la puerta de mi compartimiento, avancé al frigobar que tenía en la parte de adelante, saqué jugo de lima y volví a sentarme de lo más cómodo en el sillón, con las piernas levantadas sobre el escritorio y sorbiendo lentamente el jugo—. Va a disculpar, es que no he almorzado por esperarlo, y ahora que sé que no vendrá, me he tomado la molestia de disfrutar un refresco.

—¿Quiere saber cómo matamos a su esposa?

—No estaría mal.

—Fue delicioso violarla antes de hacerlo.

—No lo culpo, es una mujer muy hermosa y usted es un sicópata.

La voz volvió a callar. Yo seguía esperando con soltura que se diera cuenta del ridículo que hacía conmigo, mientras preparaba frases ingeniosas y procuraba mantenerme lo más erguido posible. Sabía que el hombre probablemente estaría arrepintiéndose de haberme llamado por teléfono para decirme lo que había hecho y estaba a punto de realizar en contra mía, en un acto de venganza al que yo no le daba rédito. Al otro lado se expandía un silencio fúnebre, incluso se le había cortado el aliento.

—Mi estúpido sicópata, creo que es mejor que seamos sinceros en esto —comenté—, porque creo que estamos perdiendo el tiempo. En el mundo donde yo me muevo mi esposa sigue viva y mi padre está muerto. Mi oficina está en el décimo piso del edificio Oriental. Y yo los he esperado todo el día. En el mundo al que usted y sus matones pertenecen, han cometido un espantoso crimen que tiene consternada a la sociedad, alguien que no soy yo los ha denunciado ante la mujer del muerto, han matado a una Isabela que no es mi esposa y están a punto de asesinar a mi padre.

La voz viril seguía sin pronunciarse.

—Busque en su celular los titulares del periódico de hoy y dígame qué dicen.

—Estás loco.

— ¿Estoy loco? Yo no soy el que mata gente y llama para que lo escuchen hacerlo.

El hombre demoró en hacerme caso, pero lo hizo. Leyó a regañadientes:

—«Encuentran brazo de mujer en basurero».

Y yo acompañé diciendo:

—«Eclipse total de sol visible en Bolivia».

Intercambiamos otros datos relevantes, como la fecha, el nombre del periódico, el resto de titulares de la portada y un silencio de aceptación ante lo que había sucedido.

—Doctor —dijo al fin—… No soy creyente, pero esta vez no tengo opciones.

— ¿Puedo pedirle un favor?

—La verdad, no.

— ¿Está seguro que no quiere colaborarme?

—Sé lo que me va a pedir, y es demasiado tarde para eso.

—Quería hacerlo por las buenas, pero como veo que su carácter lo enceguece, voy a tener que llamar a la Policía y darle el número de Faquir.

—Usted no hará eso… —titubeó.

— ¿Ah, sí?, ¿por qué no? No podrán hacer nada contra mí, pertenezco a otro mundo.

—Mataremos a su padre en este mundo.

—Yo podría matarlo a usted en el mío.

—A mí no me interesa que me mate en su mundo.

—Pero le interesa seguir en libertad.

—No puede hacerme eso, maldito.

—Entonces ¿me concederá el favor?

La voz viril guardó silencio una vez más.

— ¿Y cómo sabrá que cumplí? —dijo con nerviosismo—. No le llegan los periódicos de mi mundo a su mundo.

—Pero podría hacer una llamada al azar desde mi teléfono y pedirle a quien me contestase que me los leyera.

— ¿Ah, sí? ¿A quién?

—A un policía, por ejemplo.

Se echó a insultarme. Luego hubo una pausa y me dijo en un tono de profundo odio:

—Dejaremos a su padre en paz.

—Le agradezco.

Tenía ganas de pedirle que me comunicara con él, pero no quería abusar de mi suerte. Ponerlo en contacto con mi padre hubiera sido como el ratón que le pone el cascabel al gato por orden del perro. Era preferible dejar las cosas como estaban. Mi estómago se retorcía de hambre y tenía una familia verdadera esperándome en casa. La despedida con mi enemigo se redujo a unos segundos más sin hablar. Deposité el auricular en su base y salí a cumplir con lo que me daría mejores ánimos.

Llegué a casa con la colección completa de Ninja Go, un traje de reina para mi pequeña y la promesa del cumpleaños en limusina para mi otro retoño. En la noche no le conté lo sucedido a Isabela, pero le hice el amor como en los viejos tiempos. Hubo más frases cariñosas que de costumbre y un par de nalgadas que la enloquecieron.

Al día siguiente llovió a cántaros. Me quedé un rato en el auto a esperar que la lluvia amaine. Descubrí que tres hombres cubiertos con impermeable le daban indicaciones a un cuarto subido a un poste de luz. Patricia apareció mojada por la vereda de mi lado. No me vio y yo no tenía intenciones de hacerme ver. Los vidrios se empañaron pronto. Recapitulé todo lo que me había ocurrido. Era increíble. Era increíble que alguien fuese tan despiadado como para asesinar a una familia haciendo escuchar por teléfono al que se quería amedrentar. Recordé a mi padre, a su encantadora presencia en mi casa y deseé que la lluvia no me hubiera impedido salir del auto en ese momento. Pensé en llamar por teléfono al azar. Después de todo no sería mala idea intentarlo. Podría solicitarle a alguien del otro mundo que me diera el número telefónico de mi padre, del lugar donde pudiera estar viviendo.

Esperé encerrado en el auto hasta que la lluvia disminuyó considerablemente. Ni bien entré a la oficina, le pregunté a Patricia si alguien me había llamado por teléfono. Nadie. Estaba tan ilusionado en hablar con mi padre del mundo paralelo que me fui a mi lado de la oficina a marcar. Presionaba las teclas al azar cuando Patricia me dijo en voz alta:

—Buenas noticias, doctor, ¡arreglaron el teléfono!

Entonces colgué, y un minuto después volví a descolgar el auricular, digité el número de Faquir para estar seguro de que, en efecto, la línea había sido reparada. Contestó una mujer. Me dijo, «equivocado». Procedí con otros números, los que se me ocurrieron ese rato. En todos me tomaron por loco. En algún sitio, aquí o allí, habían reparado aquel cable cruzado. Al finalizar el día me di por vencido. Devolví el teléfono al escritorio de Patricia y saqué del frigobar una cerveza. Allí me quedé hasta las ocho de la noche, bebiendo y soñando, y llamando de hora en hora a mi casa para mantenerme en contacto.

Las tres cervezas que tomé me pusieron a tono para enfrentar la calle. Di una última ojeada a la oficina y me puse en pie, dispuesto a marcharme. Abrí la puerta de salida con la sensación de no estar yendo a ninguna parte. Giré la llave con lentitud extrema, a la espera de que algo nuevo pasara. Y cuando sucedió, porque de pronto empezó a sonar el timbre del teléfono, contuve mi respiración, me detuve un momento y, aferrado a la llave, me dispuse a darle el segundo y definitivo giro que me sacaría a la calle sin ánimos de regresar.

(Tomado de Cuentos fuera de serie de Bolivia, antología recopilada por Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho)

Roger Otero Lorent (Santa Cruz, 1981). Escritor y comunicador social. Ha ganado en siete ocasiones el Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de la Sierra, cuatro veces en Cuento por los libros Simplemente cuentos (2003), Humor vítreo (2006), Cuentos tristes para una noche rota (2008) y De qué hablamos cuando hablamos de morir (2011), y por las novelas Malas palabras (2009), Mirá el pajarito y decí whisky (2012) y Los acertijos de Glenda (2013). También ha publicado los libros de cuentos Al otro lado del espejo (2002) y El arte de escribir sin escribir (2007), y las novelas juveniles Lo bonito de ser feos (2011), Bullying (2012), Lo bonito de ser feos. El inicio (2015), El amor en alguna parte (2016), entre otras.

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