Andrés Canedo
Estamos viviendo en esta casa de campo que me prestaron por tres días. Hemos venido aquí, a hacer el amor, a tener sexo, o mejor diré a seguir teniéndolo, pues con Anita nos conocimos hace dos meses en la ciudad y no hemos dejado de hacerlo casi todos los días (noches), y ahora estamos aquí, no porque los impulsos hayan decaído, sino tal vez porque sospechamos que la naturaleza nos aportaría nuevas sensaciones. El decir que nos conocimos hace dos meses no es muy preciso, debería decir que nos “reconocimos”, o más bien que nos olimos, y supimos, corroborándolo con las miradas, que ambos éramos cazadores, buscadores infatigables de las revelaciones de los cuerpos fundidos en la efímera alegría de esa amalgama, entregándose y tomando, el uno al otro y el uno del otro. En ese sentido, se podría afirmar que somos depredadores. Si bien el arte de cazar es relativamente fácil, el encontrarse con alguien semejante a ti, es verdaderamente un hallazgo y un desafío que no se puede dejar pasar. Por eso, al confirmar con las miradas, con la sensación táctil de las manos al estrecharse, con la tonalidad de la voz, al decir, me llamo Jaime, me llamo Anita, abandonamos a los pocos minutos esa whiskería casi sin habernos dicho nada más, y partimos a mi casa a ratificar nuestras verdades y alternamos, asimismo, algunas jornadas en el hotel de ella. Y, claro, todo fue una verdadera revelación que se fue prolongando con el transcurrir de los días.
Sabemos que hay seres, hombres y mujeres, realmente intensos en su capacidad de hacer el amor. Pueden ser de cualquier actividad o profesión. Pero en este oficio (perdón por llamarlo así, pero no se me ocurre otra palabra, aunque tal vez podría ser “vocación”), hay otra categoría superior. Y para acceder a ella es preciso ser individuos cultivados, cultos, con profundo amor por el arte, con lecturas extensas. Es que, estoy seguro que sólo así, la cópula adquiere dimensiones más hondas y motiva reflexiones, indagaciones sobre el ser humano, sobre lo que somos, sobre lo que podríamos ser. Anita y yo, pertenecemos a ese rango.
La noche fue intensa, auspiciada por la novedad del ambiente nuevo, por el erotismo que traspasaba las paredes y puertas de los cuartos y que fue impregnando toda la casa, como una luz clandestina que de pronto vigoriza todos los instintos, todas las pulsiones. Entonces, el tomar a Anita, fue como un estreno, sentir en el dulce ardor de su saliva todos los néctares, percibir, mientras me adentraba en ella, cada pliegue ardiente de su estuche de carne que se amoldaba como un guante de goma a mi masculinidad. Y la agitación de su pelvis, el balancín de sus muslos y piernas, sus pies comprimiéndome las pantorrillas. Además, claro, sus quejidos anhelantes. También, por supuesto, las distintas colocaciones, con ella cabalgándome, con ella en posición de cuadrúpedo ofreciéndome sus rosadas compuertas desde atrás. Nos agotamos, nos vaciamos, quedamos exhaustos.
Jaime, anoche me tomó mejor que nunca antes. Será la casa nueva, será el campo que nos rodea, pero nunca había sentido tan intensa su vibración al poseerme, tan cálida su boca al lamerme los pechos, tan exaltados sus besos, tan caliente su líquido al invadirme y volcarse en mí. Y luego, cuando me puse encima de él, sentí que nunca llegó tan lejos, tan hondo, tan ardiente en el centro de mi vientre. Y en cada polución, él me dijo con una voz casi ahogada, Anita, Anita, y yo le respondí, Jaime, Jaime. Tengo más ganas de él y esas ganas renovadas se deben a que me permitió sentirme mujer de verdad. Él me poseía y yo lo absorbía, esa era la forma en la que yo anhelaba estar el uno con el otro.
─Anoche fue muy especial, Jaime. Me hiciste sentir mujer, mujer.
─¿De qué otra forma podría serlo? Eres mujer, casi supermujer. Y por supuesto que no me refiero a las habilidades domésticas, sino a las otras.
─Déjame que te lo explique. Cuando estoy con otros hombres, generalmente soy la que manda, la activa, la que marca el rumbo y el ritmo de hacer el sexo. Anoche tú fuiste el activo y yo me permití ser la pasiva, como creo que debe ser, de acuerdo a los denostados conceptos pretéritos sobre la feminidad. Tú comandando, yo recibiendo. Claro que decir pasiva, es siempre un exceso. No hay real pasividad, la mujer siempre está activa. Aunque a ratos me haya montado encima de ti, eras tú el que marcaba el camino, la secuencia de las cosas. Anoche, a diferencia de lo que sucedió en nuestras anteriores oportunidades, me sentí fémina, femenina, y eso me produjo enorme placer. Me gusta ser mujer.
─Te entiendo. No lo había pensado así. Tal vez porque nunca me di el tiempo de pensar en ello. Siempre, o casi siempre, me sentí comandando, pero contigo, claro, es otra la fuerza, tu fuerza, tu poder. A mí también anoche me pareció extraordinario. En uno de aquellos relumbrones de consciencia, pensé que podría ser que el impulso de la naturaleza que nos rodea, de la inesperada novedad, lo que determinaba esa exacerbación del placer. Pero tal vez, la misma naturaleza es así. En todo caso, es la imaginación la que nos moviliza y la que nos hace creativos en el universo gigantesco de la cama. La moral, ya lo sabemos, condena la pasión. Pero no creo que seamos carentes de moral. Respetamos siempre al que comparte con nosotros, pero debemos avasallarlo, para su propio deleite, y para el nuestro, claro. Pero también, como hombre, me encanta que la mujer se exalte hasta tomar el control.
Hoy en la tarde, Jaime y yo estuvimos dotados de sabiduría, la sabiduría del control, de la placidez, de la ternura de la que siempre somos capaces, pero, cuando esa ternura se comparte surgen manantiales de dicha serena. Me pregunto si no será esto una aproximación al amor, al lejano amor. Pero había, como en la música, un “tempo” de Adagio, en el que todo era un fluir erótico colmado de emociones. No había quien dirigiera las acciones, éramos él y yo en una simultaneidad concertada, apacible, serena y, por lo tanto, honda.
Anoche, Anita me volvió a llevar por la ruta de las exaltaciones, de los paroxismos. Fue otra vez una noche plena de vehemencias, de arrebatos, de intensas acometidas. Me pregunto de dónde extraemos el vigor, la energía. Pero es el encantamiento de los cuerpos el que parece generarlo, y bueno, allí está. La tarde de ayer, en cambio, fue dulce como el lento fluir de un arroyo que transporta con suavidad las aguas de la ternura. ¿Ternura? Por supuesto que sí. Anita, más allá de su figura soberbia, me la genera. No es todo, el cuerpo; el alma, también, siempre está presente, y sabemos que es el alma la que agarra, la que encadena, la que genera nexos, la que insufla aquello que, en el fondo, todos buscamos y que se llama amor. ¿Seré capaz de decírselo? No lo sé. Debo agregar que durante aquellas dos sesiones de pasión, se me vino a la mente la conciencia del ritmo.
─ ¿Sabes, Anita? Siempre amé la música de percusión. Durante mi primera juventud solía escuchar un disco de un conjunto africano, casi todo basado en tambores que, en su crecimiento sonoro remedaba, al menos para mi imaginación, el coito. A las partes culminantes de la percusión, se le sumaban desgarramientos vocales que parecían los que emiten mujeres y hombres en los momentos del éxtasis. Somos hechos de ritmo, de vibraciones. Los elementos más pequeños de nuestra estructura, vibran permanentemente. Y así tenemos el tum, ta, de nuestro corazón, el ritmo básico de la vida. Es por eso que nos entregamos a la cadencia que nos va transportando hasta la exaltación, y la exaltación, más allá de sí misma, se transforma en poesía. Ayer, vivimos dos momentos muy distintos, aunque igualmente bellos, en la tarde y en la noche. Ayer yo sentí que generábamos poesía, una lírica que la fusión de nuestros cuerpos, con el compás de sus movimientos, se derramaba sobre nuestros espíritus y los cubría de una belleza inédita. Ayer sentí, que éramos realmente bellos, que producíamos magia y que ese encantamiento nos iba guiando hasta la culminación.
─Yo sentí algo parecido, Jaime. Es cierto que estamos entregados a ardores, a explosiones que iluminan la noche y que, aparentemente, anulan la confusión. Pero, tú y yo sabemos, aunque nos cueste confesarlo, que, a pesar de nuestra aparente seguridad, transitamos entre tinieblas y en profunda soledad. Que nos cuesta reconocer que, entre todo este desconcierto, en el fondo lo que procuramos es el amor, el amor de verdad y que nosotros pretendemos suplir con el resplandor y la exaltación de los cuerpos. Nos frena, claro, el temor de que el amor nos aprisione, nos coarte experiencias nuevas y, entonces, nos dejamos llevar. No tenemos el coraje de asumir que el amor verdadero es también la libertad. Pero, como decía algún filósofo, tenemos miedo a la libertad. Yo he estado con decenas de hombres. He estado con algunas mujeres también. El olfato a veces dirige mis acciones, el olor a dulce humedad del sexo, suele ser mi guía. Sin embargo sé, que a pesar de todo lo gozado, no estoy transitando el camino correcto, porque a pesar de la satisfacción enorme, pero fugaz, algo reclama mi alma y pasado el momento de la explosión de placer, algo queda insatisfecho. Todo esto lo reconozco, me lo digo en secreto a mí misma y ahora te lo digo a ti. No obstante ello, no sé si podré cambiar. Tal vez, debería ir al psiquiatra.
─Puede parecer tópico lo que te digo, pero no vayas al psiquiatra, porque te podría robar el alma. Por supuesto que no ignoro que hay gente que los necesita y a la que le hacen bien. Pero tu alma es demasiado grande, demasiado rica y no quisiera que te la diseccionen, pues tal vez, después, te sería aun más difícil vivir. La realidad es difícil, dura, y el enfrentarnos a ella nos hace lanzarnos a soñar. Es cierto que algo nos falta, que ese algo debe ser el amor auténtico. Seguramente ya aparecerá, se revelará desde la inconciencia como una llamarada de luz y entonces sabremos. Pero, no permitas que te corten el soñar.
─Nos decimos cosas importantes, pero sujetados por el miedo, y entonces hablamos con medias palabras, no nos atrevemos a decirnos lo realmente importante. Somos cobardes, Jaime, y esa cobardía se paga.
─Lo sé, lo sé. Pero son palabras que no hemos aprendido y que tenemos temor de pronunciar mal, de que los circuitos nerviosos requeridos para decirlas nos fallen y demos sonido a una aberración.
Es el último día aquí. Hemos sacado nuestros últimos alientos y nos hemos entregado a los espasmos de luz y de sexo. Ha sido extraordinario, he sido otra vez hembra casi pasiva. Pero la conciencia del final me revela que también llegan otros finales. Hoy sabemos que el universo se expande y que los astros se van separando cada vez más, que una energía oscura provoca ese fenómeno. No sé, si como simples humanos, tan insignificantes en la inmensidad del cosmos, podremos escapar a ello. Pero siento que, aunque no lo quiera, me voy alejando vertiginosamente de Jaime. Tal vez debería cobrar coraje y tratar de salvarme diciéndole a Jaime que lo amo, o que, al menos, podríamos intentar el amor. Sé que puedo, que podemos decir esas palabras como las pienso ahora, que no hay circuitos erróneos que las interfieran. Pero siento que no lo haré, que seguiré transitando por las tinieblas de mi vivir a la espera de encontrar nuevas refulgencias, nuevas fugaces iluminaciones. Yo también soy cobarde.
Ha transcurrido el último día aquí, entre torbellinos y explosiones, con las catapultas del sexo que nos lanzan a incendiarnos como fuegos de artificio en la noche por la que transcurren nuestras existencias. Los cuerpos están saciados, las almas, aquellas que desde hace dos días se nos han vuelto conscientes, están mutiladas, huérfanas. He sentido que, a pesar de la entrega casi obcecada, Anita se aleja de mí. Y sé que ella también se duele de eso. Tal vez debería cobrar coraje y tratar de salvarme, de salvarnos, diciéndole a ella que la amo, o que, al menos, podríamos intentar el amor. Por supuesto que puedo decírselo, que ninguna sinapsis estará mal conectada para impedir que esas palabras surjan. Pero siento que ella no lo aceptará, no porque no me ame, sino porque cree que su destino es seguir, hasta el sacrificio final, este camino. Y eso, no sé si es egoísmo, coraje, o conciencia trágica de la vida. Y es posible que yo también sea egoísta y cobarde. Es posible que por esa cobardía, le atribuya a ella una no aceptación que en realidad no intenta. Ahora me resulta irónica esta humildad, contrastando con nuestra enorme vanidad inicial.
─Tú siempre serás importante en mi vida, Jaime. Aunque me vaya, siempre algo de mí se quedará contigo, porque ambos sabemos del dolor del abandono.
─Ya nos vamos, Anita, con un tremendo dolor a cuestas. He recorrido decenas de cuerpos y muchos de ellos son, apenas, un recuerdo difuso en mi memoria. Pero a ti, nunca podré olvidarte. Porque entre cada resplandor nuevo, habrá siempre un detalle mínimo que me recuerde a ti, que no fuiste sólo un cuerpo, sino también la revelación de tu alma. El dolor del abandono, claro que sí. El dolor de la falta de audacia, de valentía, para tomar lo que por alguna vez se nos ofreció. Pienso en la tragedia, en la dimensión y la voracidad con que se nos abre. Quizá nuestra historia, es apenas la historia de una búsqueda, de un hallazgo y de dejar pasar la oportunidad. Allí está la tragedia. Ambos somos culpables, y eso me entristece.
Entonces, con toda la intensidad de que soy capaz, en esta despedida que más calla que lo que debiera expresar, no me atrevo a decirte adiós, y apenas puedo pronunciar:
─ Hasta pronto, amor, hasta pronto.