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Dama de Hungría

Te apoyas en la verde puerta de la casa de Budapest. Te dora el sol húngaro, no demasiado fuerte para tu piel. Mueves el cabello casi rojo. En las orillas del Danubio salen a flote cabezas de judíos ahogados, aspiran aire como peces y se les puede oír gritando: “Josafat, Josafat”.

Cortas los trozos de lomo de ternera para el goulash, cebolla, papa y paprika. Lo habías preparado en Denver. Creo que era agosto y llovía. Con tu capote militar parecías salida de las páginas de Joseph Roth, la última austro-húngara ante la pradera india. La vecina francesa trastabilla y continúa hacia el parqueo murmurando frases incoherentes. Se cree por encima del mundo a pesar de su condición de jubilada al borde de la indigencia. No le presto atención y voy contando los días de tu presencia; ábaco de una sola línea con siete esferas. El número mágico de Thomas Edward Lawrence cuyo libro tengo en fotocopia y leo de manera constante y desordenada. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. El trayecto hacia la montaña, el aeropuerto. Susurras un no sé qué de Nuevo México, me alargas fotos del camino de Golden y de un bar en Boulder con tu elegante saco rojo. Vemos antigüedades y escoges una litografía de indios de los llanos, shoshones, para tu hijo.

Intercambiamos misivas, sugiero que a este paso terminaremos como Balzac y la condesa Hańska. Tus labores en el ministerio te impiden viajar. Yo soy más bien conformista y no quiero dar zancadas inestables. Belgrado, conversaciones acerca de egiptología, Champollion y el expolio cultural. Tu tesis doctoral sobre los rom. Esta vez, sobre las aguas color de hollín verdoso, cantan los hebreos olvidados aleluyas en conjunto. Se aferran a una Torah de plomo y se hunden colectivamente hacia el lodo industrial. Se desesperan y se aquietan. Con la riada despertarán, muy abajo ya de la gran ciudad y saldrán a las orillas a secar sus rugosas pieles de pez-gato.

¿Por qué hablar de los judíos? Porque de Lituania los tuyos vienen, de las manifestaciones rabínicas de la Jerusalén del bosque; Vilna, como Zhitomir, es otra Jerusalén; la única, la real, ha perdido su categorización hebrea para ser amorfa, muro en medio del infierno, Salomón desnudo corre en pos de las hetairas obviando historia y destino.

Pero no importa cuando las ropas caen y el Niágara se desborda, cuando Siberia se inunda y lentos perezosos de gris cuero remojado apenas pueden avanzar y los devoran anacondas junto a pirañas. Después la calma, el eclipse de noche que nadie observa, apenas los hechiceros cubiertos de pieles de ratón, quinientos de ellos para fabricar una capa, incluidos piececitos y desgranados colmillos en miniatura. ¿Qué fue de la fiesta del Purim? Y el Yom Kippur de inmensas sangres. He recuperado Satán en Goray, de Isaac Bashevis Singer. La página primera de atrocidades cuando el “malvado” Chmelnicki se acercaba a Zamość, en el voivodato de Lublin, me recuerda tanto al relato de Marcel Schwob como al de Pierre Mac Orlan cuando en el medioevo los del Armagnac cubrían la tierra de crimen.  

Kristina Balkina pasea los tatuajes de sus muslos bellos en Teotihuacán. Tú, con codos apoyados en el piso, paredes descortezadas, puerta esmeralda, pies de uñas pintadas, la mirada distraída como que no me ves. Torpes pasos del andino. Coral estruendosa de los milicianos fascistas hundiendo niños en el Danubio azul, vals de los muertos vivos, tarde de Budapest que desde entonces tarde de difuntos. Eichmann anota tren tras tren, también con ábaco chino. Día de muertos al inicio de la Gran Pirámide y tarde de ellos con el impactante reflejo en el agua de las ojivas gramaticales del parlamento.

Vuelvo a la condesa polaca Hańska, casada con Honoré de Balzac gracias a la tenacidad ¿obsesión? de este. Pocos meses de lujuria extinguida. La vejez enferma engulle la vida. Así la broma, el molusco de la conquista, comía las naves para que España ya nunca pudiera escapar de la tragedia en que se había inmiscuido. Nos escribimos, mujer de la que no digo el nombre pero que de Sándor Petőfi viene, y, ya dicho, de los talmudistas de la floresta profunda, con mugidos de bisontes, hadas, aparecidos. Letras, siempre, la a en pos de la zeta y todas las posibilidades cabalísticas, rebeldes y reacias, no algorítmicas.

Omar viene a buscarme. Elena prepara milanesas. Y aunque yo las sazono sabrosas las de las hermanas rememoran a la madre. ¿Te acuerdas, papá, cuando en Córdoba, en un boliche de medio pelo, los garzones gritaban: “marche una napolitana”? Peleaban en el televisor Marvin Hagler y Thomas Hearns, héroes ya del mito popular, músculo y sudor para nosotros. La Cañada cordobesa corría sutil por la noche. Si había pasado el horror de la represión no puedo decirlo, tendría que ver la fecha de aquel combate singular, troyano. Armando ya no estaba, nunca regresó desde cuando la Triple A le cercenó el futuro. Me alisto; llevaré un vino de mesa. Quizá al volver continúe el texto, posiblemente lo termine aquí en el punto aparte. Veré qué fantasmas benéficos libera la comida. El vino me recordará a ti, a aquel espeso licor que trajiste de Budapest a la lluvia colorada.

He aprendido a dormir. Por treinta y cinco años me mantuve despierto. Vigilaba; las hijas crecían. De día humanos con frutas y tomates roma; en tiempo de luna gritaban zorros y saltaban conejos. Había osos de cabello oscuro y leones de montaña resaltaban entre el bermejo de las rocas.

Siesta imprescindible. Décadas privado de ella gracias al frenesí gringo. Llegó el momento de matrimoniar al silencio. Permitir al sol acariciar la cubrecama, luego pergeñar rectángulos horizontales para atrapar la sombra. Tu rosa de Belgrado, roja con crepúsculos de entrepierna. Una silla puede convertirse en objeto de amor si te sientas en ella afirmando que las líneas del dibujo conducen al arte magno. Luego huyes rumbo a Rotterdam en donde un notario confirma que dejaste de ser mía. Guardo la flor disecada hasta el momento en que no hay maletas suficientes para cargar con mi memoria. El carro heladero pasa pisos abajo con cierta tonada clásica, la alegre canción del único gran sordo o Liszt.

Pompeya le escribe a Clodia, el 12 de noviembre, en Los idus de marzo: “Te echo de menos todo el tiempo”. ¿Quién soy, Pompeya o Clodia? ¿Catulo o César? De manera urgente te pido tus fotos prohibidas. No, no he demandado imágenes de Akhenaten. Para eso, para soslayarme de tal manera, prefiero que me entregues a Anubis, tú que de Egipto agarras el polvo y posas desnuda al sol de Hungría para enturbiar mi deseo.

En el desierto de Siria aúllan chacales. Buenos días, tristeza (¡Ah, Françoise Sagan!). Buenas noches, también.

Mañana temprano compraré sandía. Noto que falta el rojo en casa. Apenas en Max Beckmann, nada en Picasso ni en Schiele, nada en William Blake.

Imagen: León Bakst

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