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Cuando la muerte llega

Iván Jesús Castro Aruzamen

Cuando la muerte llega. Es un instante. A pesar de su presencia ausente permanecerá hasta el final de la existencia de todo ser humano como una constante invitación hacia la esperanza. No obstante, la fugacidad presente con la que se manifiesta deja profundas huellas tanto en el pasado y el futuro. Aunque el momento de su aparición dejó de ser, en la memoria de los vivos continúa manifestándose con el recuerdo y la tenaz resistencia a borrar sus vestigios, porque con ellos también late la amenaza de la desaparición total del espectro (difunto, muerto, obsciso, mortal). El futuro lleva consigo la marca del final inminente, aunque la muerte todavía no es, pero finalmente ante el sello de la facticidad terminará siendo tarde o temprano. La herida que la muerte dejó en el devenir de la existencia humana, es aquella que impulsa a buscar el sentido de la vida. Por tanto, la muerte es una huella inscrita en el futuro de manera indeleble.

Teorías biologicistas sostienen que la muerte ya forma parte de la vida desde el nacimiento; pero no explican el origen de la misma. Las religiones han intentado responder a tal pregunta a partir de una interpretación teológica. En todas las culturas hay referencias explícitas e implícitas a la muerte. En muchas de ellas constituye el núcleo central de su religiosidad. Pero, no cabe duda de que la idea subyacente a través del tiempo ha sido el de un viaje. Para Romano Guardini, lo que existe o no, solo será posible conocerlo o saber algo, tras la última curva del camino. Ni un minuto antes, ni después, sino solo en ese intérvalo indescriptible al que todo ser humano arriba. “La realidad entera tiene su tiempo; pero un día sonará la hora en que todas las cosas hayan consumido su tiempo, y entonces, la realidad desaparecerá”[1].

¿Por qué la muerte se ha instalado cómodamente en el transcurrir existencial de la humanidad? ¿El miedo constituye el acicate desde y dónde la muerte inyecta su aguijón? Raimon Panikkar, solía decir, quién tiene miedo a la muerte tiene miedo a la vida y que la vida en cierto modo parece implicar la muerte[2]; asimismo, de que frente a la muerte todos somos iguales, por tanto, también ante la vida. No obstante, tanto ante la vida y la muerte hemos fundado las diferencias. “La pregunta por la muerte es ineludible. Tarde o temprano todo ser humano tiene que vérselas con ella. Ya sea por enfermedad, violencia o vejez, es una realidad a vivir en cualquier momento, simplemente está ahí”[3]. Sin embargo, la igualdad frente a la muerte y la vida no parece ser una regla, porque existen vidas de primer mundo con todo lo que implica el desarrollo, pero al mismo tiempo miles de muertes que no cuentan y se oscurecen en la más absoluta injusticia, desigualdad; en suma, en una continua inhumanidad. La muerte de los déspotas, los tiranos, los asesinos, los poderosos, se torna un espectáculo de consumo, de propaganda bajo el epígrafe de que hasta en la muerte cuenta el poder y el glamour como si tras la misma continuará la vida intacta. La antivida está tan extendida en el mundo globalizado tanto al mismo ritmo de cómo lo inhumano invade la vida supeditándola a lo artificial. Lo mecánico y el cálculo. Ya casi nada queda al margen de lo inhumano y la antivida. Ni siquiera la misma muerte.

Para Vladimir Jankélévich, la muerte es un fenómeno biológico, jurídico y legal[4], tan natural como otros hechos que marcan la existencia humana; desde este punto de vista no cabe en ella una visión trágica, a menos que desde nuestra mirada filosófica, teológica o metafísica se la dote de tal carácter ¿Dónde se genera ese espanto y miedo ante la muerte? La tragedia del acto de morir, que además es siempre único y personal, porque no se vive para contarla, se genera por la cercanía de la muerte, por su proximidad, tanto que muchas veces la misma pasa rosando la individualidad de un sujeto, aquí, allá, ayer, hoy y siempre será así. Jankélévich llega a decir en Pensar la muerte: “La filosofía de la muerte está hecha para nosotros por su proximidad. Es una experiencia que nadie busca, pero finalmente todo el mundo la hace un día u otro, mal que le pese”[5]. Y cuando ésta llega y todo el mundo sabe que su turno puede ser en cualquier instante, no es una cuestión agradable para nada. Pero, qué es eso que lleva al ser humano a sentir terror frente a la muerte, sin duda es esa repentina aparición fenoménica de la muerte, esa irrupción violenta en la historia de todo ser humano, es decir, la muerte en primera persona, no es algo natural, sino un interruptus existencial.

Soledad Fariña en Todo está vivo y es inmundo expresa de manera poética lo inenarrable de la muerte personal: “en la hora de mi muerte/ no seré traducible en palabras[6]. Como también la vida: “la hora de vivir tampoco tiene/ palabra[7]. En ese sentido, el término vida (zoé) como apunta Giorgio Agamben: “en la cultura occidental «vida» no es una noción médico-científica, sino más bien un concepto filosófico-político”[8]. Entonces, muerte y vida constituyen por un lado un fenómeno biológico y jurídico, por otro, ambas están cargadas de una noción filosófica, de donde devienen en un estado inalterable, pero al mismo tiempo un punto de inflexión en el tiempo existencial del ser humano.

La resistencia ante la muerte, a pesar de que todo ser humano es reemplazable por otro, está vinculada a la memoria y a la negación de superar el duelo. Jacques Derrida en Espectros de Marx, hace una perspicaz distinción-unión entre vida y muerte, pero a partir de su indisoluble unión heterodidáctica: “A vivir, por definición, no se aprende. No por uno mismo, de la vida por obra de la vida. Solamente del otro y por obra de la muerte. En todo caso del otro al borde de la vida. En el borde interno o en el borde externo, es ésta una heterodidáctica entre vida y muerte”[9]. Porque alcanzar la conciencia de que se está vivo y también muerto solo es posible gracias a la presencia de otro ausente, pero siempre presente a quién no se logra ni se quiere borrar de la memoria, del recuerdo. “Ni en la vida ni en la muerte solas. Lo que sucede entre dos, entre todos los «dos» que se quiera, como entre vida y muerte, siempre precisa, para mantenerse, de la intervención de algún fantasma. Entonces, habría que saber de espíritus. Incluso y sobre todo si eso, lo espectral, no es. Incluso y sobre todo si eso, que no es ni sustancia ni esencia ni existencia, no está nunca presente como tal[10]. De ahí que es frecuente el uso de expresiones como “mi hermano y yo somos ahora huérfanos [pero una orfandad que] está llena del amor y las enseñanzas de nuestros viejitos”; “amigos, quedé huérfano de padre”; “te amaremos por siempre, gracias por todo”; “sé que sigues conmigo. Muchas veces te sueño y te abrazo. Donde sea que estés”; “la noticia impacta en el corazón de quienes conocimos y gozamos de su amistad y supimos valorar sus virtudes”; “tu muerte deja un dolor que nadie puede sanar y tu cariño, un recuerdo que nadie puede borrar”.

Por tanto, la única manera de vivir no es sino con los fantasmas, nuestros fantasmas y de ellos hemos hecho política, comercio, turismo, terapia, fiesta, lujuria, celebraciones dionisiacas, para hacer de la vida algo soportable a pesar de la incertidumbre de la existencia gracias al acecho felino de la muerte en cada curva del camino, pero solo en la última tendremos alguna respuesta contundente o el silencio total.


Notas

[1] Romano Guardini, El Señor, Cristiandad, Madrid 20052, p 603.

[2] Cf. Raimon Panikkar, “El agua y la muerte. Reflexión intercultural sobre una metáfora”, en Anthropos nº 53-54 (1985), pp. 62-72.

[3] Camilo López, Resurrección-renacimiento. Diálogo entre cristianismo y buddhismo frente al misterio de la vida y de la muerte desde la intuición cosmoteándrica de Raimon Panikkar, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá (Colombia) 2020, p. 8. Tesis doctoral.

[4] Cf. Vladimir Jankélévich, La muerte, Pre-Textos, Valencia 2002, p. 17.

[5] Id., Pensar la muerte, FCE, Buenos Aires 2004, p. 15.

[6] Soledad Fariña, Todo está vivo y es inmundo, Cuadro de tiza ediciones, Santiago (Chile) 2014, p. 12

[7] Ibid., p. 19.

[8] Giorgio Agamben, El uso de los cuerpos, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires 2017, p. 349.

[9] Jacques Derrida, Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional, Trotta, Madrid 19983, p. 11.

[10] Ibid., p. 12.

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