Rafael Narbona
Nuestro mundo se parece cada vez más a lo que Orwell anticipó.
Robert Capa y Gerda Taro perdieron la vida realizando su trabajo. Capa pisó una mina en Vietnam y Taro fue aplastada por un carro blindado en España. Pioneros del periodismo gráfico de guerra, solo son dos de los nombres más conocidos de una interminable lista que no cesa de crecer. En Gaza, las Fuerzas de Defensa de Israel han causado la muerte de 171 periodistas, casi siempre de forma deliberada, con el pretexto de que eran terroristas. Cada vez resulta más difícil acceder a las zonas de combate. En 2003, José Couso fue asesinado en Bagdad por el ejército de los Estados Unidos. Un carro blindado disparó contra el Hotel Palestina, sin ignorar que era el lugar donde se alojaba los periodistas. Era una forma de advertir que no se tolerarían testigos. Las operaciones militares no tenían por qué someterse al escrutinio público.
La mayoría de los periodistas que caen en los escenarios de batalla suele hundirse en el olvido. Es lo que sucedió con el británico Tim Hetherington y el norteamericano Chris Hondros. Ambos fotógrafos se encontraban en Misrata (Libia), acompañando a los rebeldes cercados por las fuerzas leales a Gadafi, cuando sufrieron una emboscada y no logaron sobrevivir al ataque. Junto al periodista norteamericano Sebastian Junger, Tim Hetherington (Liverpool, 1970) había pasado quince meses en el Valle de Korengal, uno de los escenarios más inestables del frente afgano. En sus momentos críticos, el Valle de Korengal llegó a ser calificado como “el peor lugar de la Tierra”. Junger y Hetherington cumplían un encargo de la revista Vanity Fair, pero no se conformaron con realizar los reportajes acordados. Su experiencia con un Regimiento de Infantería de la 173º Brigada Aerotransportada les inspiró Restrepo, que obtuvo el Gran Premio del Jurado al mejor documental en el 2010 del Festival de Sundance. Restrepo era el nombre de un soldado caído en combate. Hetherington y Junger eludieron la cuestión política para mostrar la tensión emocional de las tropas, la mezcla de tedio, miedo y rabia inherentes a la rutina de la guerra, los problemas de inadaptación para regresar a la vida civil, el previsible endurecimiento psicológico y las secuelas de haber soportado durante meses el acoso de la muerte.
Hetherington no se parecía al fotógrafo sudafricano Kevin Carter, que se suicidó a los 33 años, después de obtener el Pulitzer por una polémica fotografía, donde aparecía un niño sudanés agonizante y desnutrido, con la cabeza vencida hacia adelante y presuntamente acechado por un buitre situado a sus espaldas. Carter era desordenado, caótico, irresponsable, temerario hasta la insensatez. Hetherington era meticuloso, metódico, extremadamente profesional y valiente dentro de unos límites razonables. Chris Hondros (Nueva York, 1970) se caracterizó por el mismo grado de profesionalidad. Fue finalista del Pulitzer por sus fotografías de la guerra de Liberia, donde siguió el consejo de Robert Capa sobre la necesidad de estar lo más cerca posible de los hechos. Su cámara escogió encuadres insólitos para capturar el drama de los niños soldado, abocados a combatir con armas que sobrepasaban su estatura. El estilo de Hondros se afianzó en Sierra Leona, Nigeria, Kosovo, Afganistán, Palestina, donde se puso de manifiesto su compromiso ético y su sensibilidad ante el sufrimiento de los inocentes. En 2005 se encontraba en Irak, empotrado a una patrulla norteamericana. Los soldados abrieron fuego contra un coche, creyendo que se trataba de un grupo de insurgentes. Al aproximarse, descubrieron que habían aniquilado a una familia. Hondros fotografió el trágico error y obtuvo por sus imágenes la Medalla de Oro Robert Capa concedida por el Overseas Press Club of America.
Hetherington y Hondros habían realizado estudios universitarios de literatura. Hondros era aficionado a la música clásica. Autor del vídeo “Bagdad en D Menor”, combinó imágenes de la capital iraquí obtenidas desde un Humvee con piezas de Bach. Hetherington, que se licenció en Oxford, rodó un corto experimental (Diary) que reconstruía su día a día como reportero de guerra. Ambos eran hombres cultos, amables y creativos.
Objetivo Birmania es una película de Raoul Walsh rodada en Central Park en 1945. El genio de Walsh logró que un parque público se transformara en la jungla birmana. Errol Flynn encarnó al imaginario mayor Wilson, arrojado en paracaídas con sus hombres detrás de las líneas enemigas para destruir una estación de radio. Un veterano periodista (Henry Hull), que participaba en la misión, se dejaría la piel por informar a sus lectores con la credibilidad que solo se consigue en el lugar de los hechos. El mayor Wilson reconoce su coraje y honestidad. La muerte del corresponsal le hará comprender el valor de una noticia honesta e imparcial. Es evidente que esta reflexión puede aplicarse con justicia a los fotógrafos a Hetherington y Hondros. Ambos representan una clase de periodismo que podría desaparecer, pues la censura de los gobiernos cada vez respeta menos la libertad de prensa.
Desde su derrota en Vietnam, Estados Unidos asumió la estrategia de controlar hasta donde fuera posible la información sobre sus operaciones militares. En 1989, Juantxu Rodríguez, fotógrafo de El País, cubría junto con Maruja Torres la invasión de Panamá, cuando los soldados norteamericanos lo abatieron, alegando que había invadido sin autorización una zona donde se luchaba contra las tropas del general Noriega. Su muerte nunca ha sido esclarecida ni se ha juzgado a sus autores materiales por crímenes de guerra. Muchos consideran que se trató de un asesinato concebido para espantar a los periodistas y evitar que presenciaran la brutalidad del Ejército de los Estados Unidos en una intervención que costó más de 4.000 vidas.
Las guerras de Irak y Afganistán apenas han producido imágenes. Son conflictos donde la muerte solo es un dato estadístico. Apenas hay rostros, apenas hay historias que reflejen el dolor individual y colectivo. Los bombardeos son fogonazos verdes sobre una pantalla en blanco y negro. Los féretros de los soldados norteamericanos regresan a su país clandestinamente. El sufrimiento de la población civil solo es una referencia lejana, casi intangible. Sabemos que Estados Unidos utilizó fósforo blanco en Faluya, pero nadie ha visto las profundas quemaduras que causa en el cuerpo humano, llegando a dañar órganos como el corazón, el hígado o los riñones.
A veces, el cine nos acerca más a la realidad que la prensa o la televisión. La matanza de Hadiza (Nick Broomfield, 2007) o Generation Kill (la miniserie televisiva de siete capítulos realizada en 2009 con guión de David Simons y Ed Burns, creadores de la extraordinaria The Wire) nos han enseñado más que las crónicas toleradas por la censura militar. En territorio hostil (Kathryn Bigelow, 2008) obtuvo seis Oscar por narrarnos el trabajo de un equipo de artificieros del Ejército norteamericano en Irak, pero el tiempo no se mostrará indulgente con una narración que apuesta por el suspense y las escenas impactantes, limitándose a realizar esbozos psicológicos disfrazados de profundos estudios sobre la naturaleza humana.
Hetherington y Hondros murieron por ofrecernos una imagen real, dolorosa, cercana, de la guerra de Libia, donde unas milicias sin preparación militar se enfrentaban a las tropas de Gadafi. Los dos murieron por intentar que las víctimas tuvieran un rostro, una historia. Hasta la guerra de la antigua Yugoslavia y la invasión rusa de Ucrania, los europeos no habían sufrido la aspereza de la guerra y cada vez les costaba más trabajo ponerse en el lugar de los que sobreviven entre ruinas y balas trazadoras. Ahora comienzan a comprender mejor lo que significa vivir con miedo e impotencia. Hetherington y Hondros inmolaron sus vidas para recordarnos que todas las víctimas importan y que invisibilizar el sufrimiento constituye una gravísima perversión. Internet ha cambiado la faz del mundo, pero sin informadores de calidad de nada nos servirá poder navegar por un espacio saturado de ruido, banalidad y confusión. Los corresponsales de guerra son imprescindibles en un tiempo donde el autoritarismo de líderes como Putin y Trump conspira contra la democracia y la libertad.
Hetherington y Hondros nos dejaron un valioso testimonio. Si no se permite que otros tomen su relevo, los pueblos tendrán que conformarse con la versión de los hechos que propagan los gobiernos. 1984 es una ficción literaria de George Orwell que denuncia la putrefacción moral de los totalitarismos. Convendría volver a leerla. Tal vez descubriríamos que nuestro mundo se parece cada vez más a lo que Orwell anticipó.