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Conversando entre amigos

Andrés Canedo

Como cada viernes (y generalmente, al menos dos o tres veces por semana) Juan y Pedro se reunían en el café. Claro, eran amigos desde jóvenes, y ahora que superaban los sesenta, esa amistad era más que sólida, y aunque eran bastante diferentes en muchas cosas, la ternura hacía que las diferencias no fueran más que un accidente que, en realidad, los complementaba. Juan, por ejemplo, era levemente izquierdista, Pedro, ligeramente de derecha; Juan, sentía preferencia por las pastas, Pedro, por la carne asada a las brasas; Juan, solía decir que su autor predilecto era Juan Rulfo (aunque amaba intensamente a Borges, Benedetti, Henry Miller, Sábato, Cortazar, Houellebecq, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Kawabata,  y una lista más larga); Pedro, se definía por Borges (aunque amaba intensamente a Rulfo, Benedetti, Henry Miller, Sábato, Cortazar, Houellebecq, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Kawabata, y una lista más larga). Juan tomaba capuchino, Pedro, expreso, bien negro. Si sólo pudieran elegir un músico de los tantos que amaban, Juan se quedaba con Mozart y Pedro con Bach. Ambos, coincidían en que el prosista más importante de la literatura boliviana era Augusto Céspedes, y el poeta que preferían se llamaba Jaime Sáenz. En materia de mujeres, los dos habían sido mujeriegos, pero con notables diferencias en el modo de sostener las relaciones. Mientras Juan, que también amaba la multiplicidad, pero se empeñaba en mantener, mientras le fuera posible, parejas estables (incluso se había casado algunas veces), Pedro era fervoroso defensor de lo transitorio, de lo fugaz y rutilante, y jamás se le había cruzado por la cabeza la idea de casarse o formar una pareja estable.

Ahora, sin embargo, había empezado el tiempo de la decadencia para ambos y los dos estaban solteros, apenas atrapando de cuando en cuando alguna presa, no tan de lujo como en las buenas épocas. Claro que ambos sabían que aquello de atrapar presas, era en realidad apenas un decir que se correspondía con una tradición machista en la que no creían, y que de verdad, la mayoría de las veces eran ellos quienes resultaban atrapados. Creían que la mujer, en esa especie de sabiduría instintiva y que ocultaba, era quien iniciaba la seducción y quien, finalmente tenía el control, aunque el movimiento aparentemente inicial lo hubiera iniciado el hombre. Siempre había, al menos, una mirada fugaz, un gesto casi imperceptible, una manera de inclinar la cabeza, un sutil separar de labios, la manera de cruzar las piernas, el súbito desprenderse de la parte posterior del zapato, que quedaba colgando de los dedos y que revelaba una deslumbrante porción de pie; así ella iniciaba los escarceos. Entonces, el hombre actuaba, registraba aquella señal en apariencia inocente, y comenzaba a imaginar desde aquella pequeña percepción, las potencialidades de ese cuerpo desnudo en la cama, los movimientos serpenteantes del mismo, las expresiones de su rostro durante la penetración, el timbre de los gemidos, la cálida estrechez de su sexo. Y la mujer, mientras tanto, adivinaba cada uno de los pensamientos del hombre y gozaba con ellos. La culminación de esos intentos, podría producirse o no; dependía de la habilidad del hombre, de la disponibilidad de la mujer, pero ya, en ese primer round, ella había ganado.

Aquel día, Juan notó que Pedro estaba algo desalentado, nervioso. No obstante, no le dijo nada, apenas pensó que podría ser una de las manifestaciones siempre nuevas de la vejez que empezaba a atraparlos. El café en el que se encontraban, tenía la misma animación de siempre, y ellos que habían llegado temprano, ocupaban la mesa que sentían como propia, ya que en ese mismo lugar venían ubicándose, salvo algunas excepciones puntuales, desde hacía años. La camarera, agraciada, les preguntó simplemente por cortesía, si se servirían lo mismo de siempre, y recibió, con una sonrisa, como lo había hecho multitud de veces, las frases insinuantemente seductoras de los dos hombres. Ellos, nunca empezaban la conversación hablando sobre mujeres, eso lo dejaban para el final, extenso pero sustancioso, como lo había sido durante todas sus vidas. Esta vez empezaron con la política y los políticos, y coincidieron en su percepción, también ya repetida largamente, de su corrupción y de su absurdo permanentes, de la decepción, aparentemente generalizada de los ciudadanos que, sin embargo, en la próxima elección, volverían a elegir a nuevos o renovados corruptos que los decepcionarían.

—Somos un país de cojudos e ignorantes, —comentó Pedro.

—Sí, pero los que no son cojudos son los ricos, los que siempre están en el poder, ya sea que gobierne la derecha o la izquierda. Y ellos, que no son el país, en realidad son el país. Los demás somos mierda.

Luego hablaron de la guerra en Ucrania. Un tema que se venía repitiendo en los últimos meses y, aunque perdía fuerza en cada nueva sesión, todavía era como parte del ritual sobre el que se encamaraban esas conversaciones. Estuvieron de acuerdo en que las noticias, seguían siendo no creíbles, pues se contradecían en todo según de qué lado vinieran los informes. En lo que no coincidían y sobre lo que habían discutido largamente las veces anteriores, era en que mientras Juan sostenía que Rusia tenía derecho a defenderse del cerco paulatino que durante los años le iba tendiendo la OTAN, para Pedro era simplemente la agresión impiadosa del imperialismo ruso. Pero las discusiones habían sido amables, sin llegar nunca a un tono agresivo, pues para eso, y sobre todo, eran amigos.

Pedro continuaba inquieto, por momentos apesadumbrado. Era como si tuviera alguna urgencia que Juan no alcanzaba a dilucidar. “Bueno, hablá de mujeres”, le demandó Pedro.

—Mujeres… hay algo que no te he contado. La conozco hace tres meses, pero no te dije nada porque de alguna manera me avergüenza. Estoy enamorado, mejor, levemente enamorado, y eso, claro, me lleva a soñar, aunque sin mayores esperanzas. Tiene 37 años menos que yo.

—¿Qué? —le retrucó Pedro, casi con alarma. Sabés que eso es peligroso. Los viejos como vos suelen irse a la mierda con unas tetas tan jóvenes.

—Sí, y lo peor es que vive con un tipo, pero igual viene a verme de vez en cuando, o me escribe por la internet. La conocí en una farmacia. Yo estaba comprando medicinas para la próstata y a ella, que estaba delante de mí en la fila de la caja, se le cayó un billete en el momento de pagar. Yo lo recogí y se lo entregué. Me agradeció y charlamos unas pocas palabras, el tiempo suficiente para que yo comprobara que era más hermosa que el sol; que siendo morena, tenía ojos verdes y unos labios preciosos; que sus piernas, enfundadas en un pantalón estrecho, que miré mientras recogía su dinero del piso, eran perfectas; que no les esquivó a mis ojos cuando yo la miraba con deslumbramiento. Es cierto que uno se ha encontrado muchas veces con mujeres así, y los intentos de seducirlas podían resultar o no, pero en ese momento, un relumbrón de la conciencia me dijo, “Estás viejo, Juan, para estos trotes. Nunca te dará bola”. Ya casi la había dejado ir, como a tantas maravillas que ahora se nos escapan, sin embargo, cuando yo pagué mi compra, vi que ella seguía en la farmacia, revisando algunas cosas en su cartera, y a pesar de las advertencias de mi interior, me le acerqué y le pregunté si le gustaría tomar un café conmigo, y ella aceptó. Ya en el café, me enteré de que ella vivía con un hombre, que tenían una buena relación y un buen pasar, pero lo más importante, fue que supe que le gustaban Pedro Páramo de Rulfo, y los cuentos de Benedetti, y que había leído abundantemente y bien. Supe también, que sus ojos eran capaces de sostener mi mirada e incluso desafiarla. Sin embargo, como te imaginarás, nunca manifestó nada comprometedor, apenas me dijo que yo le parecía un señor interesante, que le gustaba mi conversación, que veía en mí a un ser libre, y que yo le brindaba un poco de luz. Quedamos en volver a vernos, que ella me llamaría cuando dispusiera de tiempo (le di mi número de teléfono, claro), que no se escaparía.

—Ahí la cagaste, compañero. Trampa mortal, que te puede dejar en la lona. ¿Qué pasó cuando se volvieron a ver? ¿Te la tiraste?

—No, no me la tiré. Pero entre la conversación sobre libros y autores, entre contarnos episodios de nuestras vidas, le dije que ella era tan bella, que no me bastaba con mirarla, que quisiera tocarla y, al decirlo, me arrepentí de ese arrebato, pero ella me replicó que no le molestaba lo que acababa de decirle, que le parecía normal, pero que, por supuesto, no permitiría que la toque, que yo era un señor mayor y que ella amaba a su pareja. Pero me lo dijo, mirándome de una manera en la que sus ojos contradecían esas palabras, o al menos eso me parecía a mí, aunque la cosa es que sus ojos en ningún instante se separaron de los míos. Yo desde el primer encuentro la venía soñando, imaginando cómo le haría el amor, con absoluta calma, con maestría, acariciando primero cada fragmento de su cuerpo, besándola en cada lugar preciso. Sin embargo, esas ensoñaciones no me duraban mucho, no podía sostenerlas en el tiempo. Tal vez era la precaución que la sabiduría de mi alma me imponía. La he visto un par de veces más, y en el tercer encuentro ya nos abrazamos, como dos buenos amigos, pero al tenerla entre mis brazos, mi exaltación me hizo decirle “mi diosa”, con la boca pegadita a su oído, y me pareció percibir en ella una especie de leve sacudimiento, como una vibración de su cuerpo junto al mío. Las conversaciones se volvieron por mi parte algo más agresivas, de parte de ella, siempre cautas y afectuosas.

—Sos un cojudo, amigo. Estás enamorado —le dijo Jorge.

—Sí, lo estoy, pero sin dejar que me aprisione la esperanza. Es bueno el soñar, eso tal vez me rejuvenece, aunque por pensar en ella tal vez haya perdido oportunidades más concretas. Respecto de ella, prefiero pensar que es una mujer sensible y amable, que le gusta conversar conmigo, aunque no deje de sentirse halagada por esa mi veneración. Es mujer, al fin, y por lo tanto no es ajena a los halagos, más aun, si son inofensivos. Seguramente la volveré a ver dentro de poco, pero ya tengo un arma que me protege: la ausencia de esperanza. ¿Y vos, Pedro? Las últimas veces hemos hablado sobre mujeres en general, pero no sobre las que nos tocan directamente. ¿Qué ha pasado con vos?

—Nada. Un par de polvos intrascendentes con algunas damas no muy jóvenes.

—Para vos no hay polvos intrascendentes. Además, te veo nervioso y apesadumbrado. ¿Qué te pasa?

—Está bien, te lo diré. Yo tampoco te conté algo importante y tal vez también haya sido por vergüenza. No se trata de una muchachita como la tuya. Es una linda mujer de cuarenta años, casada. Empezó como siempre, como comienzan todas las cosas. No perderé el tiempo en contarte cómo la conocí. Te digo lo trascendental: por primera vez en mi vida, estoy enamorado, tanto, que te puedo confesar que la amo. La mía no es intelectual ni joven como la tuya, pero hay como una brisa que sale de sus palabras y movimientos, que me trastornó todos los sentidos, que ya, a la tercera sesión de cama, me hizo entender que no podría vivir sin ella. Entonces, estoy enamorado, entonces, la amo. Sé que nunca, en todos los años de vida que llevo, pude decir algo así de una mujer. Tal vez estoy pagando tanta liviandad anterior, tal vez tenía que llegar el día en que me doblegaran. Me siento como el personaje de un cuento de Murakami, que no recuerdo cómo se llama, pero al que le pasó algo así como a mí.

—Sí, recuerdo ese cuento, y precisamente pensaba en él cuando me contabas lo tuyo. Pero, sigue, sigue que está superinteresante.

—Un día de esos le dije que la amaba. Ella me agradeció, pero no respondió lo mismo. Otra vez le pedí que dejara a su marido, que se viniera conmigo. Ella contestó que quería a su marido, que amaba a sus hijos, que no me confunda, que aproveche de lo que el sexo nos ofrecía. Parecía una venganza de la vida: ella decía casi exactamente las palabras que yo había dicho en tantas oportunidades. Y así seguimos, yo atrapado en el dolor de no poder tenerla sólo para mí, ella disfrutando conmigo, de algunas arrebatadoras experiencias sexuales. El sexo puro, sin compromisos ni ataduras, como yo siempre lo practiqué hasta que me tocó perder. Bueno, eso es todo. Ahora vámonos— remachó Pedro.

Pagaron, salieron del café y ya en la vereda, Pedro giró hacia Juan y agregó:

—No, eso no es todo. Hace algunas horas ella y toda su familia se fueron del país. Una buena oferta de trabajo para el marido. Sí, sí me lo había avisado antes y yo traté de aferrarme con toda mi intensidad a los últimos días. Hice lo imposible para que se quedara conmigo, pero ella fue irreductible. “Siempre guardaré un hermoso recuerdo de vos”, fueron sus últimas palabras. Como me he vuelto masoquista y cojudo, esta mañana estuve en el aeropuerto y de lejos la vi partir. Ni siquiera te puedo decir cómo son el marido o los hijos, no me fijé en ellos ni para tenerles rencor. Sólo la veía a ella, atareada en los últimos trámites hasta que subieron a la zona de Embarques Internacionales. Creo que me vio, porque me pareció percibir un leve gesto en su rostro cuando su mirada se dirigió a donde yo estaba. Tal vez sólo lo imaginé, tal vez ocurrió. Y ahora estoy aquí en la vereda, con vos, y con el alma hecha un trapo, sabiendo que posiblemente nunca la volveré a ver, que nunca la volveré a tener y que la amo. Supongo que lo superaré, supongo que no seré uno de los pocos que en este mundo han muerto de amor. Hasta la próxima, Juan.

—Te acompaño, Pedro.

—No, no lo hagas. Quiero estar solo. Yo te llamaré si te necesito.

Pedro subió a su auto y partió. Juan quedó en la vereda, sentía algo así como un leve mareo, como si estuviera perdido en otra galaxia, una especie de pena que se montaba en él, mientras el fragor del tráfico enloquecía la ciudad.

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