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Cuento de Juan Claudio Lechín

El linchamiento de Epizana

(Basado en un episodio real)

Para los griegos el destino era una diosa llamada Moira. Muchos siglos después el azar convertido por ciencia en la teoría de la incertidumbre explicaría los sucesos sorpresivos. Pero sea por destino o por azar, todo accidente es una limpia geometría euclidiana donde no cabe ningún error o desviación en su formulación, de otra manera no sucedería.

El celular de Lambert Chávez, periodista de le red televisiva VisiónTV, suena pasadas las cinco y media de la madrugada. Es raro, él cree haberlo puesto en silencio luego de la mala noche que compartió con su mujer cuidando la tos de la pequeña Brigitte.

—Escuchame bien, la gente en Epizana, a unos policías, le han hecho un 316. Jodido, bien jodido, che oye. Primicia te estoy dando—, le informa un contacto.

No podía ir. Esa mañana tenía agendado cubrir varias noticias en Cochabamba, pero su instinto pitbull de periodista no puede dejar escapar la primicia de un “316”, de un apresamiento, y además de policías.

Una hora después toma carretera en un auto del canal. Son 130 kilómetros hasta el pequeño pueblo de Epizana. Edison, el camarógrafo, dormita a su lado. Timbra el celular, es Giovanna, su mujer:

—Lambert, todo dejas para ir a meterte en líos, ¿quién te paga después tu sacrificio? Bien loco eres vos siempre, y con el Edison creen que el micrófono y la cámara son la capa invisible del Harry Potter.

A mitad de camino los detiene un bloqueo de grandes árboles derribados con motosierra. En sentido contrario, quince policías vienen de regreso. Despejan la ruta por donde habían pasado, de madrugada, rumbo a Epizana con la misión de liberar a los policías detenidos. Apenas llegaron fueron rodeados por una multitud amenazante. Los dirigentes les lanzaron un ultimátum con tufo a alcohol:

—Si hasta las ocho de la mañana no traen a un fiscal les vamos a ajusticiar a esos maleantes… falsos policías, qu’emos atrapado.

Luego los amenazaron y los obligaron a replegarse. Por radio informaron y desde el Comando les ordenaron volver a Cochabamba. En el punto de bloqueo donde se han cruzado, un policía albino le comenta a Lambert:

—¿Los hemos de abandonar a nuestros camaradas como perros, en manos de los cocaleros? Me pregunto yo…, digo nomás.

—Y ¿por qué tan poquitos han ido al rescate? —pregunta Edison.

—Así nomás nos han ordenado. Parece que anoche, a las diez, les han capturado a nuestros camaradas. Nosotros recién hemos ido a rescatar como a las tres.

En una grabación (que está en manos de los investigadores) un cabo con el supuesto nombre de Martín Mamani, desde el retén de Epizana, por radio dio parte al comando de lo sucedido. Pero lo hizo cuatro horas más tarde de los sucesos, o sea, a las dos y media de la noche. En la grabación se escucha también a un tal cabo Condori explicando el móvil de los sucesos: “Parece que las extorsiones que han hecho estos camaradas mucho han macheteado a la gente. Por eso parece que 316 les han hecho”. Pero ¿dónde estaban estos dos cabos al momento de los apresamientos?, y ¿por qué tardaron tanto en informar?

—No vayan, ché, la gente endemoniada está —le advierte el albino a Lambert.

—Tranquilo, hermano. Hablo quechua, me he de hacer entender.

Sortearon el bloqueo y prosiguieron camino. Epizana es un importante paso del narcotráfico. Desde Los Yungas y el Chapare llega la cocaína en las mochilas del contrabando hormiga. Es acopiada y despachada. Pero Epizana tiene también otra historia. En 1973, su pueblo fue masacrado por protestar contra la dictadura del general Banzer.

Una hora después, a las ocho y media de la mañana, pasan por el retén donde los policías fueron apresados. Están un jeep Cherokee de la policía y el auto blanco con vidrios raivanizados de los tres capturados. Están apedreados, con los vidrios rotos y las puertas y el capó abiertos.

La noche anterior los tres policías habrían extorsionado al hijo del alcalde-corregidor de Epizana, de apellido Costa, y a René Claros, su chofer, dice la prensa, dizque porque el vehículo que manejaban no tenía documentos. Una versión no corroborada. Pero si del tamaño del pájaro es la pedrada, algo mayor sucedió en ese encuentro por la mucha saña con que se desencadenarían los acontecimientos y que no se explican por una infracción de tránsito. Fue algo de otro calibre, estalló una irritación medular.

Mientras el chofer Claros se quedó en el retén, el hijo del alcalde-corregidor corrió a contarle a su padre sobre el encuentro con el trío policial. El padre ardió en furia y convocó a los pobladores con argumentos varios, entre otros, que los policías eran delincuentes disfrazados. Varios coincidieron en haber visto el auto blanco de vidrios raivanizados merodeando por las cercanías. Muchos pobladores fueron hacia el retén con los ánimos incendiados.

Claros, el chofer, vio aparecer en la oscuridad las linternas de su multitud y corrió para fundirse con ella. Pero a los pocos pasos resbaló y al caer se golpeó la nuca, dice una versión. Al llegar los comunarios, estaba tendido en el suelo y con la cabeza ensangrentada.

—¡Estos me han roto mi cabeza! ¡Miren, miren! —mostró su sangre acusando a los policías.

No hubo aclaración posible. Su mala predisposición aumentó y golpearon a los uniformados que, según la primera declaración del subcomandante de Cochabamba, estaban allí por razones de investigación. Posteriormente, el comandante Copa diría que ninguno estaba destacado a la zona, que dos tenían baja médica y el otro estaba de franco. Tampoco se entiende por qué los cabos Mamani y Condori reportaron el 316 cuatro horas más tarde, ni por qué el comando mandó tan sólo quince efectivos al rescate.

Cualquiera sea la verdad, el destino, como una falsa carnada dorada para peces, llevaría al sargento Willy Álvarez, al cabo Walter Ávila y al policía Vidal Yupanqui por una ruta negra hacia la muerte.

A empellones, dos de ellos fueron escoltados por treinta comunarios para hacer curar al chofer Claros, en el hospital de Totora. El tercer policía quedó como prenda de un polvorín que lo volvió a golpear (quizá aquí lo apuñalaron), que destruyó el retén, el Cherokee y el auto blanco de vidrios raibanizados; la misma escena que Lambert ve cuando pasa rumbo a Epizana. Un kilómetro más adelante una cola de vehículos está varada pues la multitud ocupa la carretera en cuyo borde está la casa comunal, donde los tres policías guardan detención. Lambert estaciona entre los camiones, que no se involucran, y su vagoneta queda camuflada.

—¡Prensa!, ¡prensa!, ¡ha llegado la prensa! —grita un dirigente comunario agitando, a modo de abrir paso, una mano en la que lleva un walkie talkie.

Estos radio-transistores y las bengalas lanzapetardos sirven para alertar cuando aparecen la policía o los “Leopardos”, de la lucha contra el narcotráfico; y con ellos monitorean bloqueos. Las varias radios comunales dan música, huayños peruanos y regetón, noticias y los comentaristas instigan a una revancha indígena contra un sinfín de culpables históricos. También alertan por códigos: “nube azul va a llover” o “los tigres llegan al zoológico”. Hay una red de secretos que algo esconde.

Lambert camina adelante y Edison lo sigue. La cámara ya está filmando. Un grupo de dirigentes bastante ebrios, se acercan. Han bebido toda la noche bajo un cielo clarísimo con nubes galácticas y también pijcharon hoja de coca (o jalaron) para estar como robles luego de tantas horas de farra. Casi todos visten a la moda del presidente Evo Morales: chaqueta oscura cuello Mao, adornada con tiras de telas indígenas multicolores.

—¡Vamos, compañero periodista, vamos! — lo invitan y Lambert agradece en quechua consiguiendo gestos de asentimiento.

En un álgido momento indigenista, como el que vive el país, hablar quechua o aymara rompe los hielos raciales e ideológicos. Son casi las nueve de la mañana. La cámara registra gente caminando normalmente, dos viejas charlando y espantando moscas con un latiguillo y unos niños jugando trompo. Lambert avanza por entre la multitud sin ninguna precaución. Edison lo sigue. Llegan a la casa comunal.

En el segundo piso, y luego de una noche de torturas y golpes, están los policías. Uno llora, sabe que lo van a matar.

—¿Crees que la Fuerza nos va a dejar aquí como si fuéramos animales? —lo increpa el otro que tiene el ojo cerrado por un hematoma púrpura.

—Señorita, por favor, échenos llave y asegúrenos la puerta —le suplica Álvarez a la enfermera de la Casa Comunal.

Con un botiquín rudimentario ella ha curado heridas, bocas con dientes partidos, contusiones y la puñalada. Seguramente ella se conmueve, enfermera, al fin y al cabo, y acepta las súplicas porque al vencerse el plazo de traer al fiscal los comunarios no pudieron abrir la puerta para sacar al sargento Álvarez, al cabo Ávila y al policía Yupanqui. Estaba cerrada. La furia de la turba, como es natural, debió haber disminuido con el pasar de las horas. Pero algo la enciende de nuevo, algo la hace aumentar. Empiezan a apedrear las ventanas.

—¿Ves?… Yo te he dicho que nos vayamos a Sucre —le recrimina Ávila a Yupanqui.

Nadie se percata de lo que la cámara filma: un camión verde se estaciona bajo la ventana del segundo piso y hace de escalera para que varios comunarios y dirigentes suban a sacar a los policías.

Abajo espera la muchedumbre de ejecutores. Hace crecer su ira con gritos y palabras alevosas hasta que la sensación de compartir un hecho catastrófico embriaga a todos y permite que aflore esa extasiante y prohibida intensidad humana: la masacre. La turba es un antifaz detrás del cuál nadie cree ser visto. Los dirigentes de saco oscuro y ribetes coloridos miran desde lejos.

El sol es blanco. Tres nubes compactas cuelgan del cielo. Los tres policías son obligados a descender, como bomberos, por un tubo metálico de luz que flanquea la ventana.

El primero, el apuñalado, se suelta a mitad de descenso. Cae sobre el piso de tierra y su pierna se parte en dos. Queda adherido al sitio. Como hormigas le brincan, lo cubren y lo caminan contra la pared para triturarlo.

El segundo salta voluntariamente e inmediatamente es atrapado. Los palazos y puñetes lo hunden en la penumbra de pedradas y patadas donde hay olor a intimidades ajenas, a tela percudida. También hay niños participando del castigo. Hay buena conexión en el compañerismo de dar muerte. Es un disfrute antiguo, propiciatorio, con adrenalina, risas y sacralidad.

El tercero es fornido, más bien gordo, y viste una polera roja. Aprovecha que están entretenidos con su compañero y huye sorteando gente como quaterback de fútbol americano, pero son muchas las manos que lo buscan.

—¡Ay-ayay-ay! —, grita desgarradoramente mientras huye.

Cuando lo tumban, calla. Se cubre el rostro y le falta el aire. Se incorpora y vuelve a chillar instintivamente. Una extraña sincronización hace que la violencia del tumulto parezca una escena grácil previamente ensayada hasta la perfección. Sólo la víctima es torpe. Tal vez de ese mundo primitivo de la hueste cazadora, el ser humano extrajo la noción de la elegancia al dar muerte en grupo.

La secretaria de la casa comunal y la dueña de un kiosco miserable han hervido agua y los queman. Ellos gritan, se revuelcan de dolor, imploran:

—No nos maten, tenemos hijos, familia.

—¡Justicia comunitaria, carajo! —, gritan los comunarios.

La “justicia comunitaria” es uno de los temas conflictivos del nuevo proyecto de Constitución con la que el presidente Morales busca «refundar» Bolivia (sic).

—No, por favor, compañeros, ¡calma!, ¡calma!, por favor —dice Lambert en quechua levantando una mano suplicante—. No les maten, después van a venir muchos policías a castigarles a ustedes.

—¿A nosotros qué nos va a hacer? Del gobierno somos, del MAS somos, ¡viva el Evo, carajo-mierda! —, gritan desafiantes los dirigentes.

—¡Viva! —corea desde el piso uno de los policías con la voz quebrada — ¡Nosotros también del MAS somos, hermanos, compañeros!

—¡Viva la nacionalización de los hidrocarburos! —proclama desesperado el otro buscando empatías salvadoras.

Pero las banderas político-ideológicas ya no apiadan a nadie. Ondean de un solo lado. Lambert insiste en detener la violencia, pero su voz desentona y llama la atención. Descubren que él y Edison son siameses unidos por el cable del micrófono y ese bicéfalo tiene la filmación de sus rostros, de sus acciones, de su crimen.

—¡La cámara, quítenles la cámara!

—¡A esos, lincharlos también!

Lambert busca a los dirigentes protectores, pero se han desmarcado y están mimetizados en la turba. Ven venir el alud y buscan salir del tumulto, pero es un largo trecho. A medida que avanzan, los golpes los hacen tropezar y caer. Edison pierde la cámara. Pero se levantan todas las veces. Están frescos. La adrenalina y el miedo no han hecho nido toda la noche en ellos como en los policías. A las carreras cruzan un terraplén y las piedras llueven, buscándolos. Una le estalla a Edison en la nariz. Las patadas le han roto los ligamentos del pie. Lo tendrán que operar.

Los choféres, mirones en la carretera, sin hacerse ver les muestran vericuetos y Lambert y Edison se internan por entre de las filas de camiones, logrando escapar. No los han seguido persiguiendo porque no han querido perderse la verdadera fiesta. Lambert y Edison llegan a su automóvil sin cámara, sin micrófono, sin aire y con el temblor involuntario de haber sido acariciados por la muerte. Desde allí ven una ejecución antigua. Con una soga de plástico azul arrastran del cuello, como a un perro, a uno de los policías. Aún está con vida.

Charles Lynch, un coronel norteamericano de milicias ordenó, en 1780, ejecutar tumultuariamente a un grupo de sospechosos que habían sido absueltos por la justicia. Su apellido es el origen de la palabra “linchamiento”. En los dos primeros meses del año, en Bolivia, se produjeron cuarenta linchamientos, con once muertos y tan sólo siete detenidos. Ahora, en Epizana, esta mañana del 26 de febrero del 2008 el método de Lynch cobraba tres nuevas víctimas.

—La causa principal de la muerte fue la asfixia mecánica por ahorcamiento, pero todos tienen traumatismo encéfalo craneano (TEC), fracturas, policontusiones y muchos golpes —técnicamente diagnosticaría posteriormente la médico forense.

Lambert y Edison parten. Recién sus vidas recorren ante sus ojos, recién añoran a los seres que hacen tiernos sus días. Lambert imagina el llanto por su muerte de la pequeña Brigitte, que ya no existirá. Cerca al mediodía, los cuerpos sin vida de los tres policías fueron botados sobre la carretera. Los despojos quedaron exhibidos como una clara advertencia.

Posteriormente la policía apresará a algunos sospechosos y recuperará la cámara filmadora, pero no desmentirá la acusación de que los tres de Epizana eran extorsionadores, aceptando silenciosamente la mancha pecaminosa sobre la institución. Con su silencio darán por saldado que el “ojo por ojo” hace justicia y paga deudas. Los habían abandonado a sus tres camaradas durante su calvario y después de asesinados. Culpables o no, esta es la soledad del chivo expiatorio. El gobierno se lavará las manos con un par de declaraciones condenatorias.

Las preguntas siguen golpeando por salir de esta historia. ¿Por qué no los matan cuando los capturan que es cuando los ánimos caldeados impulsan linchamientos? ¿Por qué la larga espera no apacigua los ánimos, como normalmente sucede, y la ejecución se marca a la hora en que empiezan a abrirse las oficinas del Estado como si alguien hubiera dado una burocrática orden para matarlos? ¿Quién de los linchadores de Epizana fueron verdugos y quiénes eran cómplice de la droga?

Pero al final es posible que todo este accidente haya sido una tragedia de emociones y equivocaciones y cualquier sospecha sea una ofensa a la transparente investidura de los poderes nacionales y provinciales. Pero cuando existen mafias, no es inédito en la historia de los hombres que estas acuerden ejecutar a los entrometidos, a los que van por la libre interfiriendo en sus negocios regulares. Una de las hipótesis más escuchadas es que los tres linchados de Epizana habían hecho una requisa de cocaína. Luego de una noche de consultas con distintas líneas y poderes del narcotráfico se confirmó que actuaban de manera independiente, sin orden superior, y ordenaron su ejecución.

Las esposas de los policías linchados protestan a viva voz que jamás permitirán la liberación de los sospechosos. Pero los autores intelectuales ya están protegidos en el limbo de la impunidad. La justicia y los trámites se tomarán un tiempo del que ya no disponen los asesinados pues, para ellos, los antecedentes se alinearon perfectamente y luego de un martirio de once horas el reloj se les detuvo por toda la eternidad. En cambio, para Lambert y Edison, la sincronización del azar o el destino no fue geométricamente exacta, por eso pudieron salvarse de la fatal puntualidad.

La Paz, 21 de abril del 2008

Nota del autor: Este cuento/crónica está basado en una sostenida investigación, en prensa, en televisión y con testigos. Se tuvo acceso a la filmación de la parte que se narra del linchamiento.

Biografía

Juan Claudio Lechín, escritor de teatro novela y teoría política. Cochabamba, 1956. Trabaja como estratega político, asesor de campañas y en diseño de proyectos políticos. Desde el 2006 al 2009 ha investigado sistemáticamente la relación entre fascismo, comunismo y el socialismo del siglo XXI, publicando su primer ensayo sobre este tema, Las máscaras del fascismo – 2010. Con su novela La gula del picaflor ganó el premio Alfaguara 2003 de novela (Bolivia) que quedó finalista en el Rómulo Gallegos 2005 (Venezuela). Fue traducida al portugués.

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