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¿Cuánto cuesta tu muerto?

Dicen que todos los muertos son iguales, pero no todos cuestan lo mismo. Hay muertos de primera y muertos de ocasión. Hay cuerpos que valen un juicio y cuerpos que apenas valen un billete. En este país, el dolor también tiene jerarquías y la justicia se acomoda —como buen burócrata— al apellido, al cargo o a la billetera.

Ayer me contaron que un dirigente atropelló a un joven. Lo mató. Dicen que iba rápido, no se sabe si estaba ebrio o simplemente distraído de poder. Pero no fue a la cárcel. No fue ni al velorio. Fue, eso sí, a la casa de la familia y les dejó un sobre con dinero. Un gesto, dijeron algunos. Un insulto, pensé yo.

La mamá del muchacho lloró en silencio, mirando el sobre como si fuera una maldición. El papá lo aceptó. No porque el dinero curara algo, sino porque el hambre jala más que la rabia. En esta tierra, la necesidad convierte la injusticia en resignación. Y esa resignación se parece tanto al silencio que ya ni siquiera escandaliza.

En los pueblos, todos saben quién mató a quién. Todos saben quién se subió a su vagoneta borracho, atropelló a alguien, y después se fue a dar charlas sobre valores en la escuela de sus hijos. Todos saben. Pero nadie habla. Porque “es autoridad”, porque “le dio pega a mi primo”, porque “ayudó con el tinglado de la cancha”. Y porque en los juzgados, la verdad no se escribe con tinta, se escribe con plata.

Uno aprende que en Bolivia hay dos tipos de accidentes: los que cometen los de a pie, y los que cometen los de arriba. Los primeros van directo a la cárcel. Los segundos van a negociar. Y siempre encuentran con quién.

En 2023, según datos de la Fiscalía General, se registraron más de 10.000 casos de delitos de tránsito con lesiones graves o muerte. De esos, menos del 8% terminaron en una sentencia condenatoria. La mayoría, simplemente, “se arregló”. Es decir: se compró el dolor, se alquiló el perdón, se archivó el expediente.

La justicia tiene precio y tarifa. El abogado te dice que “el juicio es largo”, el fiscal te recomienda que “mejor concilien” y el juez mira hacia otro lado. La vida de tu hijo, de tu hermana, de tu madre, termina valiendo menos que el parabrisas roto del auto que los mató.

Y lo más cruel no es la impunidad. Es que la gente ya la espera. Ya la anticipa. Ya aprendimos a normalizar la injusticia como si fuera parte de nuestra identidad. Como si doliera menos cuando es costumbre.

Recuerdo a doña Nilda, una mujer del barrio San Gerardo. Su hija murió atropellada en la avenida cuando iba al colegio. El chofer era sobrino de un exconcejal. Jamás fue detenido. “Al menos nos dio algo para el entierro”, dijo ella. Nunca olvidaré su voz. Era una mezcla de tristeza y vergüenza, como si hubiera fallado en pedir justicia, como si fuera su culpa que la justicia no llegue.

A don Bernardino se le murió su nieta. Bueno, no se le murió. La mataron. Se llamaba Mariana y tenía 10 años. Un auto la arrastró 40 metros frente a la escuelita. El conductor era el hijo de un exsubgobernador, manejaba sin licencia, iba apurado porque “se le hacía tarde para una reunión”. Nunca pisó una celda. Tres días después, llegaron a la casa del abuelo con una bolsa de mercado, azúcar, arroz, algo de carne, y un sobre con dinero. Él, con los ojos rojos y secos, aceptó. No por cobarde —que nadie se atreva a llamarlo así— sino porque después del entierro ya no quedaba ni para comprar una vela. “¿Qué gano gritando?”, dijo. Y bajó la mirada como quien carga una culpa que no le pertenece.

En otro barrio, doña Melva perdió a su esposo. Un microbús lo arrolló cuando iba en su bicicleta. El chofer estaba borracho, pero era parte del sindicato de transporte más grande de la región. El caso nunca llegó a juicio. Los dirigentes “arreglaron”. Le dieron algo de plata, promesas de ayuda, y la hicieron firmar un documento que no leyó. Hoy vende empanadas en la esquina. A veces, los choferes del sindicato se detienen a comprarle. Ella los mira, sonríe, y les da su vuelto. Nadie habla del muerto. Nadie recuerda al ciclista. Solo quedó su bicicleta colgada en la pared, como una reliquia sin tumba.

Y está el caso de los hermanos Colque. Perder a uno ya es tragedia. Perder a dos es catástrofe. Fue en la carretera a Cotagaita. Un vehículo oficial, con placas del municipio, los atropelló mientras caminaban por la banquina. Era de noche. El conductor era funcionario público, venía de un brindis. Los enterraron juntos. A la semana, apareció el alcalde con una nota de pésame y una “colaboración solidaria”. Nadie fue procesado. El caso se cerró “por falta de pruebas”. La madre, en la radio local, apenas alcanzó a decir: “No quiero plata. Quiero justicia. Pero ya sé que eso no hay”.

Y mientras eso pasa, las autoridades siguen dando discursos sobre el «vivir bien», la justicia social y el respeto a la vida. Usan esas palabras como maquillaje. Pero bajo la pintura, la piel de este país está llena de cicatrices que nadie quiere ver.

La corrupción no siempre tiene cara de maletín. A veces tiene cara de sonrisa amigable, de funcionario “comprensivo”, de arreglo entre compadres. Y a veces, incluso, tiene cara de víctima que se calla porque no hay otra.

El poder tiene licencia para matar. No lo digo como metáfora. Lo digo como dato. Porque si uno revisa los archivos, los periódicos y las calles, se encuentra con una lista larga de atropellos —literales y figurados— cometidos por alcaldes, concejales, dirigentes, empresarios, diputados y sus hijos. Casi ninguno terminó preso. Casi todos siguen manejando.

Y si esto pasa en los pueblos, donde todos se conocen, imaginen en las cumbres del poder. Ex presidentes, por ejemplo, denunciados públicamente por utilizar su poder e influencia para mantener relaciones con menores de edad. El caso de Noemí, llegó a medios internacionales, pero en Bolivia el silencio fue más escandaloso que la denuncia. El sistema judicial calló. El Ministerio Público miró a otro lado. Hasta hoy, no hay investigación seria, ni proceso, ni condena. Solo impunidad con nombre histórico.

Y no es el único. Hay dirigentes sindicales, militares retirados, empresarios con “peso político” que hacen lo que quieren, cuando quieren, con quien quieren. ¿Y la justicia? Esperando a que el escándalo pase o que el expediente “se archive por falta de pruebas”.

En la Iglesia también pasa. La pedofilia clerical en Bolivia ha sido encubierta durante décadas. Sacerdotes trasladados de parroquia en parroquia como si el crimen fuera un cambio de domicilio. Monseñor G. en Sucre, el caso del padre T. en La Paz, las víctimas que contaron todo y a las que nadie escuchó. La justicia no actúa, porque el altar tiene más poder que el Código Penal.

En los pueblos es igual. Hay concejales, alcaldes, dirigentes que atropellan, que golpean a sus parejas, empresarios que se burlan de la ley. Pero nadie los toca. Porque son “del partido”, porque son “los que dan trabajo”, porque tienen apellido, porque “son conocidos”. Porque aquí, la ley tiene miedo del poder.

Y entonces uno se pregunta, ¿cuánto vale la vida de un pobre cuando la justicia ya fue vendida antes del entierro?

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