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Cuento de Oswaldo Ramos Astibena

El día que el infierno descendió en Cotoca

Hacía mucho tiempo que doña Lorenza buscaba morir y la muerte le salió al encuentro el día que el infierno descendió al santuario de Cotoca, cuando los vecinos quemaron cuatro motocicletas, tres camionetas y saquearon dos viviendas. Una fue la de ella; se llevaron una mesa vieja, platos, tenedores y un par de cuadros antiquísimos que dizque fueron pintados por un español al día siguiente que Ñuflo de Chávez fundó Santa Cruz de la Sierra, que los heredó de sus abuelos.

Eso ocurrió, el día del infierno que se extravió en el calendario, en un enfrentamiento por puros motivos políticos partidarios que enardeció a la gente. Pocos se dieron cuenta de que en ese momento una nube negra, de esas que presagian mal tiempo, cayó como una enorme masa compacta sobre el pueblo, sin explosión, seca, sin olor, despidiendo un gas contaminante de ira, similar a una plaga de los tiempos de Moisés en Egipto. En la plaza se formaron dos bandos, uno con los con ojos enrojecidos por la ira y otro por la coca, el desvelo y el alcohol, mientras un montón de perros corría de un lado a otro protagonizando una barahúnda infernal de ladridos también rabiosos. Piedras, palos y ladrillos cruzaban volando a media altura con velocidad de bala y, en medio de una sucesión de petardos reventados como en Nochebuena, un grupo le prendió fuego a cincuenta llantas. La humareda envolvió las calles formando una cortina de nube que fue aprovechada por los voluntarios de la Cruz Roja para auxiliar a cuarenta heridos que gritaban con bautizos de sangre en sus frentes, brazos, espaldas, caderas, piernas y dedos.

Ese día doña Lorenza se levantó temprano, salió a la calle, miró su casa de tabique con siglos de edad, y luego la plaza, ahí donde se reúnen miles de peregrinos cada ocho de diciembre, ahí cerquita, a media cuadra de distancia, a donde se fue caminando, con el peso de la evidencia de sus ochenta y nueva años y la huella de haber criado once hijos que, cuando se casaron, se marcharon de uno en uno, dejándola sola, igual como yo la dejé a mi madre, pensaba.

Esa mañana soleada y seca ella veía todo más verde que nunca, las plantas se movían, se estrujó los ojos, no, no son plantas, eran montones de policías que llegaron para cuidar el edificio de la Alcaldía. Se persignó repitiendo en un cuchicheo «Jesús, María y José”, y vio a su compadre Rufino sentado en una esquina esperando, como si estuviera en el cine, a que comience la función.

Este compadre presiente las cosas igual que los animales cuando va a llover, y anda curioseando por todos lados el metiche, cualquier rato va terminar en problemas el flojonazo, el comedebalde que justo llega a visitar a mediodía y no hay más que invitarlo y escuchar sus chismes, dijo conversando consigo misma.

Para qué se puso a hablar mal de otra gente, se dio cuenta de inmediato, pero también de que ya era tarde para enmendar lo dicho, sus palabras se mezclaron con el aire, imposible recogerlas, porque de pronto, como le sucedía siempre que criticaba acciones ajenas, sus pensamientos empezaron a dibujar escenas de recuerdos de sus pecados nunca confesados, esos que cometió desde el día que decidió abandonar, en la comunidad de la Cantera de Piococa, a su concubino, mi hombre solía decir. Martín se llamaba, evocaba en su recuerdo. Era un gringo yugoslavo tan bondadoso como para liderar un movimiento de caridad. Era servicial, comprensivo y tolerante de las fallas de los demás que reprimió con una contracción de sus labrios el dolor de la traición al convencerse de que, en esa semana que estuvo ausente por un viaje imprevisto a Puerto Suárez, ella se fue con todo, lo dejó sin nada, le quedó solo la ropa del cuerpo, le dejó la casa pelada, ni siquiera el viejo y remendado colchón. Ni siquiera dijo algo cuando se enteró que doña Lorenza se vino a Cotoca cargando en una bolsa que una vez fue de azúcar de Guabirá, todo el dinero que él había traído de su país, producto de la venta de la vivienda de sus padres. Mucho menos la siguió para recuperar algo. Más bien oró por ella.

Yo traje el pecado de ladrona a este pueblo, por eso ahora hay hartos ladrones, no merezco vivir, siguió pensando, mientras giraba, para volver a su casa, con una lenta especie de ¡mediavueeelt! de soldado sin orden superior. Desechó la costumbre de ir a comprar su tujuré de todas las mañanas en el mercado. En su estómago sentía un sabor amargo de rabia, de rechazo a la vida, porque desde que llegué, desde que me vine, desde entonces camina la maldad por estas calles.

Giró lentamente sobre sus pies, pero no dio un solo paso. En ese instante sintió con mayor fuerza el deseo de morir, pero creía que hasta la muerte la despreciaba por la traición al gringo yugoslavo. De tanto pensar así estaba convencida de que fue ella la que trajo la semilla del mal que frutea ladrones. Todo sucede así, pensaba, por robarle a ese hombre extranjero que se me entregó completo en cuerpo y alma.

La depresión comenzó a provocarle angustia al recordar que de verdad nunca lo quiso al gringo Martín, aceptó ser su mujer por interés, porque era viejo y tenía plata, lo engañaba con su vecino don Canido, con quien pasaba horas de placeres en la cama, retozando de lo lindo, gimiendo y gritando palabrotas de excitación que rompieron la inocencia y escandalizaron el pudor de los niños que, enterados de sus puteríos, andaban espiándola por las rendijas de las puertas y ventanas de una abandonada casa de tabla donde se refugiaba la pareja.

La muerte no me quiere, siguió pensando, porque cinco veces intentó suicidarse comiendo piñón crudo mezclado con leche, pero jamás pasó algo. La primera vez boté una larga y gruesa tenia, una solitaria más vieja y fea que yo. Parece nomás, como dice la gente, que veneno que no mata engorda, fue una de sus deducciones, porque desde que botó al viejo parásito se sintió mejor.
Tantos intentos infructuosos de morir la hicieron creer que, precisamente en ese instante de angustia por sus recuerdos que parecían taladros repicando su mente, que tal vez poseía el don de la inmortalidad que la misma muerte se lo habría regalado como precio por su traición conyugal, porque de lo contrario no se justifica que yo siga viva, seguía pensando.

Dio otro giro lento, hacia un costado, como autómata, con pasos pesados, pero esta vez con los labios dibujando una grotesca sonrisa de bruja, de esas que aparecen en las figuras acartonadas de la televisión. Decidió ir a conversar con su compadre Rufino para mirar juntos la pelea anunciada frente a la Alcaldía entre los bandos políticos que, con seguridad, iban a obligar la intervención de la Policía.

No llegó a caminar ni cinco metros cuando cayó bruscamente de espalda, como atropellada por una bestial fuerza invisible. Cayó con un estruendo seco, sin vibración, de bolsa de cemento sobre un pedazo de tierra con grama de la plaza donde se recuestan los peregrinos en diciembre. Chorreaba sangre de su frente como por un grifo, por un orificio que le abrió una piedra que llegó desde alguna parte. Fue el instante de la pelea campal, el negro e intenso humo de las llantas y de los vehículos quemados provocó un eclipse de sol, la gente profería insultos de rabia y de dolor, llovían pedradas y palos a granel, reventaban petardos, asaltaban viviendas. Ese ambiente tenso y de alta contaminación con olor a pólvora y humo de llantas quemadas la obligaron a cerrar lentamente sus ojos que derramaban gruesas lágrimas de alegría, porque esta vez se cumplía su deseo de morir, y pensaba que eso sucedía porque la Virgen al fin escuchó sus ruegos, agradecía rezando a medias un Diostesaslvemaría para que Cotoca viva otra vez en la calma que se alejó cuando yo me vine aquí, esa tranquilidad de buenos vecinos que ni con un cura de alcalde se pudo recuperar…

Doña Lorenza dejó de sentirse inmortal cuando percibió que se nublaba su mente, que ya no tenía fuerzas ni para pensar, y que se moría de verdad. Las cámaras de televisión de un montón de canales filmaron apenas una pequeña escena de su caída que también fue registradas por las cámaras fotográficas de los periódicos y luego se olvidaron de ella para ir corriendo tras la noticia. Los periodistas fueron a buscar a los dos cuestionados alcaldes que se disputaban el cargo para pedirles su opinión sobre lo que estaba sucediendo.

En medio de la humareda don Rufino alzó el cuerpo de doña Lorenza y lo llevó directo al cementerio que está a dos cuadras de la plaza. Nadie lo vio, mejor dicho, nadie le prestó atención porque todos estaban participando en esa necia caricatura de guerra. La sepultó sin velorio, él solito, en cuestión de media hora, en un derruido y abandonado nicho que había sido de su abuelo, pero como el viejo se había muerto en otra parte quedó libre ese sitio de descanso eterno. “Pobre comadre, morir así…”

La prensa difundió la noticia de una mártir en la guerra por la Alcaldía de Cotoca, mientras los perros se acostaban sobre la tibia ceniza que dejó el infierno que acababa de retirarse.

Datos biográficos

Oswaldo Ramos Astibena nació en San José de Chiquitos, provincia de Santa Cruz. Obtuvo la licenciatura en Ciencias de la Comunicación Social en la Universidad Católica de La Paz. Ejerció durante 33 años el periodismo, tanto en la sede del gobierno (Presencia y luego Hoy) como en el departamento cruceño El Mundo y El Deber).

Tiene en su haber, entre otras obras:
-Recuentos, consistente en una serie de narraciones sobre hechos que hicieron noticias y convertidos en cuentos y relatos.
-Relatos con tenor a cuentos.
-Los cinco sin tierra, novela sobre sobre la vida de los condenados del planeta, de aquellos que, de verdad, deambulan con su miseria a cuestas buscando un pedazo de tierra, aunque sea para descansar eternamente.
-El purgatorio chiquitano (novela); Soy el marido de madre (serie de cuentos) y Microcuentos.
-Biografía de dos ilustres misioneros franciscanos: Padre Alfredo Spiessberger y padre Leo Zechner Mader, de enorme influencia en la Chiquitania.

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