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Corrupción y democracia en declive

La destitución intempestiva del jefe de Gobierno de España, Mariano Rajoy, en el marco de la censura contemplada en sistemas parlamentarios, fue inevitable. Ocurrió tras la sentencia y detención del extesorero del Partido Popular (PP), gobernante en una España, donde la intolerancia a escándalos asociados a falsos grados universitarios e inconductas éticas obligaron, días antes, a la renuncia de la presidenta de la Comunidad de Madrid.

Similar tendencia se observa en nuestra región. Las denuncias de corrupción o cargos de responsabilidad que obligaron a la renuncia o la destitución de tres presidentes en ejercicio así lo confirman. Los casos más recientes se vinculan a la renuncia del presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczynski; de Otto Pérez Molina, en Guatemala, y de Dilma Rousseff, esta última destituida por cargos de responsabilidad tras evidenciarse el “maquillaje” de cifras oficiales. “Maquillaje” al que los populismos están acostumbrados.

 El efecto domino de acusaciones sobre liderazgos políticos y expresidentes no ha sido menor. En Centroamérica destaca el caso del expresidente Álvaro Colon. En Sudamérica, la sentencia y detención de Lula no sólo despertó la defensa ciega o el desencanto, sino que enrarece el clima preelectoral, al sumergir al poderoso Partido de los Trabajadores (PT) y a la política brasileña en una profunda crisis e incapacidad de renovación interna en todos los frentes. A Temer, el débil presidente del Brasil, le espera similar destino. La corrupción es transversal a ideologías y se equivocan quienes, desde la retórica del socialismo del siglo XXI, acusan al “imperio” como el cerebro de la defenestración de Lula y de sus amigos populistas.

 Si hasta hace años el mayor desafío de nuestras democracias era la inclusión política de amplios sectores de la población históricamente excluidos, hoy la corrupción y su primo hermano el clientelismo político plantean retos difíciles de enfrentar. Salvando excepciones, donde se evidencia relativa independencia de poderes y apropiación de valores republicanos en América Latina, pervive el reino de la impunidad y la ausencia de un debate sincero  y realista sobre el financiamiento de la política.

Esta realidad erosiona profundamente nuestras democracias. Así lo reconoce el Informe Latino Barómetro 2017 al referirse al declive de la democracia “con bajas sistemáticas del apoyo y la satisfacción de la democracia” y, donde, así como se registran avances en la dimensión económica, en la política los déficits hacia la baja de la calidad democrática son preocupantes y contradictorios a la hora de observarse giros inesperados. Realidad marcada por la volatilidad y la incertidumbre.

Para Bolivia, aplica la metáfora de una “democracia diabética”, cuyo lento declive no alarma y, si lo hace, esperemos no sea demasiado tarde. Según los informes 2016 y 2017 del Latino Barómetro, a diferencia de otros países, los bolivianos reconocieron como su principal problema la corrupción, seguida por la delincuencia y el desempleo.

A la par,  paradójicamente, reportaron los índices de mayor aprobación al Gobierno si se compara con el reducido apoyo y legitimidad de gobiernos interpelados en la región. Pese a ello, el último año el deterioro acelerado del gobierno de Evo Morales se evidencia en recientes encuestas de percepción política.

Curiosamente, en Bolivia, Venezuela y Nicaragua la fiscalización de los poderosos es impensable, la transparencia de la información pública abre paso a “cifras maquilladas” y los presidentes son intocables. De hecho, la ceguera y el sometimiento de los poderes públicos a la centralidad al caudillismo autocrático persisten.

Mientras tanto, en Bolivia, se observa el despertar ciudadano frente a tanta discrecionalidad y avasallamiento de la ley, a fin de revertir, a marcha forzada, la creencia de la infalibilidad del mesianismo terrenal que nos gobierna y desmantelar la cultura que entroniza a los que “roban pero hacen”.


 Erika Brockmann Quiroga es politóloga y fue parlamentaria.
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