Rafael Narbona
Tras la reciente muerte de Robert Redford, la desaparición de Claudia Cardinale agudiza la sensación de fin de época. Desaparece una generación de actores que cuestionaron prejuicios, se solidarizaron causas sociales y se rebelaron contra las injusticias. Figuras como Robert Redford, Paul Newman, Jane Fonda o Claudia Cardinale no se limitaron a aportar belleza, talento y glamur. Además, se convirtieron en voces influyentes que asumieron la defensa de la paz, el medio ambiente, los pueblos nativos, los enfermos de SIDA, el feminismo o la comunidad LGTBI. Nacida en Túnez en 1936 en el seno de una familia siciliana, Claudia Giuseppina Rose Cardinale debutó como actriz tras ganar un concurso de belleza. Aunque se trasladó a Venecia para recibir clases de interpretación, sus dificultades con el idioma italiano (solo hablaba francés y el dialecto siciliano) y su escaso interés por la fama y el éxito interrumpieron su carrera, pero la necesidad de superar una trágica experiencia y normalizar su vida instigó su regreso al plató. Violada con diecisiete años, decidió ser madre y sus padres fingieron que el niño era el hermano pequeño de Claudia y no su hijo. Con Rufufú y con Rocco y sus hermanos, la actriz logró cierto reconocimiento, pero hasta su aparición en El gatopardo (1963) bajo la dirección de Luchino Visconti no se produjo su consagración internacional. Acompañada por Burt Lancaster y Alain Delon, encarnó a Angelica Sedàra, hija del usurero Don Calogero Sedàra, una joven inteligente y ambiciosa que desprecia a su padre y anhela casarse con Tancredi Falconeri, sobrino del príncipe Don Fabrizio de Salina.
En El gatopardo, la belleza de Claudia Cardinale deslumbra desde el primer plano. Su aparición en un baile con un traje escotado y el pelo y la cara mojados por la lluvia rebasa el atractivo erótico de la mayoría de las actrices de su generación, sin necesidad de caer en el exhibicionismo o el mal gusto. El cine explotó la belleza de Claudia, pero ella era mucho más que un sex-symbol. En sus primeras películas siempre la doblaban, pues su voz era áspera y grave. No parecía el registro más apropiado para su papel de mito sexual. Es una pena que no se escuche su voz en La chica con la maleta, el film de Valerio Zurlini estrenado en 1961, donde interpreta a Aida, una joven de origen modesto maltratada por un novio burgués y por varios hombres que intentan abusar de ella. Claudia tenía más cosas en común con Aida que con Angelica, pues no era una arribista, sino una persona sensible y sencilla que había conocido desde muy temprano los abusos de la cultura machista, donde se objetualiza a la mujer para privarle de cualquier derecho y utilizarla como un adorno o un entretenimiento. En La chica con la maleta, Claudia Cardinale exhibe una belleza impregnada de inocencia y vulnerabilidad. Acaba de dejar atrás la adolescencia y ya ha sufrido agravios, engaños y traiciones. Va de un lado a otro, sin saber qué le espera, y, salvo el hermano pequeño de su ex novio, un joven de dieciséis años, nadie está dispuesto a ayudarla sin recibir nada a cambio. A pesar de su indefensión, hay algo salvaje en Aida, una dignidad que sobrevive a cualquier fatalidad, una rebeldía silenciosa que la rescata de la desesperación y que la invita a seguir adelante. Filmada en blanco y negro, Claudia Cardinale parece una belleza del Renacimiento, un Botticelli con unas gotas de neorrealismo, una Madonna que no ha perdido su esplendor, pese a los ultrajes y agravios.
Afortunadamente, Federico Fellini no la dobló en 8½. En el papel de musa del director y guionista Guido Anselmi, la actriz pudo al fin utilizar su voz para dar vida a su personaje, símbolo de pureza y espontaneidad. Claudia pudo demostrar que no solo era una bella mujer. Su interpretación carece del desgarro de papeles en Rocco y sus hermanos o en La chica con la maleta, pero transmite un delicado misterio poético. Fellini subvierte la estética del neorrealismo con fantasías oníricas de significado impreciso. El director nos enseña que más allá de la razón y las apariencias, hay pulsiones y acontecimientos que no obedecen a la lógica. Claudia Cardinale se desenvuelve con la misma soltura en un mundo fantástico que en una película realista. Puede encarnar indistintamente a una joven de los suburbios y a una actriz sofisticada acostumbrada codearse con intelectuales y artistas.
Ya en Hollywood, Claudia Cardinale participó en Los profesionales, el memorable western de Richard Brooks, pero su personaje está desaprovechado. Aunque se trata de una mujer valiente e inconformista, ocupa siempre un segundo plano. Los personajes de Burt Lancaster y Lee Marvin devoran al resto del elenco, postergándolo a un injusto segundo plano. Insatisfecha con su experiencia en Estados Unidos, Claudia Cardinale regresó a Europa. Su vuelta al continente implicó alejarse de proyectos tan comerciales como La pantera rosa y El fabuloso mundo del circo para implicarse en películas con mayor ambición artística. Eso no le impidió aparecer en Hasta que llegó su hora, el célebre spaghetti-western de Sergio Leone, donde interpreta a Jill McBain, un ex prostituta que hereda la hacienda de su marido y que lucha por llevar la civilización a una región salvaje y atrasada. En 1982, pudimos verla en Fitzcarraldo, un film de Wener Herzog que narra la epopeya de un irlandés visionario empeñado en construir un teatro de ópera en la selva amazónica. Las penalidades del rodaje provocaron que muchos actores abandonaran el proyecto, pero la actriz italiana aguantó hasta el final, sobrellevando con humor y estoicismo las penalidades de un paisaje húmedo, caluroso y saturado de insectos y animales salvajes.
Claudia Cardinale nunca recurrió a la cirugía estética. Envejeció con dignidad, sin escamotear al público los estragos del tiempo. Su piel reflejaba el paso de los años y, en cada arruga, se apreciaba una inequívoca sabiduría existencial. Muchos han destacado su autenticidad, su fidelidad a sí misma, su ausencia de impostura. Su vida sentimental fue discreta. No protagonizó escándalos. Se permitió rechazar a Marlon Brando y prefirió mantener una larga amistad con Alain Delon y Marcello Mastroianni, descartando un romance que podría haber propiciado distancias y resentimientos. Nunca le gustó la fama y repudió el papel de diva. “Que Dios conserve a los irónicos, a los que aman la vida más que su trabajo. Y a los locos”, dijo en una ocasión, dejando claras sus prioridades. En su autobiografía, declaró: “El tiempo no me ha cambiado. Sigo y seguiré siendo indomable”. Cuando le preguntaron si le gustaría ser evocada como una gran actriz, respondió que preferiría ser recordada como una mujer libre e independiente. Yo, como miles de espectadores de mi generación, siempre la recordaré bailando un vals con Burt Lancaster en un aristocrático salón iluminado con velas y rodeada por la mirada atónita de los invitados, que se preguntaban si contemplaban un escena real o un sueño.