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Chile y el argumento ad hominem contra Bolivia

Ningún gobierno es tan simpático que pone a desfilar a funcionarios con peluca de juez de La Haya cuando la CIJ escucha los alegatos de su país en disputa con otro por soberanía marítima. Y ninguno tan básico que descalifica una demanda así insinuando la decadente fama política del mandatario al frente de la nación jacarandosa.

En otro momento, la singularidad de Evo Morales no hubiera llevado a las normalmente frías autoridades chilenas a entramparse con el búmeran del argumento ad hominem. Pero se dejaron arrastrar por la ira y tal desliz debería costarle caro a su país, por lo menos la obligación de sentarse a negociar sobre aquello que ofreció varias veces, en consonancia con lo que piensan muchos de sus reflexivos ciudadanos —a la sazón, buenos vecinos.

El Canciller de Chile ve apego al poder en Morales y no se equivoca. El Presidente de Bolivia ha hecho públicas sus intenciones de permanecer en su cargo más tiempo del que la prudencia manda y esto, en consecuencia, no es ningún descubrimiento ni sirve de alegato porque una cosa no quita la otra: por un lado está la argumentación jurídica en La Haya y por otro el mensaje que da el gobierno de Morales a los bolivianos, sobreactuación y todo. Por último, es triste pero se puede ser demagogo, incluso muy descomedido en lo interno, sin perjuicio de tener la razón en un asunto de política exterior como el del mar. También en temas internacionales hay que saber diferenciar entre el proceder de los estados —con un interés general— y el proceder de los gobiernos de los estados —con intereses particulares.

En aras de la sinceridad mutua, tanto Bolivia como Chile se han desbocado alguna vez en este proceso, mas la nación trasandina, evidentemente huérfana de argumentos válidos para la cuestión de fondo, urgida, decidió apostar al superfluo recurso de la politización del juicio por parte del indefendible Evo Morales. Es fácil estrellarse contra un presidente que con aturdimiento patriótico alude por Twitter a la pertenencia pasada, presente y futura de Antofagasta, pero no tanto rebatir la más seria defensa legal de la representación jurídica de Bolivia ante la CIJ que es, al fin de cuentas, la única válida para los señores de peluca natural.

Chile sugiere la obvia condición de Morales de presidente demagogo como si los jueces de La Haya no leyesen periódicos, como si no supiesen que en Bolivia impera un gobierno populista; seguramente por su sana costumbre a las gestiones estatales moderadas, no supo calcular que los populistas a veces se “equivocan” y se vuelven repentinamente sensatos, al punto de contratar equipos de abogados eficientes.

Bolivia, de su lado, guardará para su historia una inédita unidad que se quiebra discretamente cada vez que el Gobierno practica su manía de exacerbar el nacionalismo y empujar a las masas hacia un chauvinismo absurdo. ¿Qué sentido tiene mandar a funcionarios a desempolvar atuendos de museo para chantárselos en la cabeza? No hay necesidad de ridiculizar a militares en melodramas al aire libre, siempre será mejor seguir el ejemplo de la dignidad de los patriotas mesurados que esperan con paciencia infinita y no por esto callados —sin reclamar— la buena voluntad del vecino desconsiderado.

Ni el pueblo de Chile se merece la prepotencia de su gobierno ni el de Bolivia la demagogia del suyo. Los políticos en situaciones límite parecen estar más expuestos al contagio de la necedad: a las apreciaciones fuera de timing de Morales respecto a Antofagasta les sobrevino la advertencia excesiva del canciller Ampuero de una “tragedia humanitaria” si el fallo favoreciera a Bolivia. En todas partes se cuecen habas.

Por último, cae de maduro pero dadas las circunstancias no está de más indicar que sería de mal perdedor, un soberano papelón, que cualquiera de los dos países no acatase el veredicto de la CIJ en La Haya.

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