Andrés Canedo / Bolivia
Era como una planicie, una pradera sembrada de trigo, en que, por el reverbero del sol sobre ellos, se había vuelto lisa, casi blanca. Pero lo que más lo admiraba era lo plano, perfecto, del vientre de Claudia, en el que, cuando el sol o la luna lo acariciaban, él veía una llanura burbujeando algo de dorado. Una superficie perfectamente plana, sobre la que podría haber hecho correr un autito de esos de juguete, y que sólo se detendría en el suave promontorio final del pubis, allí, al borde del abismo. Seguían, claro, la convexidad maravillosa de sus muslos de seda, el filo y la doble curvatura de sus piernas y, finalmente, sus hermosos pies femeninos rompiendo, pero complementando ese orden horizontal de su cuerpo recostado en la cama, como el de una diosa que allí estaba para robarle el aliento, los sueños, la vida. Por supuesto que Claudia era mucho más que eso: estaban sus senos pequeños, su boca carnosa y provocativa, sus ojos que reflejaban todas las luces del universo. Desde luego que Claudia era aun, mucho más: su inteligencia, su cultura, su sensibilidad. Aunque tal vez era todo eso, porque él, Oscar, estaba irremediablemente enamorado. No le importaba la razón por la que ella fuera así para él; sabía con deslumbrante certidumbre, que la amaba.
Ahí estaba Oscar, recordándola, porque hacía apenas poco más de media hora que ella se había ido de viaje. Porque ya, en ese corto tiempo del aeropuerto hasta su casa, la extrañaba y la evocaba. Y pensaba en sus risas que llenaban de música el licor de las copas, en las cópulas copiosas que derribaban todos los muros de su vivienda, en sus frases ingeniosas, en sus apreciaciones precisas sobre arte y libros, en sus pensamientos que cortaban como bisturíes las ideas vagas. Así era ella, y le agradó recordarla, y decidió, en el ejercicio de la memoria, volver a los principios.
Oscar la había conocido, asombrado por el deslumbramiento, en un café en el que ella se había agregado al grupo de sus amigos bohemios, y que sin que mediara razón le dijo esbozando una sonrisa que irradiaba sol, que ella era aristotélica, pero no tomista, y, él, para llevarle la contra, no por convicción, se había declarado platónico no agustiniano. Claudia estaba sentada frente a él, y a los pocos minutos ya ambos habían logrado aislarse del resto y junto con las palabras intercambiaban resplandores, entonces ella le lanzó, sin advertencia previa, que amaba los libros de Borges, de Cortázar, de Somerset Maugham, nombrando además unos diez autores adicionales, pero concluyó que el libro de su vida era Pedro Páramo, de Rulfo, y entonces, como remate, le citó:
−“Y abrí la boca para que se fuera mi alma. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón”.
Y él le retrucó, que amaba a Borges, a Cortázar, a Sábato, a Vargas Llosa y nombró también a otros autores, pero terminó diciendo que también el autor de su vida era Rulfo, y para no ser menos, parafraseó, con inocultable intención:
−“Me haré a la idea de que te soñé. Porque la verdad es que te conozco en mis sueños desde hace mucho tiempo, pero me gustas más cuando te sueño. Entonces hago de ti lo que quiero. No como ahora que, como tú ves, no hemos podido hacer nada”.
Ella lo miró desde alguna luminiscencia de su alma, y sin despegarle los ojos, añadió:
−La noche recién empieza, el ahora, en sus sucesivos presentes, puede mejorar y podrías hacer de mí lo que quisieras, como yo podría hacer de ti, todos los sueños que en este momento se me revelan.
Claro, buscaron entonces cualquier pretexto para abandonar la reunión y en el taxi, rumbo al pequeño departamento de Oscar, fueron aprendiendo algunas otras cosas del otro. Que ella era filóloga y que tenía 28 años, que él era graduado en Letras, que enseñaba Literatura Latinoamericana en la Universidad Nacional, que tenía 30 años. Que ambos eran solteros, que habían amado vastamente. Y algunas cosas más, por supuesto, en medio de frases entrecortadas, en las pausas en que la premura y el sabor maravilloso de los besos, se los permitían. Ya en el departamento, se hicieron el amor impiadosamente y con renovada redundancia, hasta el agotamiento, hasta cubrir las sábanas de sudor e impregnarlas de sus olores, hasta repetirse, incautamente, pero con pasión y certidumbre auténticas, “te amo”. En una de las pausas del amor, él se sentó para observarla desnuda, y entre toda esa belleza junta, descubrió la planicie perfecta de su vientre, deslizó la mano sobre el mismo para corroborarlo, para aprender de su tersura y su consistencia, para asimilar desde sus palmas inquisidoras, la suavidad y la dureza de su extensión levemente dorada, y pensó que por esa superficie llana podría hacer correr un autito de juguete, como el que tenía cuando era niño. Ella también lo aprendió con las manos, con los ojos, con la boca y la lengua, con las mejillas recorriéndole el cuerpo. No necesitaron más, no lo planificaron. A la mañana siguiente fueron a recoger las cosas del departamento de ella y empezaron a vivir juntos.
Nunca, al menos durante los dos primeros años, flaquearon en la intensidad de su pasión, ni dejaron de maravillarse por los descubrimientos que les permitían sus almas enamoradas, todo cielo, todo luz, y Claudia rió mucho, el día en que él trajo un pequeño auto de juguete y lo hizo rodar por su abdomen plano como una mesa, y que sólo alguna vez se detuvo cuando recorriendo un camino errado, quedaba frenado en la oquedad vertical de su bello ombligo.
Pero no todo fue tiempo de rosas. Un día, Claudia, mientras caminaba por el centro de la ciudad, se encontró con Manuel que había sido su enamorado durante los primeros años de la adolescencia, y tomaron un café, y hablaron largo del pasado y de la pequeña ciudad que habían dejado. Y Claudia, alumbrada por los fuegos fatuos del ayer, por algún resplandor insospechado de sus hormonas que le nublaron los débiles esfuerzos de la razón, fue y se acostó con él, y sintió, también sin entender por qué, que quiso quedarse con él. Fue, entonces al departamento en el que vivía con Oscar y se lo explicó. Oscar, arrasado por el dolor, no pudo decir nada más que “puedes irte” y se quedó viviendo su nuevo infierno. Él la amaba y el peso de la realidad y de este nuevo ahora, lo aplastó con la contundencia de un coágulo gigante, con la viscosidad de la baba de un animal repugnante que se adhirió sobre toda su humanidad y le oscureció el vivir.
A los dos días, Claudia empezó a darse cuenta de que se había equivocado, que el resplandor fugaz del sexo con Manuel estaba huérfano de amor, de ese amor que había sentido (¿qué todavía sentía por Oscar?) y empezó a vivir su propio desamparo y su inaugurada oscuridad. Pero ella no era hecha para soportar erróneas esperanzas de que las cosas podrían mejorar, y al cuarto día abandonó la casa de Manuel. Se fue a un hotel barato, donde en los momentos de soledad se repetía “qué cojuda fui”, “qué ciega fui”. Inevitablemente, en los dilatados tiempos libres, se puso a revisar su historia con Oscar, la complementación de sus espíritus y también, cómo no, la armoniosa conjunción de sus cuerpos. Y aunque algo le decía que, al ser el de Oscar un espíritu superior y que, sin duda, la amaba, podría volver con él, se sentía indigna de ese ser al que había traicionado. A los pocos días, una luz empezó a abrirse en su mente, y esta le advirtió que si ella amaba a Oscar y Oscar la amaba a ella, debería llamarlo, pedirle hablar. Vaciló durante algunas jornadas, pero al final su coraje se impuso y lo llamó por teléfono, le contó que hacía tiempo que no estaba con Manuel, que quería que conversaran. Oscar, sumido en las tinieblas avizoró una chispa en medio de su oscuridad. Sabía que ella le sugeriría volver, sabía que las supuestas dignidades son basura, pero las tantas veces visualizadas imágenes del cuerpo de Claudia entregado al cuerpo del otro, lo desgarraron en ese momento más que nunca. Sin embargo, con esfuerzo, aceptó que se reunieran en un café.
Él, que había llegado a la cita un momento antes, la vio entrar y percibió que a pesar de la leve descompostura y pesadumbre que se notaban en su rostro, seguía siendo más bella que los astros de la noche infinita. Claudia se sentó frente a él, y con la cabeza gacha que por voluntad y amor a la vida fue subiendo paulatinamente, le dijo:
−Sé que fui una canalla, sé que fui imbécil, sé que te hice daño, sé que me destruí a mí misma, sé que merezco tu desprecio, y te pido perdón. También sé que no debo rendirme, sé que te amo y que tengo que decírtelo, aunque eso ya no sirva para nada.
−Vamos a casa, que está muy vacía sin ti –simplemente respondió él.
Y así volvieron a estar juntos. Al principio fue un poco difícil porque al proceso del perdón a veces le hace falta ir despejando dudas y desconfianzas, porque también la perdonada debe ir eliminando sombras y susceptibilidades. La tarea del amor fue haciendo posible el borrar todos los obstáculos y, al cabo de algunos días, ambos volvieron a colmarse de sol, de luna y de estrellas. Y así repitieron las cópulas fervorosas a través de las cuales, como antes, además de los cuerpos, se entregaban las conversaciones secretas de sus almas. Y él, un día, volvió a traer un auto de juguete que hizo correr por el vientre perfecto de ella, pero que esta vez se cayó a un costado de su cuerpo desnudo, porque la risa de él se contagió a ella, y los espasmos de su abdomen le precipitaron la caída. Y todo siguió así, lleno de luz, hasta ese momento en que ella viajó para visitar a su madre por tres días.
A la hora de cenar Oscar se preparó una hamburguesa con ensalada y se sentó frente al televisor a comerla. El noticiero de la televisión destacaba la noticia del avión que había caído, del vuelo cuyas características coincidían con el que había tomado Claudia, del vuelo del que no quedaban sobrevivientes, y que las imágenes mostraban destrozado e incendiado, en medio de una enorme llanura, de una planicie sembrada de trigo y que por el reverbero del sol se veía lisa y casi blanca.