Franco Gamboa Rocabado */ Para Inmediaciones
- Introducción
La lectura contemporánea de los clásicos del pensamiento político siempre representa algo problemático. Por un lado, existe la probabilidad de sobre-interpretar las ideas a la luz de contextos históricos completamente diferentes, imaginando aspectos, supuestamente no descubiertos todavía por ningún lector; por otro lado, se corre el riesgo de afirmar que las proyecciones del pensamiento de Aristóteles, Platón, Maquiavelo o Hobbes, estarían todavía vigentes como si se tratara de sucumbir frente a la autoridad incuestionable de los grandes pensadores, cayendo en un dogmatismo sutil que viaja a través de la historia porque se cree que los autores clásicos nunca pierden actualidad y frescura. Estos problemas son aparentes porque la investigación en la ciencia política necesita alimentarse de las visiones críticas (la reflexión epistemológica sobre el origen y consecuencias de grandes aportes teóricos), y de los referentes conceptuales que inevitablemente deben remitirse a las contribuciones realizadas por los predecesores más renombrados.
Este ensayo político tiene el objetivo de rescatar las lecturas del Leviatán escrito por Thomas Hobbes y El Príncipe, obra controversial de Nicolás Maquiavelo, para analizar objetos de estudio centrales en la ciencia política como el poder y el liderazgo. Ambos fenómenos pueden surgir en múltiples situaciones que van desde los grupos más pequeños hasta conglomerados más grandes, y si bien no es posible hacer descubrimientos profundos o interpretaciones inéditas, sí permite reflexionar sobre dos aspectos centrales: el primero se relaciona con la naturaleza de “lo político” donde la autoridad y el poder constituyen una esencia específica más allá de las consideraciones sobre la moral en una sociedad; el segundo elemento permite analizar los alcances de la “acción política” donde el uso de la violencia y el mantenimiento del orden político se manifiestan como influencias determinantes y constantes en cualquier estructura social y momento histórico[1].
- Liderazgo, historia y experiencia como método
Los aportes más importantes de Maquiavelo se encuentran en su método y las reflexiones que fue capaz de extraer de la historia y su propia experiencia. En el capítulo XV del Príncipe, Maquiavelo afirma que su intención fue:
“(…) escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más conveniente buscar la verdadera realidad de las cosas que la simple imaginación de las mismas. Y muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca se han visto ni se ha sabido que existieran realmente; porque hay tanta diferencia de cómo se vive a cómo se debe vivir, que quien deja lo que se hace por lo que se debería hacer, aprende más bien su ruina que su salvación: porque un hombre que quiera en todo hacer profesión de bueno fracasará necesariamente entre tantos que no lo son. De donde le es necesario al príncipe que quiera seguir siéndolo aprender a poder no ser bueno y utilizar o no este conocimiento según lo necesite”[2].
La historia, como escenario de acontecimientos donde se expresa la naturaleza humana, reconciliaría un tipo de comprensión de la política con las formas sobre cómo administrar el poder, mantenerlo y atreverse a su conquista por encima de todo tipo de consideraciones morales sobre lo bueno. En consecuencia, la dinámica del poder y la autoridad no serían solamente objetos de estudio particulares, sino que al mismo tiempo representarían áreas de acción donde la historia recomienda a los hombres dividir su conducta en dos partes:
- Primero, una actitud para vivir según los datos de la realidad circundante donde lo que “debe hacerse” (ideales en torno a lo bueno y lo mejor) conduciría a la ruina o, mejor dicho, a la inefectividad política, mientras que el tratar de “no ser bueno” abriría las perspectivas para liderar y administrar el poder según las circunstancias y la naturaleza humana con mayores probabilidades de obtener victoria en la práctica.
- La segunda parte es una actitud que genera conocimiento desde la experiencia real; por lo tanto, el líder y la acción política se alimentan del día a día antes que de otro tipo de conocimientos teóricos; sin embargo, la realidad práctica requiere conocer la historia como un escenario lleno de contradicciones para comprender de qué manera otros líderes y autoridades reforzaron la necesidad de gobernar o actuar al margen de ideales convencionales, normalmente provenientes de ideologías religiosas como el cristianismo.
En este caso, las lecciones de la historia y el azar de la vida cotidiana tendrían que aprenderse de manera objetiva, es decir, entendiendo por objetividad aquella capacidad del líder para mirar todas las dimensiones del poder, sus repercusiones y amenazas, antes que acercarse al territorio político con la predisposición moral y los preceptos de cualquier religión. El método de Maquiavelo es histórico pero simultáneamente objetivo-realista; de aquí se desprende que los conceptos de liderazgo, poder y autoridad no serían elaboraciones mentales, por ejemplo, fruto de la investigación y la reflexión teórica sino todo lo contrario, serían manifestaciones emanadas directamente de la experiencia, reclamando un tratamiento en el mismo nivel porque el poder y la autoridad solamente serían comprendidos si fueran ejercidos en la sociedad[3]. Maquiavelo afirma específicamente:
“Yo sé que todos admitirán que sería muy encomiable que en un príncipe se reunieran, de todas las cualidades mencionadas, aquellas que se consideran como buenas; pero puesto que no se pueden tener todas ni observarlas plenamente, ya que las cosas de este mundo no lo consienten, tiene que ser tan prudente que sepa evitar la infamia de aquellos vicios que le arrebatarían el estado y guardarse, si le es posible, de aquellos que no se lo quiten; pero si no fuera así que incurra en ellos con pocos miramientos. Y aún más, que no se preocupe de caer en la infamia de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el estado; porque si consideramos todo cuidadosamente, encontraremos algo que parecerá virtud, pero que si lo siguiese sería su ruina y algo que parecerá vicio pero que, siguiéndolo, le proporcionará la seguridad y el bienestar propio”[4].
Esta mirada descarnada sobre la administración del poder fue retomada por las interpretaciones del sociólogo alemán Max Weber en su libro El Político y el Científico. Weber, solía iniciar sus conferencias sobre el poder, la política y el peso del liderazgo afirmando que las religiones más primitivas imaginaban un mundo gobernado por demonios incontrolables, un ámbito embebido por fuerzas casi demenciales y donde todo aquel que se introduce en las arenas de la política, es decir, aquel que accede a utilizar como medios el poder y la violencia, habría sellado definitivamente un pacto con el diablo. Desde ese instante, para la política y el liderazgo dejan de ser posibles que en el desarrollo de sus actividades lo bueno solamente produzca el bien y lo malo, el mal, sino que frecuentemente sucede todo lo contrario. Ya en 1919, Weber retomó plenamente a Maquiavelo para sentenciar que “quien no puede ver esto es un niño, políticamente hablando”[5].
Estamos acostumbrados a echar la culpa de todos los males sociales a los políticos, sus partidos y al estilo de liderazgo que anida en el centro de la cultura política de nuestros países, ya sea en América Latina o en otros lugares del mundo; sin embargo, al mismo tiempo ansiamos a gritos que un conjunto de nuevos líderes sean capaces de solucionar cualquier problema y apaciguar una extraña sed de felicidad y consuelo para ahorrarnos mayores sacrificios. Preguntémonos entonces: ¿beneficia el liderazgo a la política, los partidos, la democracia y a las principales actividades de la vida diaria donde se requiere el impulso de una nueva dirección? ¿Es el liderazgo un fenómeno impío o un engendro que siempre pacta con el diablo?
Maquiavelo con El Príncipe enseñó que todo tipo de liderazgo favorece a la política y a las demandas de dirección que existen en las sociedades porque un líder representa la síntesis más expresiva para el manejo del poder, para el ejercicio del mandato, la transmisión de la obediencia y el incentivo de condiciones democráticas cuando el liderazgo es receptivo a la llegada del pluralismo y al despliegue de múltiples libertades.
Al mismo tiempo, el liderazgo tiene sus propias reglas que rebasan las cualidades morales y todo tipo de idealismos virtuosos que son admirados por los espíritus educados o piadosos; por lo tanto, la diferencia entre un liderazgo que está dispuesto a practicar aquello que otros jamás harían, y los críticos moralistas que sienten satisfacción con la preservación de imperativos de conducta, marcaría para Maquiavelo un divorcio inevitable pero con la condición de invitar a los moralistas a retirarse del camino, el momento en que los líderes tengan que actuar en medio de situaciones conflictivas o tomar decisiones que involucran el uso de la violencia.
Además, el liderazgo siempre estará dispuesto a hacer más promesas de las que sabría o querría cumplir porque sus seguidores así lo exigen y, en muchos casos, lo que éstos realmente quieren ver son ofertas supremas con la habilidad para estimular esperanzas, aun cuando el líder sepa muy bien la imposibilidad de lograr muchos compromisos[6].
El liderazgo expresa claramente la esencia de las actividades políticas y todos los grandes emprendimientos, especialmente cuando aquél aparece como consecuencia de los conflictos sociales. No es la política quien provoca todas las confrontaciones – malas o buenas, estimulantes o letales – sino que éstas son síntomas que acompañan necesariamente la vida en sociedad; a partir del método histórico y objetivo-realista propuesto por Maquiavelo, podemos definir al liderazgo como el esfuerzo político que se ocupa de canalizar los conflictos y ritualizarlos; es decir, convertir la imagen del líder en un ícono insustituible al cual se lo ame o se le tenga miedo. Por medio del temor y la cabeza de un zorro astuto, el liderazgo sería capaz de impedir que los conflictos crezcan hasta destruir como un cáncer cualquier sociedad.
El liderazgo político se alejaría de las pretensiones morales y religiosas para retomar las ilusiones sobre un futuro posible de ser transformado en beneficio colectivo; sin embargo, el liderazgo también sería capaz de acentuar los perfiles más totalitarios y horrorosos de la vida política, pudiendo convertirse en una amenaza para la paz y los mínimos preceptos de convivencia solidaria.
Para solucionar gran parte de los conflictos sociales o políticos se necesitan personas o instituciones a las que todos obedezcamos y en las cuales confiemos. Una de estas alternativas institucionales y colectivas es el liderazgo que funciona como recurso mediador y rector cuando emergen diversas disputas, articulando o canalizando intereses sociales y brindando un ambiente de arbitraje para que los grupos enfrentados no se destruyan unos a otros, y para que no trituren a los débiles cuando estemos en medio de condiciones antidemocráticas.
El liderazgo en cualquier esfera de la sociedad tiene la función de convertir las demandas en alternativas de políticas, en soluciones que tengan la posibilidad de combinar diferentes tipos de intereses. Cuando el líder recibe las demandas de sus seguidores, de organizaciones empresariales o de los adherentes a un partido político, debe procurar conciliar y equilibrar los intereses en conflicto para obtener después una resolución política; es decir, una idónea mediación que pueda convencer a la mayoría, marcando una orientación que materialice la combinación de intereses en pugna. Este rasgo del liderazgo para mediar y combinar intereses en conflicto, por lo general es oscurecido en los abordajes gerenciales de la problemática del poder, razón por la cual también se olvida que un líder está unido a su carisma y al uso efectivo del poder para ser obedecido, características que siempre estarán conectadas con la política[7].
Maquiavelo jamás se preguntó por el valor moral de un acto, ni lo explicó según los métodos de las ciencias naturales como la mecánica o la física. Lo que más le interesaba era su valor político. Esto significa que las cosas, posiblemente son como son y no cambiarán por más que exista una aproximación llena de voluntarismo. El liderazgo capaz de generar valor político exige intervenir en la realidad donde el líder toma determinados caminos, les guste o no a los moralistas. Aquí radica la objetividad en política: hacer y tomar una decisión, muchas veces sin importar el costo humano o económico de la acción, sino pensando en los fines mundanos y estratégicos como la preservación del poder o el control absoluto de la voluntad de las masas.
Las consideraciones morales o religiosas se toman en cuenta en la medida en que son útiles para los fines políticos. Desde este punto de visa, la política podría llegar a convertirse en una ciencia especial, solamente cuando sus fundamentos se asienten en la identidad de la naturaleza humana convertida en una acción política. Es por esto que Maquiavelo introduce variables adicionales como el azar, la virtud y la fortuna porque sintetizarían los contextos histórico-concretos donde el líder siempre va a moverse. El eje de su método y las visiones del liderazgo giran en torno a prever para prevenir y tener éxito en los fines políticos, así como en la lucha para mantener y lograr el poder.
El liderazgo ejerce la política, solamente en la medida en que ésta llega a convertirse en una técnica. El terreno histórico debe ser asumido con el suficiente ingenio racional donde no hay lugar para los sentimientos ni los deseos. Este es el carácter de la objetividad política como valor para el liderazgo. Si el Estado es una especie de construcción artificial creada por los seres humanos con el objetivo de evitar su extinción y facilitar la convivencia social, Maquiavelo pone el énfasis en la necesidad de dirigir o domesticar dicha construcción por medio de líderes que se preocupen por el funcionamiento real y humano de la vida política, lo cual demanda manejar los valores morales y todo tipo de ideologías según su carácter convencional, transitorio, funcional al momento y, por lo tanto, llega a ser fundamental el hecho de privilegiar la administración del poder. De aquí que la historia se convierte en una escuela para la vida política, mientras que el conocimiento representa un tipo de poder en sí para organizar el Estado capaz de renovarse a sí mismo desde la política y no desde otras esferas de la vida social.
Esta es la originalidad de Maquiavelo: mostrar que el Estado y cualquier organización humana sujeta a la acción política, están guiados por leyes coercitivas a cargo de líderes que saben asumir el peso del mando y las responsabilidades que otros, por miedo o prejuicios morales, no se atreverían a aceptar. Simultáneamente, en el mundo de la política no hay nada tan endeble como el poder que se apoya sobre sí mismo; en consecuencia, el deber moral y profano de todo líder sería la razón del Estado y su estabilidad.
Para el liderazgo interpretado desde El Príncipe, las sociedades no podrían ejercer plenamente todas sus libertades sino por medio del control de sus pasiones. Maquiavelo contribuyó a entender que el príncipe tiene las siguientes ventajas como líder:
- La combinación exitosa entre la virtud y la fortuna.
- Es un organizador prudente que sabe pensar en el bien común sin pensar primero en sí mismo, pero aquí surge una contradicción porque el príncipe debe pensar en mantener el poder, apareciendo una identificación entre sus intereses y la voluntad de hacer lo que otros temen o no pueden.
En la época de Maquiavelo, el gran cambio fue el surgimiento del Estado moderno definido como una división en principados y repúblicas. En el principado aparece la libertad del pueblo al cual hay que gobernar; por lo tanto, el príncipe siempre funda su poder sobre el pueblo. La posibilidad de que el líder tenga la suficiente capacidad para conservar y extender su poder, acontece por medio del uso de “armas propias (virtud) o por armas ajenas (fortuna)”. Esta sería la descripción del arte de gobernar en forma secular. El príncipe-líder debe ser capaz de mandar, sujeto a la necesidad de controlar e imponerse sobre la naturaleza humana, con la conveniente capacidad para ejercer el mal.
La sociedad juega a creer que los líderes tienen poderes sobrehumanos o mágicos y luego no les perdona la decepción inevitable que le causan; sin embargo, lo que se pide es, ante todo, cierta capacidad para tomar decisiones en lugar de permitir que cada persona haga el esfuerzo por decidir libremente. El liderazgo que promete el cielo y la tierra funciona como una especie de terapia colectiva, pues pretende hacer ver que el príncipe es lo suficientemente poderoso como para tomar decisiones, ahorrando cualquier empeño para los ciudadanos de a pie.
En toda sociedad, la vida adulta nos somete al martirio diario de asumir responsabilidades y tomar diferentes decisiones. Este difícil hábito de conducta, muchas veces puede ser omitido y entregado a una entidad superior, a la cual se promete lealtad siempre y cuando se encargue de decidir por nosotros, administrando nuestra libertad.
Entre aquellas entidades supuestamente supremas se encuentran el propio Estado, los partidos políticos y el liderazgo como ilusión ante la cual puede endosarse gran parte de las libertades ciudadanas. Es por esto que las ofertas de distintos líderes hablan de todo, pues prometen a los individuos eximirlos de la responsabilidad que significa el involucrarse directamente en todos y cada uno de los problemas que tienen lugar en una sociedad. La libertad de decidir individualmente podría cancelarse de un momento a otro, pero ¿quién la necesita? La mayor parte de las personas tienen un verdadero pánico a utilizar sus libertades y es por esto que requieren de los líderes, mientras que éstos necesitan de los seguidores para mostrar que son capaces de domesticar las libertades y, en consecuencia, mediar los intereses en conflicto posibilitando la reproducción de lo político[8].
Maquiavelo enseñó que el liderazgo beneficia a la sociedad, a pesar de que hoy día los líderes están rodeados por un conjunto de prejuicios que equiparan a la política con el infierno. No, las acciones del liderazgo representan las dimensiones más humanas que puedan existir, en las cuales no hay pacto alguno con demonios o dioses misteriosos pues tales acciones no son más divinas ni más diabólicas que nuestra propia existencia.
- El Leviatán como ejercicio del poder
Cuando se analiza el Leviatán, por lo general existen reacciones que atribuyen a Tomás Hobbes una serie de concepciones absolutistas sobre el Estado y los alcances de su poder. Otros identifican algunos paralelismos con Maquiavelo porque Hobbes representaría una especie de autor “maldito y amoral” debido a sus consideraciones sobre el hombre y el llamado “estado de naturaleza” de donde emergerían varias miradas irracionales en torno a la política[9].
La noción de estado de naturaleza no tiene un referente histórico real, sino que es una situación hipotética donde la inexistencia del Estado acarrearía consecuencias negativas para la existencia en comunidad. Al mismo tiempo, se asume que si el Estado llegara a destruirse, los hombres se comportarían sin restricciones, provocando una serie de amenazas al no existir las leyes: el estado de naturaleza es la ausencia de orden social y político, pero también la inexistencia de formas superiores como la plena libertad e individualidad humanas.
Para Hobbes, la idea de derecho se relaciona con la libertad que tienen los hombres para hacer lo que les plazca; sin embargo, es una libertad destructiva que colinda con la agresión hacia los otros y la posibilidad de ser también agredido. Si esto se extendiera como el fuego en un barril de pólvora a lo largo de toda la sociedad política, surgiría el temor permanente y anhelo por seguridad, justificándose el nacimiento del Estado para evitar que los hombres lleven al extremo sus deseos de satisfacción sin el control de sus impulsos, orgullo, voluntad de posesión, honor y búsqueda de ambiciones personales[10].
El Estado en Hobbes es un artefacto inventado por medio de un convenio entre todos los hombres, el cual tiene las atribuciones de definir arbitrariamente los contenidos y significados sobre lo bueno y lo malo[11]. El poder absoluto, en este caso, constituye la característica de cualquier tipo de régimen político, así como la soberanía representaría aquello que sostiene al Leviatán porque los seres humanos desean que aquél se instaure.
La multitud (como escenario de ambiciones, miedos y orgullos humanos) tiene una connotación negativa que no puede reconocer intereses comunes, sino sólo intereses individuales los cuales, a su vez, esconden múltiples intimidaciones y chantajes. Dicha multitud debe ser superada para convertirse en el concepto de pueblo, que para Hobbes es una construcción donde finalmente los individuos deciden fundar el Estado.
El pueblo instituye al monarca y éste termina representando al pueblo para regirlo por completo. Si bien el pueblo es productor de la soberanía legítima e inicial que da origen al Estado, inmediatamente transfiere su poder en beneficio de un monarca o del líder representante que se hace con el poder; asimismo, el pueblo termina replegándose (o siendo desplazado) porque no cumple un papel central sino que Hobbes imagina un teatro donde un conjunto de actores se transforman en varios representantes de los individuos quienes renuncian a sus libertades para instaurar, por voluntad colectiva, al Leviatán. El poder, desde entonces, se convierte en la esencia de toda relación desigual, social y política.
Además, todo poder contiene un mandato ya enunciado. Hobbes nos sugiere que la capacidad y posibilidad de mandar por sí sola es insuficiente. Aquel que tiene el poder quiere ejercerlo, aspira a ser obedecido y, por lo tanto, no hay poder sin la correspondiente obediencia. Dicha obediencia es otro elemento de las relaciones desiguales y ayuda a describir, junto con los mandatos del Leviatán, un contexto concreto en el cual se desenvuelve el poder dentro del orden político[12].
Cuando se habla de poder surge de inmediato el problema de la graduación del mismo; es decir, tener poder y utilizar el máximo poder posible. Hobbes explicó claramente que en el poder hay una tendencia que conduce a su constante aumento. Esto existe en las relaciones que se catalogan fácilmente como interindividuales y también en las relaciones que se establecen entre los líderes y las masas. Al interior de la sociedad, el poder se va construyendo a través de las interconexiones de diversos códigos de significaciones que dan sentido a la dominación; en consecuencia, un complemento substancial para el poder son las formas hegemónicas de éste, cuyo propósito central es establecer un equilibrio entre la dictadura-coerción y otros mecanismos de persuasión que podrían desembocar en un aparato de hegemonía, el cual busca instaurarse en la educación, religión, cultura y en la vida cotidiana.
Al tener poder existe el deseo de que crezca en intensidad abarcando cada vez más aspectos, alimentándose insistentemente de un mayor número de personas sometidas, a las cuales se gobierna y regula. Desde Hobbes y Maquiavelo podemos comprender que el poder es una función social delegada por la sociedad en personas concretas o en un número variable de ellas pero siempre inferior al gran cuerpo que es la colectividad. Sin embargo, se tiende a olvidar este aspecto y se acentúa, en cambio, el carácter de la desigualdad entre los poseedores del poder y aquellos que están sometidos a él.
El poder como función social delegada incorpora también el concepto de hegemonía, que es entendido como una cadena total capaz de abarcar muchas dimensiones de la vida colectiva; la hegemonía es otra dimensión del poder que no llega a constituirse como tal por sí misma, es decir, por la acción omnipotente de las estructuras políticas, ideológicas o económicas. La hegemonía está alimentada por las prácticas concretas de sujetos sociales concretos; estos sujetos son un conjunto de líderes específicos[13].
La apropiación de la noción de liderazgo dentro de la hegemonía sufre una ampliación cuando ésta se extiende hacia una red de ordenadores funcionales del poder en el sistema social. No se podrá considerar entonces como líder al individuo aislado sino que, cuando se privilegia la función hegemónica de los líderes, se encuentran otros elementos de cohesión social como aquel bloque de fuerzas donde el partido político, las instituciones y los medios de comunicación tienen la función de organizar la hegemonía y otras estructuras de dominación.
Las relaciones de poder pueden encontrarse en cualquier faceta de la actividad humana. Siempre que nos encontremos con una relación desigual marcada por los aspectos del mandato y la obediencia estamos examinando un determinado poder. Siempre que los designios de alguien sean seguidos por un número mayoritario de personas estamos ante una situación de poder, ya sea desde la religión hasta los terrenos del arte y la literatura, desde el deporte hasta la política, desde las organizaciones burocráticas hasta los ámbitos de los medios de comunicación. Este es el trayecto del Leviatán y sus estructuras de poder imaginados por Hobbes desde el siglo XVII.
Por otro lado, el problema del poder en Hobbes tiene una visión subjetiva. Nunca se sabe cómo el monarca toma una decisión pero éste es capaz de leer en sí mismo a la humanidad y la multitud. La sociedad, en algún momento, toma la decisión política de renunciar a una parte de sus libertades, razón por la cual el Leviatán no permitirá el nacimiento de equilibrios entre la sociedad y el poder porque el Estado (o el monarca y el Príncipe) se erige como la fuerza que logra efectivamente poner límites al caos de la multitud en el estado de naturaleza. Los límites se establecen a partir de la administración del poder como la verdadera identidad de “lo político”.
Hobbes, además, es un filósofo nominalista y escéptico que construye su aparato teórico cuestionando la escolástica aristotélica (perfecta identificación entre el intelectual y la cosa). Para Hobbes, un principio epistemológico central descansa en la imposibilidad de conocer la esencia de las cosas. El nominalismo postula que los objetos externos se manifiestan como entes separados; existe la posibilidad de designarlos y nombrarlos pero poniendo entre paréntesis la existencia de la esencia; por lo tanto, no se podría saber nada sobre la existencia de Dios. Lo que se puede conocer de manera específica son las consecuencias del poder y el peso del Leviatán, que se despliegan en la sociedad como una realidad funcional y determinante para el desarrollo de la dominación.
En este caso, Hobbes habría intentado fundar una teología política cimentada en el poder omnipotente de “lo político”, operando en la realidad colectiva para domesticar a los hombres que se desbocarían en la búsqueda de sus apetitos personales, de no ser por la presencia del Leviatán o el poder como fenómeno secular y profano, cuya cara realista emerge de la voluntad colectiva con el propósito de restringir la voluntad disoluta de los seres individuales[14].
De cualquier manera, los argumentos son hipotéticos, es decir, criterios provisionales. Aquí hay una puerta importante que se abre a la posibilidad del error, pues la teoría de Hobbes es una gran conjetura sobre el mundo político. Empero, Hobbes también es un filósofo materialista que postulaba la materia como cuerpos en movimiento; la libertad era entendida como el desplazamiento de un cuerpo sin roces y límites, dando lugar al estado de naturaleza. Asimismo, su visión del Estado como una máquina se liga con concepciones mecanicistas: el orden político sería un artificio mecánico necesario para el manejo del poder, el cual se transforma en una función primordial que los hombres han aceptado al establecer un contrato que deje atrás el estado de naturaleza.
Al criticar la filosofía aristotélico-tomista, Hobbes niega la idea de que la sociabilidad humana sea un fenómeno natural. El hombre no constituiría un animal político porque la sociabilidad también es otro artificio de la razón. Si el Estado es un artificio y los hombres construyen ficciones que simulan la naturaleza, el único vínculo entre lo natural y lo artificial es la construcción de la sociedad de manera “arbitraria”. El pacto entre los hombres para instituir el Leviatán y un poder por encima de las pasiones humanas es el precio a pagar con el propósito de abandonar la soledad del individuo y el temor de ser agredido por otros en una situación de caos donde no existe el orden social.
Cuando Hobbes aplica el método naturalista en la redacción del Leviatán, sugiere imaginar que si el mundo social y físico desaparecieran, sobreviviría el individuo al lado de un conjunto de nombres de las cosas que permanecen en la inteligencia; sin embargo, no sería posible dar cuenta de la realidad exterior porque no sabemos qué significa dicha realidad. En el Leviatán es posible llegar a la aniquilación de la sociedad, pues para Hobbes el hombre es capaz de existir fuera de las relaciones sociales que regulan su conducta.
Si desaparecen las leyes y descendemos al estatus del puro individualismo sin ningún tipo de reciprocidad y alteridad con “los otros”, encontramos que lo más primario en todo individuo es la conservación de su vida porque cualquiera se reconoce solamente a sí mismo que quiere persistir en su existencia. En consecuencia, el individuo se imagina con derecho a todo, incluyendo la probabilidad de poseer por completo el cuerpo del otro. Si todos los individuos actuaran en este terreno hipotético, el resultado es una guerra abierta y la destrucción plena.
En esta guerra hipotética, los hombres tienden a buscar la certeza de ganar e imponerse sobre los demás. El resultado inmediato es la libido dominandi (energía, fuerza y pulsión psíquica profunda para dominar)[15], un deseo de dominación que posteriormente se expresa en el poder del soberano como voluntad colectiva para establecer un pacto y la entrega del poder hacia un teatro de representantes o al monarca y el líder. De aquí que una de las dimensiones del poder sea su carácter anticipatorio. El poder debe ser ejercido, acumulado y proyectado hacia el futuro dentro de una dinámica de la acción que exige tres caminos:
- Evitar el regreso al estado de naturaleza en guerra.
- Dominar al pueblo, domesticando las pasiones humanas donde el hombre es considerado como el lobo de sus congéneres.
- La libido dominandi se impone en el orden político y la paz solamente es posible, siempre y cuando los individuos renuncian al “derecho a todo”, inventando artificialmente la sociabilidad y el consentimiento que da lugar a un principio de reciprocidad en el contractualismo hobbesiano.
El poder se transforma en la posibilidad individualista del soberano que se atreve a convertirse en un actor con la capacidad de representar a los demás. Ejerce la violencia organizada con el fin de eliminar el estado de guerra y la arbitrariedad se convierte en un costo que debe ser asumido para evitar la autodestrucción de la vida social. El Leviatán de Hobbes invita a considerar que la razón de Estado es la transferencia de la voluntad soberana del pueblo y de los hombres, hacia la razón de una élite de actores que practican el poder como resultado de la acción política en todo tiempo y lugar[16].
- Conclusiones
¿El liderazgo, el poder y la política tienen, entonces, alguna relación con la responsabilidad? Si se hace un recuento de varias encuestas de opinión política durante los últimos años, puede verificarse que los análisis fácilmente dejan de lado un elemento imprescindible: la variable responsabilidad. ¿Cómo medir este concepto que, al mismo tiempo, se convierte en valor ético? Una reflexión sobre la responsabilidad nos conduce incluso a preguntar ¿cuál es el compromiso de los líderes con la función pública y el Estado?
La combinación entre responsabilidad y la mejor forma de gobierno también exige revisar las teorías sobre la soberanía del pueblo. Desde Platón hasta nuestros días, el problema fundamental era y sigue siendo el siguiente: ¿quién debe gobernar un Estado? ¿Los mejores, el mejor de todos, es decir, un sabio carismático? ¿Unos cuantos de los mejores, o sea, los aristócratas, o todo el pueblo encarnado en juicio final y razón última de toda legitimidad? ¿Dónde encaja la responsabilidad de los líderes políticos y del propio pueblo si se cometieran errores tremendos y se pusiera en riesgo la existencia misma de un Estado? En la actualidad, no deberíamos preguntar solamente quién debe gobernar, sino cómo debe estar constituido un Estado para que sea posible deshacerse de los malos gobernantes sin violencia, sin derramamiento de sangre y con amplios márgenes de responsabilidad social e individual[17].
La democracia no es sólo una alternativa contra toda tiranía del poder arbitrario, sino un método para evitar que un líder elegido por el voto del mismo pueblo sea investido con poderes tiránicos. Es este elemento que reduce las consecuencias nefastas de una práctica desquiciada de la política y de las ideas contenidas en Maquiavelo y Hobbes. Hoy día, no es suficiente emitir el voto y hablar de la voluntad popular, sino también de valores éticos como la responsabilidad para proteger todo mecanismo pacífico de resolución de conflictos y actuar con el máximo de racionalidad.
Muchos discursos políticos están plagados de ficciones con el objetivo de convencer pero sin mostrar un serio interés para comprometerse con la responsabilidad de hacer lo que se dice, o expresar lo que honestamente se piensa sobre una serie de problemas. Otros intentan esclarecer a la opinión pública con diagnósticos y críticas en torno a los alcances de la corrupción política pero, finalmente, todos evitamos descorrer la cortina, mirar de frente a la verdad o a las mentiras porque hemos llegado a un extremo donde tenemos miedo de la responsabilidad. Ser responsable con la democracia y la ética personal demanda sacrificios para renunciar a nuestras vanidades o incluso perder el poder, contradiciendo en la vida real las hipótesis, después de todo teóricas, del maquiavelismo y del Leviatán hobbesiano.
La contradicción de la democracia contemporánea es apelar a reformas y legitimidad popular pero escondiendo nuestras verdaderas intenciones cuando se trata de opciones de poder. Ser responsable significa dejar de lado el cálculo maquiavélico de los operadores políticos, los intereses estrechos y la distribución indiscriminada de cuotas de poder.
Es fundamental redefinir las prácticas concretas de una cultura política de la responsabilidad y, en consecuencia, también debería desterrarse aquel razonamiento donde se afirma que muchos políticos están convencidos de que al interior del manejo del poder, sucede lo mismo que con los toros para el público de un circo: cuanto más perversos y bestiales – al estilo de las visiones de Maquiavelo y Hobbes – mejores.
El Príncipe y el Leviatán, siempre revitalizarán la tensión entre ética y política, que no es otra cosa que discutir cómo introducir la responsabilidad como valor central para el desarrollo de la sociedad política. La distancia entre ética y política nace porque la conducta de cualquier líder está dominada por una regla: el fin justifica los medios. Sin embargo, no todos los fines son tan altos y absolutos como para justificar el uso de cualquier medio, sobre todo al interior de una sociedad democrática donde los gobernantes deben estar controlados por el consenso popular y demostrar una responsabilidad horizontal respecto de las decisiones que toman.
La violencia estatal y el abuso del poder visualizado por Maquiavelo y Hobbes, muestran una contraposición que debe ser asumida por la práctica política: la ética de los principios, donde el moralista se pregunta: ¿qué principios debo observar? Y la ética de los resultados, en la que los operadores políticos se cuestionan: ¿qué consecuencias se derivan de mi acción durante el ejercicio del juego político? En uno u otro caso, la responsabilidad surge como un desafío inseparable. Hay que ser responsable con las consecuencias que provienen de observar ciertos principios, así como con los resultados de una decisión política que involucra el destino de una sociedad.
Este problemático equilibrio entre la ética de los principios y la ética de la responsabilidad, señala que cuando juzgamos nuestras acciones para aprobarlas o repudiarlas, nuestras opiniones se desdoblan dando lugar a dos sistemas morales diferentes, cuyos juicios no necesariamente coinciden porque desde Maquiavelo, sabemos que la observancia de un principio moral no siempre produce buenos resultados políticos, ni tampoco los buenos resultados se alcanzan única y exclusivamente respetando los principios morales.
De cualquier manera, toda acción y resultado político que se busca en la democracia implica observar una ética responsable con aquellos que van a sufrir las consecuencias de toda decisión política. Solamente así el poder podrá sujetarse a un conjunto de reglas y controles que le imponen límites sensatos.
Cualquiera sea el sistema de valores que los líderes políticos acepten, la renuncia al abuso del poder y a los beneficios ilícitos asociados con él son lo mínimo responsable que los poderosos tienen que otorgar para hacerse aceptar como líderes y representantes, es decir, para hacerse perdonar, finalmente, el poder que detentan y emplean[18].
La posibilidad de vivir en una sociedad libre y democrática deberá estar orientada por una visión del mundo menos maquiavélica y hobbesiana, abriendo nuevas perspectivas donde pueda combinarse la justicia social sin prebendalismo, con la inteligencia y responsabilidad sin estar ciegos a las tensiones entre ética y política en la vida diaria.
La preocupación por una argumentación sólida y coherente en torno a la moral y sus consecuencias para dotar de mejor organización al Estado dentro de la política, tampoco está bien lograda por las pretensiones científicas de aquellas aproximaciones teóricas que tratan de reducir la ciencia política a un conjunto de modelos matemáticos y predictivos. Hobbes y Maquiavelo, si bien simplifican el ámbito de lo político, deciden concentrarse claramente en la victoria del poder identificado con la fuerza, y en las contradicciones insuperables detrás de la moral. Las aspiraciones éticas en el manejo del poder constituyen solamente un conjunto de opciones personales, agazapadas en el fondo la consciencia.
La moral tampoco sería connatural a los seres humanos, ya que ésta aparece en la sociedad como códigos de significación convenidos y, asimismo, variables, arbitrarios y no siempre inmanentes. Por medio de la moral se hace posible reconocer a los otros como seres humanos, pero simultáneamente como competidores y adversarios susceptibles de ser derrotados o controlados a través de la acción política. Por esta razón, la moral se aleja de la política, dimensión que antepone la necesidad de dominación y control, antes que el reconocimiento ético de la humanidad en los hombres.
En Jean Jacques Rousseau, la virtud es un tipo de acción ligado al sacrificio del interés personal en beneficio del bien público[19]. En Hobbes y Maquiavelo, dicho sacrificio, en los hechos, lleva a fortalecer el poder político dentro de la sociedad por medio de la acción de los líderes que ponen al margen la moral y reproducen las razones de Estado. Éstas se revelan como una radicalidad para divorciar premeditadamente la moral de la política, conservando así la idea del sacrificio de los seres humanos a favor del poder.
El Leviatán es un mecanismo instrumental que funciona más allá de la moral. La racionalidad instrumental del poder contemporáneo repliega la moral al ámbito íntimo de la individualidad y el amor propio. Hoy día, esta idea siempre es atractiva para los medios de comunicación y los jóvenes en la postmodernidad, donde todo se hace posible sin apelar a ningún referente paradigmático universal. El poder se muestra, entonces, como la única opción práctica para que el Estado y la política puedan actuar como las fuentes preponderantes donde se manifiesten el orden, la autoridad y la supervivencia de la dominación, inclusive más allá de sus bases de legitimación. Para las fuerzas profanas de la inmoralidad política no existe escapatoria ni emancipación.
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