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Cuento sangriento de Navidad

Sagrario García Sanz

Ese osito de peluche estaba allí cuando nos mudamos al piso nuevo dos semanas antes de Navidad y mi hija se encaprichó de él de inmediato. A mí no me hacía mucha gracia, había algo en él que no sabría muy bien cómo definir y que me daba mal rollo, pero Diana no se separaba de él y no me quedó más remedio que transigir.

No era más que un oso de peluche que habrían olvidado los inquilinos anteriores, o eso pensaba yo. Marrón claro, con la tripa y las orejas blancas, y los ojos negros. Ni grande, ni pequeño, un oso normal, o eso parecía. Mi marido no le dio importancia al hecho de que a mí no me gustara, y a mi hijo adolescente no le importaba en absoluto el oso de peluche, estaba enfadado con el mundo por la mudanza a otro barrio y se pasaba el día mirando el móvil, aunque, a decir verdad, eso ya lo hacía antes.

El cambio de casa no empezó con buen pie, los vecinos de al lado eran demasiado ruidosos y hablar con ellos no sirvió de nada. Les daba igual que fueran altas horas de la madrugada, las voces y los golpes eran continuos, especialmente los fines de semana, y eso fue algo que a mí me afectó especialmente. Yo tenía problemas para dormir, sin embargo, mi marido parecía que cayera en coma nada más meterse en la cama, se podría dormir en medio de un terremoto. Sin embargo, a Diana también le afectó porque en su habitación se oían bastante los ruidos.

Un día, de repente, los golpes cesaron, parecía que los vecinos hubieran enmudecido, por eso cuando la policía apareció por allí, supimos que lo que realmente había sucedido era que los vecinos habían muerto. Se llevaron los cuerpos del matrimonio y sus dos hijos adolescentes en bolsas grises con largas cremalleras, y nos interrogaron a todos los vecinos de la comunidad. Los cuatro habían sido degollados en el comedor, por lo visto había mucha sangre en el suelo y también salpicando las paredes.

Lo supe desde el principio, la noche anterior a los asesinatos, mi hija había llorado desconsoladamente abrazada a su osito porque los ruidos no la dejaban dormir y, justo al día siguiente, esos ruidos pararon. No sé cómo, pero yo sabía que había sido el osito de peluche, y aunque a mí misma me costaba creer algo así, tenía absoluta certeza de ello.

No se lo dije a nadie, cualquiera pensaría que estaba loca, así que me lo guardé para mí. Sin embargo, el miedo se apoderó de todo mi ser, mi familia y yo estábamos compartiendo nuestro hogar con un peluche asesino, y mi hija no lo dejaba ni un solo momento. Me aterraba verla abrazando a ese oso del demonio del que, por fortuna, mi hija no notaba el tacto de sus cuchillas escondidas tras los mullidos algodones del relleno.

El día que Diana subió disgustada de comprar el pan, me temí lo peor. Le había pedido que comprara dos barras en la panadería de enfrente y se había bajado a hacer el recado con el osito, pero el panadero debía tener un mal día y le contestó de mala manera a mi hija cuando ella le dijo que las vueltas estaban mal. Al día siguiente, el panadero apareció degollado sobre el mostrador donde despachaba el pan, que había pasado del color marrón desgastado del aglomerado al brillante rojo de la sangre. Otra vez tocó sufrir los interrogatorios de la policía y en el barrio ya se empezó a hablar de un asesino en serie.

Yo no sabía qué hacer, si mi hija se portaba mal, temía reprenderla por las consecuencias que ello pudiera tener para mí. Por fortuna, la afabilidad de mi marido no hacía que me preocupara por él, ni tampoco el pasotismo de mi hijo, que parecía que viviera solo en un mundo aparte.

El día de Navidad busqué información en Internet sobre objetos malditos y encontré una página que hablaba de utilizar agua bendita para romper ese tipo de maldiciones. No me lo pensé dos veces, a la mañana siguiente me hice con dos frascos de agua bendita en la iglesia del barrio y, aprovechando que mi hija estaba entretenida dibujando, cogí el osito y le eché el agua bendita por encima y, no contenta con ello, le metí en la lavadora, añadí más agua bendita al tambor y puse un programa de lavado de dos horas.

La verdad es que fue una locura por mi parte, me agarré a la solución del agua bendita como si fuera la mayor de las verdades y no contemplé la posibilidad de pensar en las consecuencias si ello no diera resultado. Y eso fue lo que sucedió, no dio resultado, y, efectivamente, tuve que asumir esas terribles y letales consecuencias, ya que esa misma noche fue mi cuerpo el que apareció degollado en el portal de mi casa cuando volvía de tirar la basura. Solo recuerdo ver al maldito osito escondido en la penumbra del hueco de las escaleras, lo de después fueron los gritos de la señora Margarita al verme tirada sobre un gran charco de sangre junto al árbol de Navidad que ponía el portero cada año, esta vez, salpicado por completo con mi sangre.

La policía no encontró ni una sola pista del asesino en ninguno de los casos y mi hija lloró mi muerte abrazada a su osito asesino que, además, llevó a mi entierro. Jodidos caprichos del destino.

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