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Cuando no hay purgatorio: la crisis en Chile

De acuerdo con la Iglesia Católica, el purgatorio representaría una especie de antesala a la sentencia final sobre nuestra condena o perdón por todo lo hecho durante nuestro momentáneo paso por la tierra. Lo más interesante del purgatorio es la posibilidad de reconstruir y pensar el pasado. En silencio o a media luz, el purgatorio se levanta entre la bruma como una oportunidad para arrepentirnos por el mal que uno supuestamente hizo o, por otra parte, por las omisiones y cobardías que nos impidieron ejecutar algunas acciones.

 En la historia, sin embargo, no podemos rehacer nuestros actos. Lo hecho estuvo hecho y jamás podremos retroceder para corregir lo malo, resucitar los muertos, ni revertir la sangre derramada. Este es el actual drama de Chile y, en general, de las reformas económicas llevadas a cabo en América Latina, donde no hay lugar para un regreso histórico hacia un momento en el que rehagamos nuestra modernización.

 La crisis estatal chilena no es más que la constatación de reiterados errores y donde lo único que siempre vuelve como un Mito de Sísifo  es el conflicto y la fragmentación de una sociedad desigual que tiene ya muy poco para apostar hacia el futuro de la economía de mercado.

 En Chile, al mito de la modernización acelerada de inspiración europea o norteamericana le siguió el mito de la desregulación del mercado y la economía liberal, en la que el Estado cumplía sólo un papel formal y subordinado a la iniciativa privada de las grandes corporaciones  y los empresarios fuertes.

 Los megaproyectos de transformación económica, diversificación e industrialización, acaudillados por élites militares o civiles, pronto cayeron en el agujero del exceso, la desigualdad extrema y la corrupción, hasta presenciar las irreparables consecuencias de la exclusión social, que explotaron con una fuerza increíble entre el 18 de octubre y el 4 de noviembre de 2019, exigiendo la renuncia de Sebastián Piñera, el emblema del éxito empresarial y el fracaso de un modelo de Estado.

 Si existe el infierno, una parte de América Latina debe asemejarse a éste, donde el 20% más rico de la población concentra entre el 53 y 60% del total de los ingresos; mientras que el 20% más pobre, el polo opuesto y resultado ominoso de la modernización de mercado  tiene acceso apenas al 4,5%. 

 Esta desigualdad es una lamentable huella que puede convertirse, inclusive, en indicador teológico por el cual serán juzgadas las élites latinoamericanas en el más allá. Pero aquí en la tierra, ante la vida cotidiana de millones, ¿será posible repensar una modernización justa y una distribución de la riqueza más generosa?

 Analistas como William Easterly, Joseph Stiglitz y Ravi Kanbur, execonomistas del Banco Mundial  aseguran que si el proceso de modernización de los 60 en América Latina no hubiese sido tan injusto y errático, los indicadores socioeconómicos se aproximarían mucho al éxito logrado por los Tigres del Asia y otras naciones de Europa central.

 En un momento de nuestra historia tuvimos los recursos, la ventana histórica de oportunidad y el ímpetu para demostrar al mundo que América Latina podía edificar una nueva cultura como modelo a escala universal; sin embargo, el sueño se convirtió en pesadilla porque fue instalando cimientos de arena sobre los cuales se levantaron sucesivas reformas que, como en Chile, se destruyeron y mostraron una incapacidad brutal para sostener algo duradero.

 En Chile no es posible regresar 20 o 30 años de historia. Actualmente, sobre los escombros de la dictadura de Pinochet se intentó construir la liberalización de todos los sectores económicos, junto con el desarrollo democrático como régimen político. Todo fracasó, despertando la ira colectiva, nunca vista en los países ricos de la OCDE, a donde pertenece Chile. Lo que hicimos en América Latina fue arar sobre viejas cosechas, recoger cenizas, segar campos extenuados pero jamás retornar a un punto virgen. 

 No podemos volver a renacer. Sólo nos queda aceptar la responsabilidad de las consecuencias fatales o mejor, responsabilizar a quienes merecen pagar sus culpas aquí y ahora: a esas élites políticas y económicas cuya irresponsabilidad trajo tanta desilusión.

Franco Gamboa es sociólogo.

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