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Circularidad

Guillermo Almada

Acariciados por una luz difusa que se colaba por entre las cortinas, los dos cuerpos, desnudos, abrazados, yacían sobre la cama. Las sábanas revueltas y manchadas permitían presumir que habían estado amándose hasta bien avanzado el amanecer, y que posiblemente hubieran seguido, de no ser que estaban en una reducida habitación de un hotelucho de cuarta, rodeados de policías mirándolo todo por todas partes, que era la escena de un crimen, y que ambos se hallaban muertos.

En otro orden de de cosas, por la calle del bajo, que llevaba hasta el muelle, corrían como dos cachorros sueltos, los Petetes, que les decían así por un problema de dicción que ellos mismos tenían y no les permitía pronunciar la palabra pebete, haciendo rabear a Zulema Costa, su madre, gritando cosas inentendibles y riéndose a carcajadas.

Era la hora del crepúsculo, y Benjamín, que se hacía llamar Carapa Chai y decía que era chamán, había salido con una lata de duraznos en almíbar pero llena de incienso sahumándolo todo por los cuatro puntos cardinales. En eso cruzaban Latifa y Neftalí, el matrimonio de gitanos que había comprado los galpones de Indalecio Tomada y dos hectáreas adyacentes, en donde estacionaban sus carromatos y promulgaban que iban a levantar un circo.

De repente, hiriendo transversalmente la armonía del resplandor anaranjado, una sirena, acompañada de una intermitencia roja y azul, atravesó la escena imprimiéndole un dramatismo cinematográfico al poblado. Tendido, sobre el asfalto seco y terroso del callejón D’ahamarjold, el cuerpo de un forastero desconocido yacía sin vida y sin marcas.

El inspector Folier recorría, sin detenerse, la habitación, con ambas manos en los bolsillos de su gabardina, y observando todo lo que se hallaba alrededor. Sin pronunciar una palabra se aseguraba de que ciertos detalles que llamaban su atención fueran fotografiados por los oficiales del Departamento de Rastros. Curioseaba, sin disimulo, sobre las evidencias relevadas por el personal de Policía Científica, y corroboraba que las pruebas fueran correctamente conservadas e identificadas. La ayudante del fiscal, Zahyra Naleb, lo miraba. No. Lo escudriñaba con la mirada. Con una expresión gélida. No se perdía detalle de cada acción del inspector, por momentos podía leerse en sus ojos, oscuros y delineados, cierta manifestación de disgusto, pero más parecía por alguna actitud personal que por las decisiones profesionales de Folier. Es que años atrás la ley y el orden se habían visto envueltos en un torbellino indescifrable de emociones y sentimientos encontrados. Las paredes del juzgado y el recinto policial no habían sabido contener el secreto, y el desgaste provocado por la convivencia, en todos los ámbitos de sus protagonistas, habían promovido las primeras acciones del naufragio, propendiendo además a un presagiado final abierto con reminiscencias de novela rosa.

Augusto Folier se puso un cigarrillo en la boca. No, le dijo la agente de Científica, agregando, aquí no. La miró, miró también a la ayudante del fiscal y salió del cuarto seguido por ésta. Ni bien llegaron a la vereda un coche policial frenó frente a ellos y bajó de él un agente jovencito ataviado con un uniforme que le sobraba por todos los flancos. Debe sentirse solo allí adentro, pensó el inspector, y lo recorrió con la mirada de arriba a abajo. El chico se puso nervioso ante la actitud de Folier y sus mejillas evidenciaron inseguridad, allí tomó participación la abogada tratando de empatizar con el novato, soy la doctora Zahyra Naleb, de la fiscalía, dígame qué necesita. El muchacho en lugar de estrecharle la mano estirada le hizo la venia y la puso al tanto del cuerpo encontrado en el callejón D’ahamarjold.

Mientras tanto, el comisario, Mauro Querini, intentaba obtener testigos que pudieran colaborar con la investigación del caso del forastero del callejón, pero una serie de factores, entre ellos la marcada antipatía que el pueblo sentía por el uniformado, impedía que alguien le respondiera. Ya hacía un largo tiempo que habían decidido en asamblea popular no dirigirle la palabra hasta que reconociera que su propio hijo era quien se había apoderado subrepticiamente de la limosna de la parroquia de San Clemente, aquel domingo de pascuas, haciéndole una trancadilla al padre Horacio para que su caída oficiara de distracción suficiente para salir corriendo con el botín sin ser visto. Pero tuvo la mala suerte de encontrarse, de frente, en la puerta de la sacristía con Doña Justina Ferrán de Murillo y Fuentes, una ferviente católica, amiga personal del sacerdote, a quien había visto crecer, y principal colaboradora de toda la obra social de la casa cristiana, quien fue envestida violentamente por el truhán hasta caer sentada sobre un charco de lodo que se había formado debido al riego de los rosales que adornaban el contorno de la finca eclesiástica.

La gitana Latifa hizo una raya en el suelo con un trozo de yeso que extrajo del cordón cuneta y, escupiendo tres veces, maldijo a quien se atreviera a tocarlos, a ella y a su marido. Querini hizo caso omiso a la maldición y tomó a Neftalí por el brazo diciéndole, amenazante, a tu mujer no puedo tocarle un pelo pero a vos te voy a torcer el brazo, y estoy siendo literal, hasta que digás todo lo que sabés. El hombre levantó la palma derecha como frenando toda posible actitud de su esposa y en tono amable y conciliador le respondió que no era necesario ejercer la violencia porque, de todos modos, él no había visto nada, pero estaba dispuesto a colaborar con la ley en lo que fuera menester, y declarar todo aquello que se deba para esclarecer, inclusive reconocer en ronda, a quien fuera aprehendido, como culpable.

El comisario no era un hombre fácil, pero tampoco era capaz de estas tropelías y sintió un verdadero fastidio por las palabras del gitano, lo soltó y, con una seña, le ordenó que se fuera e inmediatamente encaró a Benjamín o Carapa Chai, que en definitiva eran la misma persona. Trató de ser contemplativo considerando su raigambre india, y le puso una mano en el hombro para preguntarle, pero el chamán se asustó y pegó un corcovo, gritó como una hiena en celo y corrió a encerrarse en su casa.

En el hotel, el personal había concluido la tarea y se estaban retirando, el inspector simplemente se limitó a decir “voy a la otra escena”, al aire, sin dirigir la mirada o la voz hacia ninguna persona en especial, sin embargo hasta las plantas se habían dado cuenta que la verdadera intención era invitar a Zahyra a que lo acompañara, pero la comunicación nunca fue la especialidad de Folier, sino más bien, su castigo. Inmediatamente se dio cuenta de que ella estaba con su auto así que agregó ¿Para qué vamos a usar dos autos? La abogada simplemente encaró el viejo Mondeo 97 del inspector y se sentó en el asiento del acompañante. Quedaba claro que no era la primera vez que hacía esto, y que, el auto era a sus curvas lo que la empuñadura del Magnum a las grotescas manos de Augusto. El viaje transcurrió en silencio. Hacía mucho que esos dos cuerpos no compartían el mismo espacio, aunque hubo un tiempo en que estar juntos era una costumbre, y más aún, antes que eso, había sido un deseo irrefrenable. ¿Habría hoy, en esas mentes recuerdos añorados de esos años? A juzgar por las miradas que se cruzaban de cuando en cuando, podríamos sospechar que no solamente existían remembranzas, sino verdaderos deseos de reivindicación de todo aquello que, otrora fuese el emblema que identificó esa relación.

El grito de Zulema Costa se incrustó en los recuerdos de Folier que se sorprendió y pisó el freno en una reacción instintiva creyendo que se dirigía a él cuando se escuchó “pará ahí ¿querés?”, pero era para uno de los Petetes, que había salido corriendo hacia la calle y su madre pretendía detenerlo en ese acto. La doctora Naleb miró para todos lados y señalando hacia la derecha dijo, aquí es. Augusto estacionó el vehículo paralelo al cordón y se acercó al comisario, que estaba parado junto a un bulto tapado con un acolchado estampado con enormes margaritones dorados y blancos sobre un fondo ocre con hojas y tallos verdes que semejaban enredarse entre sí sin ningún tipo de sentido. Folier puso cara de repugnancia y pensó que si a él, ya muerto, lo taparan con un trapo tan feo lo consideraría una verdadera ofensa imposible de perdonar.

Querini se adelantó a saludar a Zahyra con un: buenas noches señora fiscal, que ella inmediatamente corrigió, soy la abogada Naleb y el fiscal es hombre, soy su ayudante. ¿Conoce al inspector Folier? Dijo, cumpliendo con el protocolo de presentación de las partes. Cuénteme lo que pasó, comisario, agregó sin pérdida de tiempo.

Ni yo sé lo que pasó, este tipo apareció ahí tirado. No tiene heridas ni marcas, ni magullones ni nada. Ni pulso tiene. He tratado de buscar testigos pero nadie vio nada, o se niegan a hablar conmigo. Argumentó el comisario Querini buscando la contemplación de los recién llegados.

Vamos a llamar a los forenses para que analicen la escena, levanten evidencias y trasladen al occiso a la morgue, comisario, le voy a pedir que mantenga aislado el predio y disponga personal para que no se altere la escena del crimen, dijo la abogada que, buscaba al inspector, que hasta hace un minuto estaba parado junto a ella.

Acá hay algo que me llama la atención, dijo Augusto Folier que se encontraba en cuclillas junto al cadáver, pero vamos a dejar que los científicos trabajen y después nos vamos a encontrar con todo junto.

Bien, ya le dejé instrucciones al comisario, dijo Zahyra tratándolo de usted como solía hacerlo cuando no estaban solos, si es tan amable, inspector, desearía que me lleve al hotel a buscar mi auto, por favor. Cuando regresaban pasaron por el terreno de los gitanos, y Augusto se distrajo mirando unos enanos que estaban haciendo un asado a la estaca que provocaba más bajarse que seguir. ¿Tenés hambre? Preguntó la abogada, esbozando una sonrisa y tuteándolo como solía hacer cuando se encontraban solos. Algo, respondió Augusto, pero me dieron ganas de comer asado. ¿Te acordás de la parrillita a la que solíamos ir los sábados? Preguntó con tono insinuante el inspector para luego agregar, podríamos ir ahora. ¿No te parece? Zahyra se quedó mirándolo sin responder, no obstante era demasiado evidente que su memoria trabajaba muy dinámicamente recordando. Lo que no se puede asegurar es que esos recuerdos correspondían a las comidas que compartían juntos. Técnicamente no tengo apetito, aclaró la asistente del fiscal, pero me vendría muy bien distraerme un rato con un viejo amigo.

Para Folier, había sido una contestación, por lo menos, ambigua, y no se sentía en condiciones de jugar a los acertijos, pero capitalizaba que no había recibido un “no” por respuesta. Llegó a donde estaba estacionado el auto de la abogada y al bajarse ella lo miró y confirmó. Nos vemos en la parrilla, entonces, en media hora. Quiero acostarme temprano, tenemos mucho que hacer mañana. Augusto sacó un cigarrillo del paquete y se lo puso entre los labios pero no lo encendió. A ella le hubiera gustado que él fuese más ducho con las palabras para que le dijera, en ese momento, qué estaba pasando por su cabeza, para que fuera capaz de decirle que se moría de ganas de verla a solas, para que la interrumpiera y le dijera que dejaran la cena para otra noche y que esa la aprovecharan matándose en una cama de hotel, liberando todos sus deseos y fantasías, poniéndose, por una vez más, al servicio de la lívido, y dejándose dominar por la perversión ácida del sudor de los cuerpos desnudos restregándose hasta el hartazgo.

El lugar no estaba muy distinto de lo que ella recordaba, tal vez habrían hecho un cambio en la pintura, un color distinto, más claro. Las mesas y sillas eran las mismas pero renovadas con algo de barniz. Lo que no recordaba eran los cuadros de las paredes, era incapaz de acertar si eran los mismos o no, pero estaba segura que las lámparas eran otras, las habían cambiado, estas eran mucho más modernas, y alumbraban de otra manera. Son de leds, aclaró Folier cuando la vio mirándolas con tanto detenimiento. Claro, dijo ella, eso es lo que notaba. Él sonrió altanero mientras le corría la silla para que se ubicara en la mesa.

Estuvieron relajados, bebieron un excelente vino, de esos que se beben solo en las grandes ocasiones, y tal vez esta la haya sido. Se conocían, por lo tanto sabían qué no debían decirse. Con la segunda botella comenzaron a fluir los recuerdos, que hicieron las veces de  transportador hacia áreas de la memoria que reflotaban sentidos que sospechaban perdidos o, por lo menos, dormidos a esa altura. Cuando son los sentidos los que comienzan a gobernar al cuerpo, lo que se experimenta es elevado, halagador, y la razón pierde preponderancia, autoridad, por lo tanto se va dejando de lado, pero se hace impensadamente porque lo que pasa es que uno disfruta cada minuto de tal manera que no se da cuenta que lo está haciendo sin el uso de la razón, es un extraño mecanismo, que deja rebasar los límites y se disfruta eso.

Las horas fueron avanzando desde la sobremesa entusiasmada de Folier y Naleb, las miradas y sonrisas comenzaron a tomar el viejo protagonismo entre ambos, y las palabras, que tendían a desordenarse, a tornarse otras, a decir lo inconveniente, salían con cierta dificultad, porque los recuerdos y los vestigios de lo que fueran antaño esas mismas miradas, hacían trémolo el decir. Lo más estrepitoso fue el encuentro del silencio, porque era como exhibir, cada uno, un bagaje de emociones mixturadas en donde el rencor, el temor, la esperanza, la ilusión, el enojo, el perdón, la aceptación, el reproche, todo, lo absolutamente todo se conservaba intacto. Los años transcurridos no habían servido de nada. Para Zahyra, Augusto seguía siendo el mismo inmaduro de siempre, y para Augusto, Zahyra nunca había entendido que no hay que intelectualizar el amor. Recordó que una noche ella le inquirió ¿Qué somos? Y él creyó haber sido claro al explicarle que no es necesario etiquetar la relación, que el sentimiento no se explica, que solamente se siente y se transmite al ser amado, que ni siquiera hay que nombrarlo. Fue la última vez que hablaron. Entonces, varios años después, ese encuentro, esa noche, en ese restaurante de mala muerte tras el relax de unas copas de vino, las almas de ambos percibieron necesitarse y fueron los cuerpos los que llevaron a cabo la aproximación.

En un descuidado ademán se corporizó el primer beso, y los fantasmas del tiempo reaparecieron como si se hubiera abierto un portal mágico dando paso a la continuación de aquellos escarceos amorosos que quedaron abruptamente suspendidos años atrás sin explicaciones. Los amantes aprovecharon la soledad nocturna y decidieron pasarla en el primer hotel que les ofreciera albergue.

Acariciados por una luz difusa que se colaba por entre las cortinas, los dos cuerpos, desnudos, abrazados, yacían sobre la cama. Las sábanas revueltas y manchadas permitían presumir que habían estado amándose hasta bien avanzado el amanecer, y que, posiblemente, hubieran seguido de no ser que estaban en una reducida habitación de un hotelucho de cuarta, rodeados de policías mirándolo todo por todas partes, que era la escena de un crimen, y que ambos se hallaban muertos.

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