Araceli Otamendi
Desde que vivo sola tengo el televisor prendido de día, cuando estoy en casa y de noche hasta que me duermo. Estuve casada cinco años y no funcionó. Después del divorcio, alquilé un pequeño departamento en el piso más alto del edificio más viejo del barrio donde ya vivía. Mi vida transcurre sin sobresaltos y acepto algunas investigaciones como seguimientos en caso de infidelidades y en algunos casos, de hombres próximos al matrimonio.
En estos casos, son las futuras esposas quienes me contratan. En general se trata de futuros matrimonios en segundas y terceras nupcias. Ninguna de esas mujeres está dispuesta a casarse con un Don Juan o un hombre que le traiga problemas.
En el edificio donde vivo casi nadie sabe a qué me dedico. De vez en cuando llegan cartas del extranjero y el portero me las entrega abiertas mientras me mira con curiosidad. Evito pronunciar palabra cuando las recibo. Una vez por mes le doy una propina y él queda satisfecho y no pregunta nada. Las cartas del extranjero provienen casi todas de amigos que se fueron a trabajar a otros países.
Antes de este trabajo de investigadora privada, trabajé para una aseguradora y para una compañía de bienes raíces. La diferencia con los otros trabajos es que ahora llevo siempre conmigo el revólver, una pistola Beretta calibre 22.
La noticia que escuché por la televisión me cayó mal aunque no sé si fue tan inesperada como me pareció al principio cuando la escuché por primera vez, ya que el canal de televisión la repitió cuatro o cinco veces.
Una mujer empleada de un supermercado había matado a un hombre, también empleado del mismo lugar. La misma noticia hubiera pasado desapercibida para mí en otro momento.
La mujer se llama Nancy y es la misma mujer que me había confesado hace unos días su padecimiento. Acaba de llamarme por teléfono desde la cárcel. Quiere contratarme como investigadora del caso. Aún no decido qué hacer.
Nancy es de piel oscura, tirando al color aceituna, no es fea pero tampoco podría decirse que es linda. Es joven y tiene cierto atractivo por sus facciones aindiadas.
Tiene los ojos oscuros y usaba un uniforme provisto por el supermercado, de color violeta. Debajo del saco, siempre tenía una camisa blanca perfectamente limpia y planchada. Nancy trabajaba en el sector de electrodomésticos.
Tal vez nunca hubiera conversado con ella si el sector de electrodomésticos no hubiera estado tan cerca de la librería. En general paso por la librería antes de disponerme a hacer las compras de comida. Me resulta menos monótono y además de best-sellers se pueden encontrar algunos buenos libros en la mesa de ofertas. Ahí encontré una biografía de Ted Hughes, otra de Leonardo da Vinci, y para entretenerme un libro de cocina naturista y otro de feng-shui. Había también libros con indicaciones para criar un bebé y novelas policiales.
Recuerdo ahora la primera vez que conversé con Nancy. Fue durante una mañana de pleno invierno, dos o tres grados bajo cero.
Buenos Aires no es una ciudad donde el frío no se soporte. Antes de llegar al supermercado esa mañana me había cruzado con la vecina del quinto piso c. Una mujer de unos sesenta años, vestida como para asistir a una velada de gala de la ópera. Se había puesto un tapado de zorro plateado, botas de gamuza negras y tenía el pelo tan lacio y brillante como el de una muñeca barbie. La saludé y ella me respondió el saludo con total normalidad.
Seguramente ella no sabía que todos los que vivimos en ese edificio sabemos de sus ataques, cuando grita como si la estuvieran matando y el portero llama a la ambulancia y a alguno de sus hijos. Después la internan en algún lugar durante algún tiempo y reaparece a los dos meses con la cara de alguien que estuvo adentro de una catacumba. Algunos días después ocurre la metamorfosis: aparece vestida y maquillada como la caricatura de una estrella de televisión.
La mujer había tenido un perrito de raza enana que sacaba a pasear en brazos varias veces por día. Me extrañó no verla más con el perro y le pregunté por él. Lo llevaron a la quinta, dijo, ahí está feliz, tiene lugar para correr. Moví los labios y dibujé una sonrisa de circunstancia pensando en el perro y me dio lástima lo sola que estaba la mujer. Después de esa aclaración creo que no volvimos a hablarnos.
La primera vez que hablé con Nancy, la empleada del supermercado y ahora acusada de haber matado a un hombre, fue después de haber estado leyendo un largo rato en la librería. Esa librería del supermercado tiene unos cómodos sillones donde se puede leer tranquilamente. Basta tomar los libros de las estanterías y disponerse a leer. Pensaba después comprar alguno de esos libros y algunas cosas para comer. Por ejemplo una baguette porque ahí cocinan el pan muy bien. También un poco de queso Mar del Plata, jamón cocido y unos sobres de sopa de tomates. Iba a comprar también algunas latas de cerveza para poner en la heladera, por si venía alguien a visitarme. Pero hace tiempo que no recibo a nadie en casa y cuando alguien viene prefiero salir a comer a algún restaurant.
Y hasta parece que sale más barato que cocinar en casa.
La última vez que salí a comer afuera fue cuando tuve el caso de la señora Annabell Lee. Esta señora que lleva el nombre de la novia de Poe, no tiene en absoluto nada que ver con la nombrada. Y ni siquiera ha leído novelas de misterio.
Es una mujer que sospechaba que su marido la engañaba con la secretaria. Investigué el caso porque me pagaba muy bien. Pero dejaré los detalles para otro momento. Con el dinero que gané pude irme unos días a Brasil, a un buen hotel con terraza al mar.
Esa mañana, la primera vez que hablé con Nancy, había un hombre viejo en la librería, sentado en un sillón y parecía estar leyendo cuando me senté frente a él. En la calle hacía frío, los árboles estaban deshojados y el cielo era gris. El hombre tenía un libro en las manos y al cabo de unos minutos dejé de leer el libro elegido y me dediqué a mirarlo. Tendría entre setenta y ochenta años, la barba crecida, un sobretodo bastante viejo con el dobladillo algo descosido y un aspecto que parecía que se iría muy pronto a acompañar las raíces bajo la tierra.
Pensé que había entrado ahí porque hacía frío y no tendría una moneda para un café. Seguramente se había quedado dormido a causa de la calefacción del supermercado y la música funcional que hacía más agradable el hecho de comprar ¿o tal vez estimulaba para comprar?.
Volví a la lectura de un libro, una novela de un autor español. Al cabo de unos minutos me sobresaltó el ruido y los movimientos que hacía un empleado pasando el plumero por los libros. Lo hizo con tal brusquedad que empujó algunos hacia el piso.
El hombre viejo seguía dormido, la cabeza pegada al cuello, los hombros inclinados hacia adelante como si el peso de la vida se le hubiera venido encima todo junto.
Entonces ví a Nancy detrás del mostrador de los electrodomésticos, tenía cara de aburrida entre los aparatos de televisión, las lectoras de DVD, las planchas y las licuadoras.
Dejé la novela sobre la mesa y me acerqué al mostrador.
– Buenos días – dijo
– ¿Qué tal? – le pregunté
– Bien. ¿quiere ver algo?
– Sí – dije. – Estoy buscando un televisor nuevo.
Enseguida me mostró varios modelos de televisor y me indicó las ventajas de cada uno.
-¿Cuántas horas pasa aquí? – le pregunté.
– Cuatro a la mañana y cuatro a la tarde – contestó.
– ¿Sabe algo de ese hombre? – le pregunté mirando hacia el hombre dormido en la librería.
– Supongo que está jubilado y vive solo – dijo Nancy.
El hombre del plumero sacudía el polvo de los estantes mientras nos miraba a unos metros de distancia.
Esa fue nuestra primera conversación con Nancy. Compré después lo que había planeado y prometí volver a comprar el televisor otro día. Volví a mi casa con el recuerdo del hombre dormido y vencido y el hombre del plumero empuñándolo como un arma.
Durante la tarde, me dediqué a seguir al marido de una clienta. Era un ejecutivo de una empresa y sí tenía relaciones con la secretaria. Mi clienta no quería que el marido la dejara en la calle. Sospechaba que él ganaba mucho más dinero del que decía y tenía alguna cuenta secreta en algún banco del exterior que en algún momento usaría para planificar su vida sin ella.
Una o dos veces por semana iba al mismo supermercado y me dedicaba a leer en la librería donde encontraba al mismo hombre viejo, dormido con un libro en las manos. Tenía las manos dobladas hacia adentro como si tuviera artritis. Usaba siempre el mismo sobretodo y a pesar del calor artificial propagado por alguna caldera, el hombre no se lo quitaba. Era curioso ver a ese hombre ahí, después de una vida de trabajo, tal vez de haber criado uno o dos hijos, tal vez más, tal vez ninguno, apoltronado en ese sillón, con un libro en las manos, se lo veía tan cerca de la muerte…
Miré los libros sobre la mesa, eran los libros que el hombre había elegido esa mañana: novelas elegidas por Borges y Bioy, también había de P.D.James, y un libro que decía «Muerte en Hollyood».
Entonces ví que Nancy – entonces no sabía ni siquiera su nombre – venía caminando hacia mí y me dejaba un papel sobre la mesa, arriba de los libros.
Lo levanté con disimulo y leí: Tengo que hablar con usted, a las 12, en la cafetería. ¿Sabría que yo era investigadora? Generalmente los clientes vienen así, como los gatos, sin que nadie los llame.
Guardé el papel en el bolsillo y comprobé que el empleado del plumero no estuviera cerca. Me incorporé, puse los libros elegidos en un canasto y lo empujé hacia la sección bazar. Examiné algunos platos, algunos importados de China, otros de Brasil. Compré un paquete de servilletas con flores amarillas y me dirigí a la rampa para bajar. Pronto llegaría un amigo desde Quebec y me alegraría comer con él y con esas servilletas. Justo en el inicio de la rampa vendían alimentos balanceados para perros y gatos. Mi vecina, la que se vestía y maquillaba como una caricatura estaba junto a las bolsas de balanceado, esta vez sin el tapado de zorro plateado, pero sí tenía el pelo brillante y lacio como el de una muñeca pequeña, envuelta en celofán más allá, en la góndola de juguetes. Me saludó como si no me hubiera visto en años. Me pregunté si el perro había vuelto de la quinta o tal vez elegía algún balanceado para un animal imaginario.
Le dije adiós y empujé el carro suavemente hacia la rampa y me dejé llevar hasta la planta baja. Faltaba casi una hora para las doce.
¿Qué me querría decir Nancy?
Me pregunté si no sería mejor pasar por la caja y quedarme en la cafetería hasta que fuera la hora. Opté por pagar y salir a la calle.. Caminé hasta el edificio donde vivo y acomodé en la heladera y en la alacena los alimentos que había comprado.
Al entrar había tres cartas en el piso, las dejé sobre la mesa. Una era de Alberto, un amigo que vivía en Italia. La otra, de Laura, una amiga que vivía en Suiza desde hacía años. La tercera carta no tenía remitente. Decidí dejar la lectura para la noche, cuando las tensiones del día hubieran pasado o disminuido y me encontrara más tranquila para leer con calma. A Alberto le gustaba, además de escribir, dibujar en las cartas.
Laura hablaba cuatro idiomas y era secretaria, había sido mi cliente. Estaba divorciada cuando la conocí y había decidido no casarse después de mi investigación, con el hombre con quien estaba comprometida. Laura tenía un buen pasar económico y su pasatiempo ahora era esquiar cuando el frío lo permitía. Me alegraba saber que mi trabajo de investigadora pudiera evitar que las personas tomaran decisiones equivocadas.
Ahora faltaban algunos minutos para las doce y caminé rápido hasta la cafetería del supermercado. Dejé el teléfono sonando, no atendí. Apagué el celular. Seguramente Nancy no podía salir a comer a otro lugar que no fuera ése.
El cielo ahora estaba bien azul y una nube blanca se deslizaba como una oveja por un prado.
En el umbral de un edificio, dos chicos jóvenes bebían cerveza sentados. Era un día de semana y era pleno día, pero seguramente ellos no iban a la escuela ni tenían ninguna ocupación.
Cuando entré a la cafetería Nancy me estaba esperando. Se había servido una taza de café doble y un sandwich.
– Usted dirá para qué quería hablar conmigo – dije.
– Usted es investigadora.
– ¿Cómo lo sabe?
– Aquí me entero de muchas cosas.
– La escucho – dije mirando el reloj. A la una tendría que estar saliendo hacia otro lugar.
– Tengo que denunciar a alguien de aquí y temo hacerlo – dijo.
– ¿Cuál es el motivo?
Nancy miró hacia todos lados. La cafetería estaba llena de gente a esa hora y parecía temer que la vigilaran.
– ¿Cuál es el problema? – insistí.
– Acoso sexual y robo.
-¿Puede probarlo?
-No, no podría hacerlo.
– Entonces ¿por qué me lo cuenta? ¿por qué recurre a mí?
Nancy bebió un sorbo de café y me miró fijo, había desesperación en los ojos.
– Tengo que hablar con alguien, si denuncio que uno de los gerentes me está acosando sexualmente no lo voy a poder probar y me van a echar. Necesito el empleo.
– En la vida hay que elegir – se me ocurrió decir.
– Sí, pero hay más. Hay alguien que roba mercadería permanentemente y tengo miedo de que me acusen a mí.
-¿Por qué la acusarían si usted no es la que roba?
– No sé, tengo miedo, sospechas, no sé, intuición tal vez…
Miré a Nancy, su mirada era la misma que le había visto alguna vez, detrás del mostrador de los electrodomésticos. Estaba en un embrollo del que no sabía cómo salir. A veces me gustaba tomar ciertos casos.
– Trabajo desde los dieciseis años. Ahora tengo treinta, no quiero ser cómplice de un robo y estoy harta del acoso sexual – dijo.
– Si usted no denuncia el robo seguramente es cómplice.
– Es que no quiero ser cómplice de nada, por eso he recurrido a usted.
– Podría tomar el caso, investigar si usted quiere…
– Tengo algunos ahorros, es todo lo que tengo…
-Está bien, dije. Ahora no hablemos de eso, después… – Voy a investigar quién roba para que usted quede limpia de cualquier acusación.
– ¿Y el acoso?
– Eso es más difícil. Vamos por partes.
– Es que estoy harta…
– Ahora tengo que irme – dije mirando el reloj. Encontrémonos esta noche, a eso de las nueve, en otro lugar.
Me fuí de ahí pensando si no debería haberme quedado hasta que me contara más detalles. Noté a Nancy muy nerviosa. Había odio en sus ojos. Apretó los labios como si los sellara cuando al fin nos despedimos.
Recorrí rápidamente las cuadras que me separaban de mi casa. Me cambié para seguir con mi trabajo. Cuando volví a la noche esperé que Nancy me llamara pero no llamó. Me fuí al cine. Daban La piscina o algo así. Era una historia policial donde una escritora se refugiaba en una casa prestada para poder escribir un libro.
Durante varios días decidí visitar el supermercado. Quería encontrar alguna pista de lo que Nancy me había contado. En algunas de las visitas vi al hombre viejo que dormía entre los libros. Nancy atendía al público, hacía funcionar los artefactos electrodomésticos y enseñaba a los compradores su funcionamiento. No llegué a comprar otro televisor.
Varias veces pude ver, a distintas horas a un hombre bien vestido, de saco y corbata y zapatos lustrados, evidentemente un hombre con poder, acercándose a Nancy y murmurando algo a su oído.
Me pregunté si él era el hombre que la acosaba sexualmente y ella quería denunciar. ¿Cómo saberlo?
Le había comunicado a Nancy mi decisión de no tomar el caso. Era muy difícil probar algo así. Le recomendé a un investigador privado amigo.
Tampoco quería seguir investigando el robo de mercaderías, eso era más que difícil de probar. Los supermercados probablemente tienen asegurada la honestidad del personal y no les importa mucho que sus empleados les estén robando.
El nuevo caso que investigaba ahora me llevaba casi todo el día. Tenía que tomar taxis y remises, generalmente a partir de las cinco de la tarde, cuando el marido de mi clienta salía de la empresa. Entonces empezaba el trabajo, ver adónde iba, a qué restaurant, a qué hotel, a qué escondite con la secretaria, que seguramente tardaría poco en convertirse en la nueva mujer hasta que apareciera otra más joven y más atractiva.
Nancy se había encontrado varias veces con el acosador, fuera del trabajo.
Me preguntaba si era tan difícil conseguir otro trabajo, irse de ahí, no seguir soportando a ese hombre. La respuesta llegaría unos días después. ¡Qué día! me dije cuando llegué a casa. Había sido un día terrible, daban ganas de darse una ducha caliente e irse a la cama. Fue entonces cuando escuché la noticia por televisión: Crimen en el supermercado.
Y después escuché el teléfono.
Ahora, una carta. Estaba sobre la mesa. Ni siquiera recordaba haberla puesto ahí.
… Aguantar las miradas lascivas, babeando, cuando me llamaba al escritorio. La primera vez, recordaba, había sido la invitación a tomar una copa. Después de hora, qué tenía de malo? dijo él. Yo tenía veintidos años, él cincuenta y cinco. Era gerente, yo empleada. El casado. Trabajaba ahí desde los dieciocho, apenas me recibí de perito mercantil. Mamá cosía para afuera. Pero no alcanzaba para mantener la casita de Banfield. Entonces era, mi segundo o tercer trabajo, no recuerdo bien. Me lo consiguió la mamá de la novia, una de las novias a las que mamá le hizo el traje. ¡Qué lindas quedaban las novias con los trajes que les cosía mamá!
Después fue mi turno cuando me casé con Roberto y mamá me hizo el traje a mí. Bailé toda la noche con el vestido de cola. Roberto se puso un traje negro, parecía un funebrero decía mamá y se reía. Papá no entendía nada porque estaba hemipléjico y sordo. No sé por qué le cuento todo esto, qué puede importarle a usted que lee tanto. La veo leer y digo, a lo mejor lee esto, también. Si, después de todo, no estoy arrepentida de querer matar al cretino éste…
Sobre la autora:
Araceli Otamendi es una escritora y periodista argentina. Vive en Buenos Aires. Su novela policial «Pájaros debajo de la piel y cerveza» ganó el Premio Fundación El Libro-Edenor, en el marco de la XX Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, está publicada por Grupo Editor Latinoamericano. Ha publicado la novela policial Extraños en la noche de Iemanjá – libro digital – en la editorial Aurora Boreal (Dinamarca) .También ha publicado «Imágenes de New York» – antología de autores hispanoamericanos, presentada en New York University, Centro Español Rey Juan Carlos I. (NY), entre otras muchas publicaciones. Colabora en periódicos y revistas argentinas y extranjeras. Es directora de las revistas digitales de cultura «Archivos del Sur» y «Barco de papel».
© Araceli Otamendi
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Crimen en el supermercado fue publicado en el sitio web :BRIGADA 21, asociación para la difusión de la novela negra y criminal – Barcelona en febrero 2007